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Ficción argentina

Miniturismo

Un cuento de Rosario Bléfari

"Muchas veces creo tener un registro muy distinto de las cosas. Al rato concluyo que todo el mundo tiene un registro diferente de todo, siempre, así que no tengo que preocuparme. Una empatía constante con todos en toda situación tal vez sería intolerable". Tomado de Las reuniones, sexto título de Rosa Iceberg Editora, un relato rutero de la también actriz, cantante y compositora.

Por Rosario Bléfari.

 

Entramos a Cañada de Gómez por un largo bulevar arbolado. Veníamos por la ruta nueva pero, buscando nafta, cruzamos el pueblo para salir a la ruta vieja donde vimos un hotel de los años setenta que sería una locación perfecta para alguna película. Lo apunté en mi libreta. En el auto, que manejaba Miguel, íbamos los cuatro amigos de siempre, los que insistíamos con los viajes de fin de semana para conocer más el país, pagando entre todos la nafta y durmiendo en casas de amigos. A mí, además de pasear, me sirve no solo para relevar locaciones, sino también para la otra libreta donde llevo un inventario de lugares donde comer bien o bares que están abiertos hasta muy tarde. Lo voy publicando en mi blog “El monje sibarita”. Al lado de Miguel iba Pablo, cambiando todo el tiempo la música y armando porros, atrás íbamos con Ana. No había señal como para consultar en los teléfonos, pero estábamos todos de acuerdo en que debía haber algún personaje famoso del mundo del deporte oriundo de ese pueblo aunque no recordábamos quién podía ser ni estábamos del todo seguros que hubiese alguno. ¿Un corredor de autos? ¿Un pugilista? ¿O era una conductora de televisión?

Un tren de carga interminable nos detuvo antes de retomar la autopista. El desvío por la nafta nos demoró más de lo esperado. A Miguel parecía gustarle eso de postergar la carga de nafta hasta llegar al límite, cuando aparecía la señal en el tablero. Pero qué lindo era el viaje. Me pregunté si todos estarían disfrutando tanto como yo o si en realidad estaban rogando que terminara y llegar, llegar a alguna parte para hacer alguna cosa, como si necesitaran siempre poner un motivo por delante. Muchas veces creo tener un registro muy distinto de las cosas. Al rato concluyo que todo el mundo tiene un registro diferente de todo, siempre, así que no tengo que preocuparme. Una empatía constante con todos en toda situación tal vez sería intolerable. De alguna manera mis libretas son un propósito también.

Ana, como si hubiese escuchado mis pensamientos, suspiró y dijo que se cansaba de viajar, que estaba hinchada por ir sentada tanto tiempo, y se tocaba y apretaba la panza. Casi no hablaba cuando íbamos en el auto, o dormía. A veces parecía revivir cuando hablaba por teléfono, en especial cuando insultaba al novio en voz alta en la mesa de un restaurante donde estábamos todos comiendo, o en la calle, haciendo que la gente se diera vuelta para mirarla. Mostraba un lado tan agresivo que sorprendía y no era solo una cuestión de palabras fuertes en momentos desacertados sino el tono furioso. Y el contraste que producían esos modos en una chica tan linda que el resto del tiempo era amable y más bien tímida, en eso coincidíamos todos, aunque no se lo decíamos a ella porque no sabíamos cómo podía reaccionar y sosteníamos el aprecio incluso sobre esa particularidad. Y otras. Tenía el pelo muy largo y viajaba con secador y planchita. Se bañaba dos veces por día, al levantarse y antes de acostarse. Necesitaba mucho tiempo para su pelo que era como otro ser que iba con ella y a quien atendía con dedicación. Le envidiaba un poco sus manos, porque las mantenía perfectas, siempre muy limpias y suaves con las uñas cortadas, limadas, pintadas. No sé cómo hacía para sostener todo eso. Desde muy chica tuve problemas con las manos. Una vez, a los cinco, se me formó una costra que mi mamá tuvo que refregar con mucha fuerza con una toalla enjabonada. Sería porque siempre andaba al aire libre, y con la tierra y el agua se me ensuciaban y paspaban al mismo tiempo.

