Octubre, escribiendo(se) de costado
Por Eduardo Grüner
Viernes 10 de noviembre de 2017
"MK es un escritor: su materia prima es el “momento autónomo”; es decir, el desajuste casi invisible, el chirrido apenas audible. Pero que están ahí, en un primer plano que, con discreción pero con firmeza, señala el desvío hacia la profundidad de campo": el prólogo al último libro de Martín Kohan, publicado por Godot.
Por Eduardo Grüner.
1917. Una fecha es una fecha. Los historiadores fechan. Es decir: ponen banderines en las líneas de tiempo para indicar que se pasa de una cosa a otra. Parece fácil, pero no. Detrás de ese número aséptico hay, con frecuencia, todo un campo de batalla en el que se juega el “conflicto de las interpretaciones”: la fecha, ese puente entre dos mundos, tiene que ser justificada, argumentada, defendida o refutada. En los espacios entre cuatro números se cuelan posicionamientos teóricos, filosóficos, ideológicos, políticos. En el límite, enteras concepciones del tiempo histórico. Que —si yo recuerdo bien las lecciones del secundario— para salir de la Edad Media gane la batalla el número 1453 o el 1492, supone una imagen muy diferente de lo que confusamente se llama “Modernidad”. Claro que ya suponía esa diferencia la mera existencia de una etapa de la historia “universal” denominada Edad Media, cuyos rasgos definitorios —conflictos entre los siervos de la gleba y los señores terratenientes, o entre estos y el poder monárquico centralizado, o entre este y el papado, y via dicendo— con mucha suerte “definen” a algo así como el 5% de las sociedades entonces existentes. En efecto: ¿qué pueden significar esos rasgos para un bantú del África subsahariana, un aimara del altiplano boliviano, un manchú de China del norte, un tungús de las estepas siberianas? ¿Cuántas particularidades, pues, tienen que ser expulsadas de la Historia para que esta devenga universal?
Lo anterior, un poco largo, era solo para ilustrar la obviedad de que fechar es un problema. No solamente para los historiadores: abanderarse con las fechas como “señas de identidad” es una práctica política, consciente o no, pero generalizada y casi inevitablemente generadora de controversia. En los años ‘60 / principios de los ‘70, cuando el que esto escribe era un jovenzuelo estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, nuestras diferencias se dirimían alrededor de un quiasmo de fechas: se estaba con el 17 de Octubre, o con Octubre del 17. Algunos se desvivían por encontrar una combinación posible entre esas dataciones. Pero, fuera como fuera, ese mes y ese número estaban siempre.
Hay muchas otras, claro está. Pero solo una, entre las más importantes cumple, este año, cien. Los números redondos, ya se sabe, son engañosos. Por un lado, es casi imposible sustraerse a la fascinación de la redondez: “cien” o “mil” evocan una suerte de completud, una totalidad (en cambio —creo que era Borges quien lo decía— “mil y una”, como las noches, produce una pequeña diferencia que se abre al infinito), y convocan a lo que se suele llamar “balance y perspectivas” (un título clásico de uno de los líderes de Octubre del 17).
Por otro lado, hay un truco ideológico subrepticio que secuestra esas efemérides cerradas: lo que ellas evocan ya fue, como reza la jerga juvenil; material de museo, objeto de ritual solemne, curiosidad arqueológica, a lo sumo erudición historiográfica. Y lo peor: ejemplo para canónicas admoniciones del tipo “recordar para no repetir”. Lo cual, dicho desde un lugar de enunciación del poder, es una amenaza.
¿Cómo se sortea esa trampa? Hay quienes apuestan a lo que en algún momento se llamó el gran relato: pongamos la monumental obra de E. H. Carr, o la de Isaac Deutscher, o, en una vena más “derechosa”, la de Orlando Figes. “1917”, allí, es la grande histoire, pero también una saga, una épica cuasi homérica. O tolstoiana, para permanecer en la geografía pertinente. De ese camino conocemos el peligro, no indefectible —no se precipitan en él los ejemplos que citamos—, pero frecuente: el deslizamiento al mito, en el mal sentido de un congelamiento circular, ahistórico; con lo cual la intención de un rescate, de una advertencia del tipo La historia continúa, gira en una irónica “inversión en lo contrario”, como hubiera dicho Freud.
