Puertas
Cynthia Rimsky
Martes 12 de julio de 2016
Un adelanto de Poste restante (Entropía), que se agrega a la colección de crónicas en la que ya están los maravillosos tomos de Maiakovski y Herzog. Su autora, periodista y profesora chilena, se define como "una escritora observadora".
Por Cynthia Rimsky.
En el centro de Tel Aviv existe un barrio, a una cuadra de la avenida Ben Yehuda, que evoca un melancólico pueblo del norte de Chile o Polonia. Es verdad que comienzan a aparecer restaurantes, talleres de arte y tiendas de souvenirs, pero el desgano, las casas hundidas bajo el nivel irregular de la calle, la música fuerte, los vecinos que conversan en la acera sin camisa, hacen olvidar la ciudad moderna que está a unos pasos. Entrever lo que ocultan las puertas es la razón que anima al viajero a caminar por las ciudades. Una mezcla de reserva y respeto impide prolongar la observación el tiempo necesario, hambriento de imágenes fugaces se le hace necesario completarlas con la imaginación.
A través de la rendija de una puerta vislumbra una habitación desprovista de adornos, con las sillas adosadas a las cuatro paredes y la mesa servida de libros. Da la sensación que los que aquí se juntan a rezar están más allá del barrio, de la ciudad, de Israel. Calle arriba hay una tienda. Un par de mesas ubicadas afuera hace pensar que se trata de un café. El interior está saturado de libros, sillas en mal estado, frascos, cajas, vidrios rotos... Un hombre de larga y descuidada barba, sentado ante un escritorio metálico, observa a un joven de chaqueta negra gastada en los codos, pelar papas. El borboteo del agua en la olla indica que se trata de un restaurante donde el hijo representa durante años el acto de preparar la comida, mientras el padre se queja de lo mal que va el negocio y los comensales olvidan venir.
Por la calle aparece un grupo de ancianos religiosos. Llevan los libros abiertos tan cerca del rostro que las letras trazan a un mismo tiempo el canto y el paisaje del gueto narrado por Sholem Asch.
–Rezan a la luna llena –explica el padre inclinándose al paso de los ancianos–. ¿Usted de dónde viene?
–De Chile.
–¿Hay judíos en Chile?
–Sí.
–¿Cuántos?
Da una cifra cualquiera. Los religiosos se detienen poco antes de la esquina. En la tienda, iluminada por una ampolleta que cuelga del techo, se escucha una melodía popular hebrea. El joven troza los huesos y los mete a la olla. El padre alisa sus tupidas cejas, puede que esté pensando o puede que no. De la calle surge un joven vestido a la moda. Sus vehementes gestos expresan la satisfacción de haber encontrado finalmente la oportunidad que se merece. Al ver la tienda vacía le parece increíble que esos dos sigan aferrados a su incredulidad. Discute con el padre, a la mitad del argumento se vuelve contra el hijo que reparte el caldo en tres tazones, divide una hogaza de pan y coloca todo sobre el escritorio fiscal.
El visitante repasa con su mirada las ollas grasientas, desciende por la espalda curva de su amigo de infancia, se detiene en las manchas de aceite, los platos saltados, y se desploma en la silla, remoja el pan en el caldo, lo introduce en su boca y aleja el tazón. Aquellos dos no van a rendirlo, busca entre los estantes y bajo los volúmenes un pedazo de papel. Encuentra un cuaderno donde transcribe en voz alta los dólares que piensa ganar con la oportunidad que merece. Cuando levanta la cabeza de la gigantesca suma ve al amigo con las mangas de la camisa arremangada lavando los tazones, mientras el padre escucha las noticias en una vieja radio. El joven arroja el cuaderno y sale de la tienda.
–En este país están todos locos. Yo me voy a América –y se aleja bajo la luna llena.
El hijo recoge el cuaderno y lo deja sobre una pila de polvorientos libros. Por eso me gustan las puertas. De no haber entrevisto la casa de rezos, lo que sucedió después no me habría sido develado.