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Por qué cambié de opinión: María Moreno

Foto por: María Aramburú

Editorial Godot lanza una antología en la que varios autores cuentan por qué cambiaron de opinión y, sobre todo, qué implicó darse cuenta de que lo que pensaban era erróneo. Compartimos la de María Moreno. 

Veía sus fotos, que no se parecían a las familiares, las figuras cortadas a la altura del pecho, rostros serios; se parecían a las de carnet, a las de los desaparecidos, y eso eran: los niños apropiados por los responsables del terrorismo de Estado. Ahora (un ahora que comienza en 1984) sus caritas informaban sobre su restitución. Entonces me sobresaltaba desde mi alma bella que a esos niños se los enfrentara bruscamente a su verdadera historia, causando un inevitable dolor. Cuando se publicaban las fotos para dar la buena nueva del descubrimiento: que habían sido identificados, que no eran fruto del abandono; que habían sido apropiados, habían vivido largos años con “otros padres” y luego restituidos, se me ponía la piel de gallina: esos niños no eran los mismos en casa de sus apropiadores, estaban contaminados por sus ideas, algunos estaban convencidos de que se los había salvado de la “subversión”, de la muerte a que sus padres los habían arriesgado en sus militancias revolucionarias. ¿Restitución? Desde luego. Decirles la verdad. Eso sí, pero ¿a qué precio? La prensa no ahorraba relatos. Los llantos, la negación, el apego a los apropiadores, que bien podían ser de buena fe. Ahora van por el nieto recuperado —que reemplazó a la palabra restituido— 133.

Mariana Eva Pérez escribe en su Diario de una princesa montonera sobre su hermano apropiado e identificado: “La voz de Gustavo es lo que más odio de él. Es donde más extraño lo siento. En sus rasgos, en sus gestos, sobrevive algo familiar e inquietante. Pero la voz es toda de ellos, de Los Otros. Atender el teléfono y escuchar su voz, su voz que tiene que decir ‘habla Gustavo’ o aun ‘habla tu hermano’, porque nunca lo reconozco, es como encontrar un bicho en la comida”.

En Los siete cabritos, la madre cabra mete al más pequeño de sus hijos en el interior del reloj de pie para ponerlo a salvo del lobo. Así, antes de ser asesinada, Ana María Granado escondió a su hijo Manuel Gonçalves dentro de un placar luego de taparlo con almohadones, mientras el Ejército rodeaba la casa que compartía con una pareja cuyos hijos sucumbieron junto con ellos, a causa de los gases lacrimógenos. Como el mendigo que cuando veía pasar al rey y a la reina por el bosque ignoraba que eran de su familia, Manuel Gonçalves asistió como uno más a los recitales de Los Pericos, hasta que en 1996 el antropólogo forense Alejandro Inchaurregui le reveló en una calle del conurbano que el bajista era su hermano Gastón y que su padre, del mismo nombre, estaba desaparecido. Adoptado de buena fe, había vivido durante años con el nombre de Claudio Novoa. Me lo contó días después con voz inexpresiva, pero sin alegría.

Me interesaban los actos que las madres cautivas en los chupaderos realizaban para que sus hijos fueran reconocidos por sus parientes en caso de que ellas no sobrevivieran; a esos los consideraba actos simbólicos y una cierta forma de arte en la oscuridad: Mirta Alonso, una militante del pc, aún desaparecida, que dio a luz en la esma, utilizó dos estrategias: bautizar a su hijo con el nombre que le había peleado a la familia, “Emiliano”, y el de su compañero, “Lautaro”. Eso se convertiría en una pista seguida por familiares y amigos para encontrar a Emiliano Lautaro Hueravilo, que no fue apropiado sino devuelto a su abuela Eliana Saavedra en la Casa Cuna con su nombre completo escrito en un papel colgado de su muñeca. Emiliano Lautaro Hueravilo tenía una pequeña muesca en la oreja, hecha por el lado de adentro, con que su madre también apostó a reconocer, en el futuro, al niño que imaginaba probablemente apropiado.

