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Prólogo a medianoche

Por Michael McDowell

Leé el arranque de Agujas doradas, la segunda novela de Michael McDowell, el autor de Los Elementales (La Bestia Equiátera).

Por Michael McDowell. Traducción de Teresa Arijón.

 

 

 
Una oscura noche de invierno, siete niños se habían agrupado en torno a una rejilla de hierro en Mulberry Street. Vestidos con unos andrajos sucios, con las caras negras de mugre, parecían fantasmas raquíticos, un aquelarre de pequeños duendes malévolos. Se sentaban sobre la rejilla por turnos, durante un minuto más o menos, para absorber el calor del vapor que salía de la caldera subterránea que calefaccionaba los cuarteles generales de la policía de Nueva York. Cuando discutían a los gritos si correspondía otorgarle más tiempo sobre la rejilla a una niña que llevaba en brazos a un bebé, antes de llegar a una decisión, el debate fue ahogado por el tañido de todas las campanas de la ciudad.
 
El Año de Gracia de 1881 había dado paso al Año de Gracia
de 1882.
 
No muy lejos de allí, en el subsuelo de un ruinoso edificio en Grand Street, había un bar diminuto, tan insignificante que ni siquiera le habían puesto nombre, que vendía la cerveza que otros bares del Bowery habían descartado la noche anterior, porque ya no servía para sus clientes. El negro mudo que atendía el mostrador durante toda la noche servía un líquido rancio en jarros de cerámica que jamás se lavaban. Hombres y mujeres paupérrimos, derrotados, delincuentes y enfermos bebían sin quejarse, hasta que el alcohol fermentado los volvía insensibles al frío de afuera y la miseria de adentro. En ese sótano atestado, donde una pequeña estufa alimentada a carbón arrojaba un humo asfixiante que no calentaba a nadie, los hombres despotricaban contra Dios, contra las mujeres que los habían traicionado, contra los jueces que los habían encarcelado, contra la máquina democrática que no los había dejado libres y contra todo lo que pudiera aparecer en sus mentes afiebradas. Las mujeres, en su mayoría abotagadas por el alcohol,
se refugiaban en los rincones más oscuros o permanecían sentadas inmóviles en absoluto silencio, las cabezas apoyadas contra las paredes, empapadas en un sudor frío. La compra de dos cervezas en mal estado les otorgaba el discutible privilegio de permanecer hasta
el alba. Los niños harapientos peleaban bajo las mesas y el monito del organillero tísico saltaba sin prejuicios de los brazos de los coléricos hombres a las rodillas de las letárgicas mujeres y sumaba su cháchara estridente al ininteligible tumulto de voces.
 
Dos hombres de rostros taciturnos, que esa misma mañana habían salido de la cárcel de Blackwell, jugaban a las cartas sentados en la vereda del bar. El único gesto de reconocimiento que hicieron ante la llegada del Año Nuevo fue una imperceptible pausa antes de mostrar los naipes grasientos, cuando las campanas de las iglesias empezaron a repicar.
 
No muy lejos de allí, en el sótano de una casa en Mott Street,
tres muchachas de vestidos a rayas y sonrisa extática iniciaban
a una tímida amiga en los misterios del opio. Con una risita incómoda, la novicia colocó una pequeña esfera que parecía un emplasto de alquitrán sobre el extremo achatado de la yen hock, que al comienzo había confundido con una aguja de tejer, y la acercó a la llama de la lámpara verde. Miró a su alrededor a los soñadores impasibles —solo la mitad eran chinos— y susurró nerviosa a sus compañeras:
 
—¿Están seguras de que nadie nos hará daño?
 
El tañido de las campanas de Año Nuevo resonó en el sótano atestado, silencioso y lleno de humo y se incorporó a un centenar
de sueños aletargados y desfallecientes, a un centenar de visiones
grises y azules.
 