Otros/as ensayan el desvío por la petite histoire: el detalle cotidiano, la observación micro, objetos que dan vueltas por el escenario, personajes secundarios, actos laterales. En los mejores, nunca se pierde de vista el marco grandioso, pero el foco está puesto en los rincones, en los pliegues no del todo visibles, en las esquinas o pasillos penumbrosos. Es el caso, digamos, de las no-ficciones de Joseph Roth y Vassili Grossman, o de las memorias de Marina Tsvetaieva, de Nadeshzna Mandelstam, de Nina Berberova, o de las extrañas crónicas y entrevistas de Svetlana Aleksiévich (muchas mujeres: aunque uno descrea —como es mi caso— de una entelequia llamada escritura femenina, hay que decir que parece haber ahí una especial agudeza para mirar por el rabillo del ojo). También el de ese libro estremecedor de Karl Fögel, Terror y utopía, que para dar cuenta del espanto de las purgas estalinistas de 1937 lee la guía telefónica moscovita de 1936 y de 1938, y contabiliza los miles que faltan (sin privarse de señalar, al paso, que ese mismo 1937 es el año de inauguración del fabuloso Metro de Moscú). La ventaja “adorniana” —si se me permite bautizarla así, aludiendo a la noción de momento autónomo de la obra de arte— de esta estrategia es evidente: el pequeño detalle, al mismo tiempo que se lo supone representativo de la totalidad, no puede ser plenamente absorbido por ella. El efecto es un desajuste, una máquina que no funciona del todo armoniosamente, cuyos engranajes chirrían, apuntando a las pequeñas —y tantas veces caóticas— contradicciones y desarmonías inevitables de un proceso revolucionario.
Martín Kohan, en 1917, se incluye, y se inmiscuye, en esa genealogía. Lo hace, como corresponde, sin pedir permiso ni llamar la atención con innecesarias elocuencias. Lo hace naturalmente, como quien recorre atentamente un barrio conocido, buscando la precisión, a veces infinitesimal, del detalle, del objeto, del personaje secundario, del acto lateral. Y es que MK, que yo sepa, no es historiador —aunque conoce bien la historia de la que habla—, ni es ya un joven estudiante de Filosofía y Letras —aunque sabe de las grandezas y miserias de esos corredores—. MK es un escritor: su materia prima es el “momento autónomo”; es decir, el desajuste casi invisible, el chirrido apenas audible. Pero que están ahí, en un primer plano que, con discreción pero con firmeza, señala el desvío hacia la profundidad de campo. La metáfora visual —incluso cinematográfica— no es caprichosa: es rara, y para celebrar, la palabra ensayística que, sin perder su plena presencia de significante, deja ver por detrás al “objeto” en su movimiento. Si MK lo consigue, es porque su estilo (sabemos que así se llamaba, antiguamente, a un punzón para tallar signos en una tablilla) es capaz de deslizarse de la precisión quirúrgica a la ambigüedad poética.
El ritmo del texto es el de una sucesión sincopada de viñetas (hemos pasado, se ve, del cine a la música, o acaso a la banda sonora). En cada una de ellas, decíamos, la nota central es esa que en las grandes sinfonías (en Carr o en Deutscher) se usan como complemento o como “relleno”. Comparecen, sin duda, los grandes nombres, los que se suelen llamar protagonistas —proto-agonistas: los que conducen al agon, al núcleo del conflicto—: Lenin, Trotski, Stalin, Gramsci. Pero los vemos oblicuamente, al sesgo, como si dijéramos en anamorfosis (al modo de la calavera de Los embajadores de Holbein), a través de la rendija de la puerta que nos entreabre un “secundario”: puede ser Jacques Sadoul, el agregado militar al cual le tocó —y hay que darle, como hace MK, toda su connotación física a esa palabra— estar presente en el torbellino de Octubre; o puede ser Van Heijenoort, el asistente / guardaespaldas de Trotski en su exilio mexicano, anonadado porque “el Viejo” ha sido asesinado justo cuando él estaba de viaje; o pueden ser las secretarias de Lenin, que registran en su diario la decadencia de salud del líder máximo de la revolución; o puede ser la cuñada de Gramsci y sus dos pequeños hijos, a quienes él apenas conocerá por fotografías. Hay otros ejemplos, que no son, en el sentido convencional, “ejemplares”: son borbotones de vida en los sacudones del hierro revolucionario. O son el derecho a la existencia que se le otorga a aquellas “particularidades” excomulgadas de la Historia.