Paula Eva Logares desapareció junto con sus padres, Claudio Logares y Mónica Grispon, el 18 de mayo de 1978 en Montevideo, Uruguay. Luego fue apropiada por el comisario Rubén Lavallén —ex integrante de la Brigada de San Justo— y su esposa Raquel Teresa Leiro. Secuestrada a los 23 meses de edad, o sea con casi dos años de vida, Paula fue anotada como propia por Lavallén, que le agregó al nombre de Paula el de “Luisa”. Su abuela materna Elsa, que se había incorporado a las Abuelas de Plaza de Mayo, recurrió a la Justicia para denunciar al hombre y exigir la guarda de su nieta. El matrimonio Logares fue visto en la Brigada de San Justo y continúa desaparecido. En el libro Identidad, despojo y restitución, de Matilde Herrera y Ernesto Tenembaum, la abuela Elsa Pavón de Aguilar deja su testimonio de los primeros encuentros con su nieta: “Yo soy la mamá de tu mamá —le dije—. ‘Mentira’ —me gritó—, mi mamá es Raquel y mi papá es Rubén’. ‘Eso es lo que ellos dicen —le dije—, yo digo otra cosa. Si yo soy la mamá de tus papás y no soy la mamá de ellos, de ninguna manera estos señores son tus padres’. Se puso a gritar y a decirme que yo no era nadie, que lo único que quería era destruir a su familia. Le contesté que a mí me interesaba recuperarla a ella porque era la hija de mi hija, que no me interesaba Lavallén. ‘Yo no sé si eso es cierto’, me respondió. Bueno, le dije, te traje unas fotos para que vos veas y digas qué te parece, si te acordás de tus padres. Yo había hecho ampliar fotos de sus padres con ella en brazos. Las miró y me las tiró arriba del escritorio. ‘Esto no es verdad —dijo— porque son demasiado nuevas’ […] La nena lloraba mucho, pateó mucho, no necesitó sedante, no quiso comer […], Paula estableció un arreglo. ‘Está bien —dijo—, estas dos personas no fueron mis padres, pero me criaron. Y si me criaron, me dieron de comer y me atendieron todos estos años, son mis padres’. ‘Nadie les pidió que hicieran eso —respondió Elsa—. Ellos se apropiaron de vos y te criaron a su forma’. ‘Voy con dos condiciones, una, que yo quiero seguir viendo a mis padres…’. ‘Te aclaro que tus padres son Mónica y Claudio’ […]. ‘Bueno, los que me criaron, y la otra es que me compren todos los lunes el Billiken’”. A pesar del final feliz, me horrorizaban los relatos progresistas que no se detenían en el dolor de los niños, que además, previamente adoctrinados por sus captores, seguramente eran tironeados por confusos sentimientos de culpa.

Según el mismo libro, Estela de Carlotto, entonces, también dudaba del procedimiento, pero de eso me enteraría mucho más tarde: 1984. “Ese día a nosotros se nos caían las lágrimas pensando en lo que Paula podía sufrir —recuerda Estela—. Yo me acordaba de una vez que unos amigos me separaron de mi madre por unas horas cuando era niña. Me había puesto a llorar angustiadísima y pensaba que esta niña podía sufrir de la misma manera. Ese fue el día que tuve mayores dudas sobre nuestro trabajo, si lo hacíamos por nosotras, por los niños o si por una necesidad nuestra no les estaríamos causando daño. Porque las teorías se hicieron después. Al comienzo todo era intuición y, fundamentalmente, interrogantes. Las respuestas se encargaron de darlas los propios chicos restituidos. A Paula no podíamos dejarla en manos de un torturador. Fue increíble, después, cómo se adaptó a la nueva situación, cómo creció, cómo cambió”.

Yo parecía haberme olvidado del psicoanálisis y cultivar una psicología simple donde lo adquirido pesaba sobre lo biológico, pero no se trataba de lo biólogico, sino todo lo contrario, la dimensión simbólica.

Durante los años setenta, la organización Montoneros había fundado en Cuba la guardería La Casita de Caramelo. Si un compañero caía, otro podía adoptar a sus hijos. Pero eso si la revolución triunfaba. La revolución no triunfó. Y el mismo Firmenich sembró la alerta: “Nosotros en el 83 estábamos viviendo con dos compañeros en Bolivia. Él era viudo de una compañera que había caído en la Contraofensiva. Él también había estado, y se había salvado. Bueno, se había quedado con la niña que era hija de ella y de otro compañero muerto. Era un caso similar. Él volvió a hacer pareja,