Un cuarto de hora antes —sobre el otro lado del cuartel de policía en la pagana Mott Street— un cabriolé se detuvo ante una discreta fachada de ladrillos en West Houston Street, y un rostro cubierto por un velo y enmarcado por una tupida melena de cabello negro azabache espió ansioso detrás de los visillos. El conductor confirmó la dirección a su pasajera, que bajó entonces del cabriolé y se anunció con un tímido golpe en la puerta de la casa.
 
—Me manda Maggie —le susurró la pasajera a la mujer de atuendo severo y rostro más severo aún que salió a abrir. La dama del velo era una actriz que media hora antes había sido aplaudida de pie como protagonista y heroína de Ada: Girl Scout de las Sierras, en el Teatro Nacional en el Bowery.
 
La actriz vaciló al llegar al pie de la escalera, que estaba en penumbras. Una bonita rubia de alegre vestido rojo apareció entonces en el rellano, y agitando una vela, le hizo señas para
tranquilizarla.
 
—¡Pero si eres Dollie! —exclamó—. ¡Oh, qué hermoso cabello!
 
Pocos minutos más tarde, la actriz yacía en una estrecha cama de hierro en una buhardilla minúscula del cuarto piso. Tarareando una pegadiza melodía, como si nada pudiera perturbarla, la rubia cerró las cortinas y arrojó más carbón al fuego casi exangüe de la estufa. Después se dio vuelta con un movimiento grácil y, siempre sonriente y con voz animada, le preguntó a la actriz si el láudano ya había surtido efecto.
 
La respuesta de la actriz a la abortista fue ahogada por el tañido
de las campanas que celebraban el Año Nuevo.
 
No muy lejos de la casa donde la bonita rubia del vestido rojo practicaba su lucrativo oficio se encontraba el Bowery, atestado como siempre de juerguistas; aunque aquel sábado de año nuevo había un número algo mayor al de costumbre. Los vendedores de pasteles, palomitas de maíz y ostras frescas gritaban en todas las esquinas. Las familias italianas desfilaban con orgullo señorial hasta el final de la calle y solo pegaban la vuelta cuando se encontraban con sus pares alemanes, que avanzaban hacia el sur. Los niños repartidores de periódicos y lustrabotas —nunca bastante abrigados para ese frío, a menudo frágiles y casi siempre con un cigarrillo en la boca— corrían disparados a ver alguna pelea que supuestamente ocurría a un par de cuadras o se amontonaban en las entradas de los teatros de variedades. Casi no había umbral de casa donde no se tocara algún piano desafinado. Las melodías alegres y pegadizas de las bandas alemanas alternaban con el pum-pum de las galerías de tiro y los alaridos roncos de los mendigos tullidos y ciegos sentados en las veredas. Cuando repicaron las campanas, la música, los cientos de voces y gritos y las miles de conversaciones felices y ruidosas del
Bowery se fundieron en un inmenso hurra para despedir el año viejo y dar la bienvenida al nuevo.
 
Ocho cuadras al oeste del Bowery, frente al recientemente construido hospital de Nueva York en Fifteenth Street, una mujer joven enfundada en un desabrido atuendo color verde musgo caminaba del brazo con su hermana, una colegiala de vestido verde brillante, chaqueta roja con cuello de piel y sombrero redondo con cintas de fieltro que bajaban por la espalda. Al ver los faroles del Circo de Satán en Sixth Avenue se soltaron. La mayor se escondió en un recoveco del edificio de la esquina y la colegiala avanzó hacia la luz potente de la avenida y miró indecisa a su alrededor. Escrutó las caras de los transeúntes durante unos segundos y finalmente tiró de la manga de un caballero de mediana edad que pasaba a su lado.
 
—Por favor, señor —dijo con voz plañidera—. Estaba con mi
hermana y me perdí. ¿Podría ayudarme a encontrarla?
 
Las campanas de Año Nuevo comenzaron a tañir, pero antes de que su sonido se apagara el caballero de mediana edad y la colegiala ya se dirigían a un cuarto amueblado en Greenwich Avenue donde la chica pensaba que podía estar esperando su hermana. La mujer del atuendo desabrido salió entonces de su escondite y continuó sola su monótono recorrido.
 
