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Ficción argentina

Por qué escribir

Gentileza Planeta

"Un libro puede cambiar la vida de un hombre y de muchos, dice. Un billete apenas puede conformar a uno solo. Y a veces ni eso". Guillermo Saccomanno reúne sus cuentos con edición de Seix Barral. Compartimos una de sus piezas más recientes.


Por Guillermo Saccomanno.



Cuando mi padre me cuenta una historia, lo hace con un fin pedagógico. A menudo repite que los medios y los fines deben tener la misma importancia. Y los libros son medios para un cambio de conciencia, una «superación». Eso explica por qué mi padre contempla con tanto orgullo su biblioteca en el galpón del fondo. Su biblioteca crece mes a mes, cuando cobra el sueldo. Quizá le importa más la cantidad que la calidad en los libros que acumula. Sus gustos son caprichosos, anárquicos. Casi siempre, autores extranjeros. La variedad no responde tanto al eclecticismo como a esa voluntad de «superación». Los libros son para él como los guantes de box para el Campeón: una estrategia de ascenso social. Casi un título.

Cuando la abuela le critica a mi padre lo que gasta en libros, la electricidad que consume en sus lecturas de madrugada, él la mira con rencor. La ignorancia es una enfermedad, comenta. A mi padre le gusta emplear imágenes provenientes de la medicina. La ignorancia es un cáncer, dice. Detiene a los pueblos en su evolución. A diferencia de mis hermanos, que los contaminó el arrabal, a mí me salvó la literatura.

Una mañana de invierno, en la cocina, antes de salir para la sastrería, al contar las monedas para el colectivo, a mi padre se le caen algunas. Mi madre intenta arrodillarse para juntarlas. Pero mi padre no la deja. Se arrodilla él, puteando por lo bajo. Unas monedas fueron a dar debajo del aparador y están inaccesibles. Si mi padre considera una humillación que ella se arrodille a buscar las monedas, no menor es la rabia que siente al arrodillarse, estirar un brazo bajo el mueble. Al recoger las monedas se le ensucia el puño de la camisa. Mi padre putea.

Un título te ahorra esta humillación, dice. Arrastrarse por monedas.

En esta anécdota, dice, hay una enseñanza moral. Porque para él cada anécdota mínima de lo cotidiano depara una enseñan- za. Las novelas, según dice, contienen un mensaje subterráneo. Aunque no resalte en la superficie, hay que captarlo. La lectura es una actividad que tarde o temprano rendirá sus frutos. Para él no cuentan ni el descanso ni la diversión. Toda actividad es instrumental. En su concepción de la utilidad de la literatura, se agazapa la especulación. Y en eso se parece a la abuela. La abuela, al calcular el gasto en electricidad, especula. Mi padre, al leer con voracidad, también.

Un día decide que yo abandone la lectura de historietas. Que los otros pibes del barrio las lean, coleccionen y cambien en un negocio de rebusque es normal. Los pibes del barrio, según mi padre, son rústicos:

Qué querés con los peronistas. Pan y circo, con eso quieren conformar a todos. Acá, en esta casa, disponés de una biblioteca, me dice. Las historietas no te dejan nada. Desde mañana, vas a leer novelas. Novelas juveniles, dice. Y poco a poco vas a ir formándote.