Como sea, en todos los casos se trata de alguien que está en los bordes de la historia, y de la Historia. Seres (no “marginales” sino) del margen, que pasan fugazmente, de costado, por el escenario central. Solo que los bordes, en la escritura de MK, se transforman en el escenario, y es la Historia la que por momentos aparece como una fantasmagoría fugaz. Pero solo (a)parece: a poco de andar por esas hendijas liminares se advierte que son ellas las que arrojan una luz impensada, indirecta pero potente, sobre los hechos esenciales y sus protagonistas, un poco como si se requiriera aquella fugacidad para asentar la esencialidad. Y también para señalar la distancia en aquel “desajuste” que mencionábamos, que puede abrir el espacio de una leve, cariñosa (porque el cariño de MK por lo que está relatando está fuera de discusión) ironía. Y ocasionalmente de un atroz sarcasmo, como cuando nos informamos de que la cabeza de Trotski, destrozada por el (in)famoso piolet de Ramón Mercader, ha teñido con una mancha de sangre la página de una biografía de Stalin que el asesinado estaba escribiendo.
Y todo ello, siempre, dejando asomar la huella de alguna incertidumbre. Nunca nos enteraremos, por ejemplo (no son cosas que los historiadores puedan documentar) por qué Trotski hizo bajar a Breton de su auto, ni exactamente por qué Lenin lo conminaba a Gorki para que abandonara San Petersburgo. No tenemos noticias, tampoco, de qué sucedió en la habitación donde Trotski se encerró por varios días ante la noticia del asesinato de sus hijos. Los márgenes de la revolución, sugiere MK, están hechos también, y quizá sobre todo, de esas incertidumbres, de esas vacilaciones del sentido y del saber. La escritura de MK acompaña también esos pliegues de la cinta de Moebius de la Historia, donde, como las hormiguitas del célebre dibujo de Escher, hay cosas que salen un momento de la vista, y cuando reaparecen no podemos estar seguros de que sean las mismas. Es una escritura que entra y sale de los bordes, con decidida suavidad —si se permite el oxímoron—. No jadea, pero tampoco descansa.
La escritura, acabamos de decir. Es cierto, ya lo habíamos dicho (como si hiciera falta aclararlo): MK es un escritor. No es de extrañarse, pues, que tantos “detalles”, tantos actos “laterales” que aparecen en su texto, tengan que ver con la escritura, con las palabras, incluso con la voz. Trotski, el “profeta desterrado”, se define como un combatiente armado de un bolígrafo; la imagen adquiere toda su verdad cuando uno recuerda que ese comandante en jefe del Ejército Rojo, en medio de la sangre y el barro de la guerra civil, se había dado tiempo para escribir Literatura y revolución. Lenin, en la cárcel, reclama sus plumas, a las que se ha acostumbrado. Ambos, haciendo de necesidad virtud, no dejan de insinuar el placer compensatorio que significa tener tiempo para escribir.
También están las cartas, claro: las de Lenin a Gorki (severamente amables) o a Stalin (cortantemente indignadas), las de Giulia a Gramsci, en fin, esas letras abundan. Los problemas de la lengua y de la voz: Trotski, en su juicio de descargo, tropieza con su inglés, que se le aparece como escaso para transmitir precisamente lo que necesita decir (a veces, Van Heijenoort le traduce desde atrás: también guarda las espaldas de sus palabras): ¿sabe que está hablando para la Historia? Por supuesto que lo sabe: no quita —gran escritor que es también— que es alguien que busca la palabra justa. En otro momento, el descomunal orador, capaz de levantar con su retórica a masas enardecidas, pierde la voz: es un mal presagio, como si todo un universo simbólico y político se derrumbara, premonitoriamente. Queda el hecho de que en el derrumbe permanecen las ruinas, en el sentido benjaminiano de lo que puede hacerse relampaguear en un instante de peligro. En los rincones, dice MK, “están los que pensaron que con las palabras se podía todo y están los que nunca vieron en ellas otra cosa que impotencia”. Él, en cambio, apuesta a una potencia de las palabras que lo sea más porque busca sustraerse a la ilusión de poderlo todo.
En fin, ¿para qué abundar? 1917 es un tejido fino, en el que —reiteremos— cada pequeña puntada contribuye a la trama total, y a su vez se destaca de ella. En ese sentido, es como su título: breve y sencillo. Engañosamente breve, y casi arteramente sencillo: ese número, en su cortedad, alimenta toda una historia, condensa capas de significación inagotables, siempre recuperables “de costado”, en los márgenes, también los de la página. Y es por eso, por esa posibilidad de recuperación permanente, que (MK no podría ser más explícito en su intención) “lo que más nos afecta de esa historia, puestos a pensarla, es que no ha terminado todavía”. Este libro es una botonera de muestra.