En Córdoba hicimos una parada. Íbamos a pasar la noche en lo de unos amigos de Ana. Fuimos al recital donde tocaba la banda del dueño de casa. Tocaban antes que Primera Junta, que venía de Buenos Aires. Después de una extendida presentación de los teloneros, que tardaron en subir esperando que cayera más gente, les tocaba cerrar la noche a los porteños. Se había hecho muy tarde. El público parecía anestesiado, falto de entusiasmo, tal vez la música no les provocaba nada o no sabían cómo expresarlo. En un momento la cantante me miró a los ojos; me dio la impresión de que ella percibía lo mismo que yo, porque empezó a bajar el nivel de intensidad de su performance, como si quisiera sintonizar con la apatía de la gente. Parecía como si todos estuviésemos aislados y en el lugar equivocado, ellos en el escenario y nosotros como público. ¿Estaría todo el mundo demasiadoborracho? No quise permitirme pensarlo y preferí creer que era una impresión mía, que era yo quien estaba fuera de lugar.

En un momento fui al baño y tuve que pasar por un costado del escenario, entonces vi al público de frente. Sus miradas me recordaron una muchedumbre ante el inminente encuentro con extraterrestres en una escena de ciencia ficción. De pronto, entró al baño la cantante de la banda y se metió apurada en uno de los compartimentos. Yo estaba mirándome en el espejo y haciendo tiempo porque sí. Me pareció que lloraba. Cuando salió, sonándose la nariz, pude ver que tenía las uñas mordidas y pintadas de negro. Se dio cuenta de que la miraba y me habló como si nos conociéramos.

—Una chica me dio un papelito hace un rato, ¿la viste?

—No, no vi nada.

—Lo guardé en el bolsillo pensando que era un saludo pero entre dos temas, mientras afinaban, se me ocurrió mirarlo y dice que le ponga un poco de onda, que mi música es genial pero que yo me muevo como si fuera una coreografía.

—Qué raro. No creo que vos estés mal. Para mí algo pasa con la gente.

—Nuestro manager dice que los públicos están saturados de tantas bandas de capital todos los fines de semana, que se cansan de hacer de público entusiasta.

Entraron dos chicas riéndose y la conversación se cortó. Me pregunté si la cantante habría tomado cocaína, aunque no parecía, o si todo el público, quien más quien menos, habría tomado cocaína esa noche, pensé si eso podría haber influido. Yo estaba por indisponerme, eso era cierto. Pero ninguna explicación posible me convencía. La cantante también dijo, mientras las chicas se reían a carcajadas adentro de uno de los compartimentos, que estaba segura de haber perdido el rumbo. Yo sentí lo mismo pero no estaba tan lejos de mi camino. En algún momento, no hacía mucho tiempo atrás, se había producido un desvío, ¿o sería parte del mismo camino? En todo caso, ¿podría retomarlo como retomamos la ruta nueva?

Las chicas salieron y apenas volvimos a estar solas la cantante se puso de nuevo a llorar, no le entendía todo lo que decía entre sollozos, pero en definitiva se preguntaba si algo estaba mal en lo que estaba proponiendo, si estaba emitiendo el mensaje equivocado para la gente equivocada. Que tal vez esto venía ocurriendo desde hacía varios años y que a lo mejor nadie quería bailar con su música (en realidad a nadie le gusta bailar cuando toca una banda, en el mejor de los casos saltan o se dan empujones, un poco como en la cancha, un poco como los punks de Londres de fines del setenta, costumbre que algún chico rico vio e importó en los ochenta). No sé a cuento de qué pero me acordé que había leído una acusación que alguien le hacía al líder de una banda de rock que toca desde hace treinta años: “viene retrasando el desarrollo madurativo de varias generaciones”. Esa banda sí que los hace “bailar”, pero tienen que poner una enfermería atrás del escenario porque siempre alguien se lastima. Además las chicas salen perdiendo, aunque sea sin querer: nunca falta el que te mete un codazo o te aplasta un pie. La mayoría se ve obligada a abstenerse de participar. Lo mismo les pasa a los chicos con anteojos, que cada vez hay más, o a los que son muy flaquitos. Algunos músicos lo han tomado como militancia: piden que las chicas vayan adelante y sean respetadas y que los chicos no se peguen, porque nunca falta el que más que nada tiene ganas de agarrarse a piñas y todo termina mal.