Al día siguiente, de vuelta del trabajo me trae un libro de Salgari de regalo. Para alentarme, me cuenta su vida. Un escritor acosado por problemas económicos, explotado por sus editores, ganando miseria para alimentar a su familia. Salgari escribía todo el tiempo, día y noche, creando esas aventuras, esos personajes memorables. Nadie describió los paisajes del mundo como Salgari, dice mi padre. Todos los mares, todos los continentes, todas las latitudes. No hubo paisaje que Salgari no describiera como la palma de su mano. Y lo más impresionante, dice mi padre, es que este hombre no salió nunca de su cuarto. Nunca. Todo fue obra de su imaginación y de su trabajo de galeote. Después me pregunta: Sabés cómo terminó Salgari. Acosado por la desgracia. Sumido en la pobreza, resentido, alcohólico, sifilítico, con una mujer ninfómana que debió internar por demencia en un manicomio. Seis días después de internarla, Salgari buscó suicidarse a la japonesa. Se quiso hacer el harakiri con un cuchillo, pero falló. Así que manoteó su navaja y se dio navajazos hasta desangrarse. Tenía cuarenta y ocho años. Dejó una carta destinada a los editores: «Ustedes se han enriquecido con mi piel. Me mantuvieron a mí y a mi familia en la miseria. Les pido que, en compensación de cuanto les hice ganar, paguen mi funeral. Los saludo quebrando la pluma».


Hace ya unos meses que mi padre consiguió trabajo en otra sastrería importante. A fin de mes, cuando cobra el sueldo y vuelve a casa, baja del colectivo y se apura entusiasmado por las cuadras de tierra con un paquete de libros. Apenas entra en la cocina, pone el paquete sobre la mesa, le entrega el dinero del sueldo a mi madre y se esmera al desenvolver los libros. Lo hace con cuidado, sin rasgar el papel madera del paquete, que después usará para forrar cada libro durante su lectura. En muchos de estos libros se hace necesario abrir las páginas con un cortapapeles. Abrir un libro siempre es un misterio. Huelo cada volumen, aspiro ese olor seco que, según mi padre, es el de los árboles que sacrificaron su vida para que nosotros podamos elevarnos.

Así como para mi padre los libros elevan, para la abuela, en cambio, pueden afectar la razón. A la abuela no solo le preocupa el gasto de electricidad, que mi padre se quede hasta tarde, de madrugada, leyendo en la cocina con la luz de una lámpara. Esa es la única luz de la casa que permanece encendida hasta tan tarde. La única luz de la casa y también del barrio. Mi padre lee, toma mate, fuma y, cada tanto, cuando levanta la vista y considera la oscuridad que lo rodea, piensa en la novela que va a escribir. Lo que también preocupa a la abuela es que mi padre duerma tan poco en estas noches en que no apaga la luz hasta que termina un libro y empieza otro, y así será hasta leerlos todos. A la abuela le preocupa que mi padre, al dormir tan poco, pierda, además del trabajo, el juicio.

Por las mañanas mi madre nos despierta a mi hermana y a mí para ir al colegio. Sobre la mesa de la cocina, junto a la lámpara, están los libros, unas anotaciones, el mate todavía tibio y el cenicero repleto que dejó mi padre, señales de que debe haberse ido a la sastrería sin dormir.

Tengo miedo de que le pase algo, dice mi madre. Está como ausente.



Un fin de mes, al volver del trabajo, con su paquete de libros, mi padre saca un sobre del bolsillo y me lo muestra. El sobre tiene su nombre. Y adentro hay billetes. Lo que queda de su sueldo. Son billetes nuevos. El papel está flamante, la tinta fresca. Su olor es distinto al de los libros. Mi padre parece adivinar que, al oler el billete tal como huelo los libros, estoy comparando:

La diferencia está en que un libro puede cambiar la vida de un hombre y de muchos, dice. Un billete apenas puede conformar a uno solo. Y a veces ni eso.

La platita, dice mi madre. Mi madre puede llamar al dinero «platita», pero mi padre jamás va a denominar «libritos» a los libros. Y esta es otra diferencia, ya no entre los libros y los billetes, sino entre ellos. Los libros tienen valor, pero no precio, dice mi padre.

Sin embargo, aunque los libros y los billetes son, según mi padre, enemigos, mi padre guarda algunos billetes en el interior de un libro. Esas veces, excepcionales, en que mi padre, a escondidas, guarda unos billetes en un libro, están destinados, por supuesto, a comprar más libros.