y su nueva compañera la adoptó como hija propia. Como era muy chiquita no tenía memoria de sus padres. Un día decido tocarles el tema, y les digo: ‘Miren, vamos a volver a la realidad, esta chica necesita su documento’. Ellos estaban convencidos de ser los padres… ‘Bueno, si los parientes les dan la patria potestad a ustedes, bárbaro, pero si no se la dan, aunque la hayan criado no se pueden robar a una hija. Yo entiendo todo, es un drama humano si querés. Pero las cosas son como son’, le dije al compañero. ‘Estás secuestrando a una niña que no es tu hija, y puede venir la familia materna o paterna, los abuelos o los tíos legítimos, y reclamarla’. Para ellos era una tragedia, fue una discusión durísima, pero yo tenía que prepararlos. Era mediados del 83, iba a haber elecciones, se iniciaba la transición democrática y había que legalizar las cosas. Finalmente apareció una hermana de su mamá. Lo destacable es que cualquier compañero estaba dispuesto a ser padre o madre de un hijo cuyos padres habían sido muertos o secuestrados por la dictadura, con absoluta normalidad y con todo el amor. Pero si la situación se normaliza, hay derechos de sangre, derechos jurídicos, patria potestad, herencias” (Cristina Zuker, El tren de la victoria, Buenos Aires, Sudamericana, 2004).

El pediatra de Abuelas Norberto Liwski quizás entonces no tuviera teorías, pero había acuñado una metáfora que no negaba el dolor de la revelación, aunque la consideraba un pasaje inevitable al derecho a la identidad: en ese momento, equivale a abrir un absceso. Es un instante muy doloroso, pero luego de sacar todo lo enfermo se siente un gran alivio.

En el libro de Tenembaum y Herrera, Estela de Carlotto intuye: “Nadie se acordaba de cuándo esa nena fue secuestrada, cuándo fue arrancada de los brazos de su madre. Yo siempre pienso que los apropiadores de estos niños deben tener en sus oídos el último grito de sus padres cuando les arrancan a su hijo y que ese grito lo debe tener también Paula en algún lugar. Ese fue un arrancón sin explicaciones, y vaya a saber lo que le dijeron; porque la nena tenía 23 meses, no era una bebita, y es una chica muy inteligente. A partir de la restitución, todo lo que ella va diciendo tiene respuesta. Aun las cosas más espantosas tienen respuesta”. Había otros casos de niños restituidos durante los primeros años de la democracia: Carla Rutila, María Eugenia Gatica, Laura Scaccheri, María José Lavalle Lemos…

En mi lacanismo prêt-à-porter me negaba a que los niños tuvieran recuerdos tempranos, que su condición de apropiados los hacía ser como “ellos”, como alude a los apropiadores la princesa montonera. Había creído en las adopciones de buena fe. Pronto me enteraría de que muchas, muchísimas, no lo eran, sustracciones sistemáticas a manos de los represores, donaciones a familias “milicas” estériles, pases de manos en la Casa Cuna, simulación de hijos biológicos, adopciones plenas en donde no faltaba un ámbito de falsificación, de mentira sobre el origen. Entonces empecé a razonar: no puede haber sentimentalismo psicologista por la restitución temprana cuando se ha vivido en un hogar plantado sobre el atroz secreto del asesinato de los padres, la identidad mentida, la ignorancia que no pregunta. A mis primeros escrúpulos les faltaba la política. Y a la política había que aceptarle la dimensión trágica y a la justicia, su revelación biológica, que podía dar a la sangre un valor que habitualmente suelen usufructuar los pensamientos reaccionarios.

Con los años se organizaron los hijos. Manuel Gonçalves ya no habla de la revelación ocurrida en una calle del conurbano como si fuera un cuento de hadas. Su voz militante es fuerte y casi vehemente. Como la de su hermano Gustavo.

Cambié de idea abandonando aquella superstición que concebía una suerte de Edipo militar que hacía de los niños apropiados, inexorablemente perdidos (ya eran como Ellos) por una “verdad” donde los fantasmas se aquietaban por el paso del tiempo aunque reaparecieran en los sueños y en

el tufo de una casa encubridora del secreto sobre el secuestro y el crimen. O bruscamente despertados a una verdad que los dividía de manera dolorosa.

¿Amaban los apropiadores? Muchos se fugaban o intentaban hacerlo. Las Abuelas decían entonces: “Ah, pero entonces los quieren, por eso se fugaron con los chicos, porque los aman tanto… Nosotros decimos que no los aman, que se han apropiado de ellos como si fueran un botín de guerra. Cuando la gente quiere a los chiquitos viene a Abuelas de Plaza de Mayo, porque ha habido varios casos en los que los padres se acercaron a averiguar la identidad de los niños”. Hoy van por el nieto recuperado 133 —la palabra restituido ha sido reemplazada porque los nietos ya son mayores— y siguen buscando contra todo negacionismo y el número sigue creciendo, vigorosamente exacto como ese que se cuenta como una consigna: ¡son 30000

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