En el escenario el resto de la banda se había puesto a improvisar. Salí del baño dejando a la cantante más calmada y casi lista para volver con sus compañeros, pero no supe si había vuelto o no porque salí y empecé a buscar por las calles un lugar donde tomar un té caliente. Estaba todo cerrado menos un bar que decía “abierto las veinticuatro”, lo anoté en la libreta. Pedí un té con limón y una porción de tarta de ricota. Al rato cayeron los Primera Junta, solos, y se sentaron en una mesa. La cantante me vio pero no pareció reconocerme. Se la veía más animada, sonriendo, charlaba con sus compañeros. Uno de ellos la abrazó como si fuera el novio, me pareció que esa imagen le quitaba fuerza a su personaje de líder de la banda.

Cuando estaba por pagar llegaron Miguel, Pablo y Ana. Pablo es muy controlador, una vez me dijo que es muy fea la costumbre que tengo de escupir en la calle. Yo estaba con unas sandalias blancas que me había puesto con un pantalón blanco y una remera nueva para salir de viaje, estaba guardando la valija en el baúl cuando de pronto un sabor amargo me inundó la boca y escupí a un costado. Tan juvenil que estabas, me dijo. Me chocó la palabra juvenil, ¿cómo que juvenil? ¿Qué me había querido decir? Juvenil es como decir no sos joven pero estás juvenil. Y escupir, ¿es de viejos? Yo escupo desde que era chica, no empecé aescupir a cierta edad, escupo desde siempre cuando tengo algo que escupir. ¿Solo pueden escupir los hombres? Los adolescentes varones siempre están escupiendo. Hace un tiempo noté que  muchas veces lo hacen cuando una mujer los mira, como un acto reflejo.

Otro día, sin querer, esa vez fue en Balcarce, en la esquina del museo de Fangio, tiré la cucharita del helado en la calle y Pablo, en ese mismo instante, me lanzó una mirada de profundo desprecio. Sin decir nada levantó la cucharita y la tiró en un tacho que estaba más adelante. No me había dado cuenta de que la tiraba al piso, fue una distracción, nunca tiro cosas al piso, estaba hablando de algo muy entusiasmada y la había tirado sin darme cuenta.

Miguel me apaña y nunca me hace sentir desagradable, y como es conmigo es con todo el mundo. Siempre defiende a Ana, que duerma si quiere dormir, que putee al novio a los gritos delante de cualquiera. Déjenla vivir, dice. Déjenla escupir, déjenla tirar al piso la cucharita del helado, tendría que decir de mí. A Pablo lo deja fumar todo lo que quiera. Compartimos la habitación más de una vez y Pablo se levanta temprano y antes que nada, antes de desayunar, se arma un porro y se lo fuma ahumando todo. Pablo y Miguel no muestran, al menos no demuestran, la necesidad de llegar. Están y se quedan hasta que no pueden más o hasta que otra situación llega sola, tomando cerveza, fumando, hablando de cualquier cosa. Pero en el fondo creo que también están esperando terminar, cumplir, llegar, cerrar, darle salida, pasar a lo siguiente. ¿Cuánto tiempo más vamos a estar yendo los fines de semana a conocer otro lugar? Un día se van a terminar las ciudades y los paseos.