En la sastrería, el pompier, un capanga de la patronal, según mi padre, lo toma de punto. Una de esas mañanas en que mi padre llega a la sastrería bostezando con sueño y un libro, el pompier le mira el libro. Un ensayo, cuenta mi padre. El pompier le pregunta: Así que usted es socialista. Mi padre le devuelve la pregunta: Por qué. El pompier lo provoca: Los socialistas comparten todo, le dice. Las mujeres también las comparten. Gente muy libre.

Y con malicia, el pompier le pregunta:

Su mujer también es socialista. 

Mi padre lo agarra del cuello.

Y es despedido. Otra vez en la calle.

Tiempo después, un sábado por la tarde, mi padre me pide que lo ayude a envolver unas pilas de libros. Cuando terminamos de hacer seis paquetes, contando las monedas para el viaje, salimos. En el colectivo mi padre viaja triste:

Vas a ver, dice. Los libros no son solo alimento espiritual. Con sarcasmo lo dice.

Cuando bajamos del colectivo en el centro ya es de noche.

Mi padre es amigo de un librero de Corrientes. En el frente del negocio un cartel con letras rojas anuncia «Compra-Venta- Canje de Libros Usados». Al entrar nos envuelve una atmósfera polvorienta. Hay mesas con ofertas, estantes repletos clasificados por género y por letra. El librero es un compañero de lucha, me dice mi padre. Y porque es un compañero, dice, va a comprar estos libros a buen precio.

Mientras desenvuelve los libros sobre el mostrador, el librero los clasifica no por autor sino por su estado. Los más nuevos en una pila. Los demás, en otras.

Después abre la caja, saca unos billetes y se los da a mi padre. Mi padre no cuenta el dinero. Nos despedimos. Con pena, caminamos hacia la salida.

Antes de salir a la calle el librero me chista:

Pibe, dice.

Y me pregunta:

A vos te gustan los libros.

Digo que sí.

Entonces no seas nunca librero, dice. Y me da un libro:

Llevateló, dice.

Sábado por la noche. La avenida iluminada, las marquesinas rutilando, los autos brillantes, las vidrieras con sus reflejos, todo tiene un aire de fiesta. La gente va y viene, se aglomera en los cines y en los restaurantes. El sábado a la noche en Corrientes es una fiesta. Pero nosotros no estamos invitados.

Lo leíste, le pregunto a mi padre.

En la tapa se lee: Miserias humanas. Émile Zola. 

Mi padre no contesta.


Quince años más tarde, en los 70, mi padre deja de trabajar como sastre. Se emplea en la Municipalidad. Es periodista en la sala de prensa. Y esto le da cierta tranquilidad: un sueldo a fin de mes. Ahora va a escribir esa novela que viene postergando. Pero en 1976, apenas los militares asaltan el poder, es sumariado por sus antecedentes. Como consecuencia de esa sanción sufre varios trastornos neurológicos que terminan postrándolo.

Se derrumba. Tiene cincuenta y cuatro años y se derrumba. La pérdida de la memoria se le convierte en una obsesión. Insiste en escribir. Ahora está empeñado en escribir unos cuentos de su infancia.

Entonces le pregunto por qué escribir.

Para acordarte, me dice. Tenés treinta. Sos un pibe. No sabés de qué hablo. Acordarse.

Acordarse, repito.

De lo que viviste, de quién sos.

Cuando se pierde la memoria, dice, uno está perdido.

Mi padre camina con torpeza, rengueando, y habla con dificultad. Quién soy, me pregunto. Uno es el que fue o el que imagina que fue en función del que es ahora acomodando la memoria, para tranquilizar el presente.

Una mañana, mientras mi padre espera un colectivo, un Falcon verde frena en la parada. Cuatro tipos secuestran a una chica. Mi padre forcejea con ellos. Uno de los tipos lo golpea con una pistola. Mientras la cargan en el auto, la chica grita un teléfono. Mi padre vuelve a casa llorando.

Olvidó el número.


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