A pocos metros del Circo de Satán, en las habitaciones del primer piso de una antigua mansión, dos hombres hablaban en voz baja de espaldas al fuego de una chimenea de mármol tallado. El más viejo era alto e imponente, de cabello blanco y penetrantes ojos azules. Su compañero era joven y apuesto, de cabello castaño corto y barba tupida del mismo color. Eran suegro y yerno y habían pasado la última noche del año en ese club frecuentado exclusivamente por abogados y jueces republicanos. El reloj en la repisa marcó la medianoche. Ambos giraron la cabeza para mirarlo, en un movimiento simultáneo, y en ese mismo instante las campanas de la iglesia de enfrente comenzaron a repicar. Suegro y yerno se estrecharon la mano y se dirigieron al centro del salón. Los otros doce republicanos presentes interrumpieron de pronto sus conversaciones para ponerse de pie. Entre apretones de manos y sonrisas apenas esbozadas, se desearon lo mejor para el año nuevo. Con un breve discurso, el anciano caballero expresó su certeza de que el año que se iniciaba, el glorioso 1882, vería a los demócratas expulsados de sus bancas y despojados de toda influencia en la ciudad. 
 
A lo largo de la Fifth Avenue y en las elegantes calles de los barrios ricos, cuando las campanas sonaron con una particular belleza, presos de un unánime hechizo, todos se detuvieron a saludar a los desconocidos que tenían cerca: los caballeros tocaron el ala de sus sombreros y las damas desearon en voz baja un feliz año.
 
La gerencia del Hotel Fifth Avenue ofrecía una cena especial. A las once y media se abrían las puertas del comedor e ingresaban unos trescientos invitados, que se ubicaban como podían en las treinta mesas tendidas para doce comensales cada una. Una envarada duquesa británica terminaba sentada junto a un caballero que alardeaba de haber matado a diecisiete semínolas a orillas del lago Okeechobee y frente a una contumaz defensora del amor libre. El hijo de la duquesa, ornado de títulos y blasones, conversaba con un estafador a quien la policía mexicana le había volado el ojo derecho de un disparo. Al filo de la medianoche aparecían treinta camareros con treinta bandejas de plata, cada una coronada por un cerdo asado y humeante con una manzana verde en la boca. Un senador de los Estados Unidos brindaba por el nuevo año alzando su fina copa de champagne, y era secundado por una babel de lenguas y acentos.
 
A pocas cuadras de allí, una mujer en bata se asomó a la ven-
tana del segundo piso de una casa que miraba al gris y aburrido Gramercy Park, su rostro iluminado por una vela parpadeante
apoyada en el alféizar. La mujer levantó el brazo y tironeó de las
cortinas con impaciencia. Miró a los hombres que pasaban por
la vereda, como si buscara a alguien en particular.
 
Justo cuando las campanas de la iglesia episcopal anunciaron el Año Nuevo, un joven recién afeitado, con una voluminosa valija de cuero negro, avanzaba con paso presuroso por Third Avenue. Miró hacia la ventana, le hizo señas a la mujer y subió de dos en dos los escalones de la entrada. Ella desapareció de la ventana y unos segundos después abrió la puerta de la casa y dejó pasar al esperado peluquero.
 
Para la irlandesa que caminaba sin rumbo por el Battery y cuyo bebé acababa de morir en sus brazos, para el carnicero italiano que había vendido su último pedazo de carne de caballo podrida en Eightieth Street, para los pobres cuya pobreza era tan extrema que pronto los llevaría a la tumba, para los delincuentes que nunca podrían escapar de la miseria, para los medianamente prósperos y moderadamente respetables, y para los muy ricos que no necesitaban preocuparse por la respetabilidad, el Año de Nuestro Señor 1882 acababa de comenzar.
 
 

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