Dejé la mitad de la tarta de ricota porque me empalagó. Ana la miraba con asco pero Miguel se la terminó en dos bocados. Me preguntaron si me sentía bien, como me fui sin decir nada. Igual ya sabemos, tenemos un trato: una vez que estamos en una ciudad, si queremos nos abrimos, y no hay que estar consensuando todo el tiempo; por ahí uno quiere ir al río y otro a comer, está todo bien, después nos encontramos en el lugar donde paramos. Les conté algo de lo que había pasado en el baño. Ellos me dijeron que el momento instrumental había sido muy bueno, y que creyeron que la cantante estaba descompuesta por la forma en que se fue del escenario. Se armó una discusión acerca de si deberían haber parado de tocar pero éramos conscientes de que no podíamos levantar mucho el tono porque la banda estaba apenas a unas mesas de distancia. Ana fue al baño cuando empezó la discusión y esta vez ella se encontró con la cantante. Parece que le contó lo mismo que a mí, lo del papelito, incluso se lo mostró, que a mí no. Ana le sacó una foto con el celular, al papelito, y nos llamó la atención que la palabra coreografía estuviera subrayada dos veces. Nos enteramos por Ana de que la cantante está estudiando medicina, que piensa dejar la música. Un poco por lo que pasó, se terminó de decidir. Ana nos lo contó mientras caminábamos al lugar del recital para encontrarnos con los amigos, los de la banda telonera, así volvíamos todos juntos a la casa donde íbamos a dormir. Miguel les ofreció ayuda pero nadie tenía ganas de levantar nada y todos rogamos por dentro que dijeran que no era necesario. Eran más que nada teclados, muchos teclados de distintas épocas, él es una especie de coleccionista de teclados. Agradeció pero prefería encargarse personalmente, eran instrumentos muy delicados. En la casa ya nos habían preparado unas camitas. La dueña de casa las llamó pesebritos. Nos miramos entre nosotros pero no nos atrevimos a reírnos porque lo dijo muy seria. Tal vez era una expresión propia del lugar. Uno de los pesebritos no era un colchón sino un pedazo de aislante con algunas mantas encima. Miguel dijo que él no tenía problema en dormir ahí, estaba bastante borracho así que se tiró vestido, se durmió enseguida y empezó a roncar muy fuerte con variaciones muy creativas. Ana se levantó a eso de las dos de la mañana, por los ronquidos que no la dejaban dormir y por algo del teléfono. Se fue a fumar afuera y se escuchaba que hablaba con alguien cuchicheando, una consideración excepcional. De todas maneras, con los ronquidos estábamos todos despiertos.

El ala de la casa donde nos habían armado los pesebritos estaba sin terminar. El piso todavía era el contrapiso de cemento y las puertas y ventanas tenían los vidrios recién puestos, sucios de masilla. Tampoco estaba habilitado el baño. No quise molestar entrando en la parte donde dormía la familia, tenían una nena chiquita. Además, cuando quise abrir la puerta que comunicaba con el resto de la casa, estaba trabada, ¿o la habían cerrado con llave? Sin dar más vueltas me fui afuera y busqué un lugar donde poder hacer pis. El cielo no parecía real. Tanto lo olvidamos, tanto no podemos verlo así, que cuando se nos aparece, en un primer momento nos cuesta creer que sea de verdad. En cuclillas hice pis sobre el pasto negro, con la cabeza echada hacia atrás, mirando las estrellas y tratando de entender que el fondo no es un fondo y que las estrellas son fuego encendido, algunas ya apagado, y que nuestra estrella quedó ahora haciendo día del otro lado del mundo. La noche transcurre, no es quietud como parece, es un traslado.

No escuchaba la conversación de Ana, me había alejado lo suficiente, pero los ronquidos salían de la casa y llegaban hasta mí. Me imaginé que un día iba al médico, dentro de algunos años, y la ex cantante me atendía. ¿Cuál sería su especialidad? Cardióloga, decidí.

 

 

 

 

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