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Mi rectángulo de San Andrés

Por Mauricio Kartun

"Es bueno que cambien los nombres de las calles, los paisajes mueren como todo lo vivo, y reencarnan en otros paisajes": el dramaturgo presenta el escenario de las cuatro obras que compila Interzona en su novedad de junio.

Por Mauricio Kartun.

 

Lo he mirado alguna vez desde Google Earth y se lo ve como un rectángulo. Fue en mi infancia ese recorte de barrio que blindaba adentro al paraíso, luego perdido. El nombre de las calles fue cambiando. Es bueno que cambien los nombres de las calles, los paisajes mueren como todo lo vivo, y reencarnan en otros paisajes. La calle de mi casa se llamaba por entonces Santos Lugares, territorio legendario de la batalla de Caseros; y mutó en Islas Malvinas. Acá las batallas se reencarnan como los paisajes. En el recorte de esas dos manzanas de San Andrés, del lado de acá de la vía, del lado feíto, transcurren las cuatro obras que aquí se publican. Dos largas y dos cortas como los lados de aquel paralelogramo, de aquel campo de juego (y más literal acá no podía ser). Llegaron de golpe las cuatro y tuvieron su madalena también, qué te creés. No fue un gusto, ni un olor ni el color de aquel pastelito mojado en té. Pero hubo para cada una, una música que la detonó. A cada una de estas piezas teatrales le corresponde una pieza musical, su ritmo propulsor. Los irá encontrando el lector sin mucho esfuerzo: Billy Cafaro cantando Personalidad, en Chau Misterix y en La casita de los viejos, que es su apéndice estirpado. Santander de Batunga sonando en las percusiones secas de La Charanga del Caribe, en Cumbia morena cumbia. Y la inefable Orquesta de Todos Los Ritmos de Enrique Rodríguez, que le puso pulso de foxtrot acriollado a Rápido Nocturno con su Titina.

Vinieron de una nostalgia medio endémica que me agarré a fines de los 70. Y en su fiebre fue que las escribí, prácticamente una tras otra, en un impulso imaginativo que parecía inagotable hasta que se agotó. El ciclo fértil tuvo también su nonato, una que ya no me acuerdo cómo se iba a llamar, pero de la que tengo todavía de vez en cuando ramalazos, una épica nocturna de vereda. No prosperó. Por ahí anda en cuaderno Rivadavia todavía. Su narrador era el loquito del barrio, Poroto. Al que mi madre llamaba el turulo.

Es dichoso el escribir en series. Y muy corredizo. El secreto de armar territorios poéticos es que sus signos se socializan. Las imágenes no se agotan en un uso, que es siempre su condena, y al cruzarlas de obra en obra toman otras dimensiones nuevas. El problema de los tropos, de las metáforas, es que son descartables. Después del primer uso pierden filo, quedan romas y aptas para la comparación nomás, su prima sonsa. Las series las reciclan.

Pero volvamos a la cartografía. El lugar de desembarco, el del clavar la cruz, fue mi vereda. Quienes nos hemos criado en barrio sabemos que lejos de la banalidad del no lugar, la vereda es por el contrario espacio íntimo y sagrado. Y mítico por lo tanto. Aquella vereda de la calle Santos Lugares (cómo iba a ser no lugar) fue territorio. Luché por él alguna vez con los Tola, dos hermanos tremendos que vivían en la esquina. Me cagaron a palos los Tola. Atacaban de a dos, como los perros. De a uno también hubiera sido paliza, pero golpeado entre dos el recuerdo de la pelea cobra estatura épica. En los veranos, en esa vereda a la noche tarde se sentaban mis viejos en sillitas, abombados del calor y el olor a los espirales y quedaban ahí mirándome pasar en bici una vuelta manzana tras otra. En bici por las veredas. De ese bochorno trasnochado se alimentaba aquella pieza nonata. En esa vereda hice una vez mi primera puesta teatral, un retablo de navidad con tres pibas de la cuadra, la Titi, la Betty y la Negrita. Y yo de pastor con un báculo de rama de paraíso envuelta en papel crepé verde, de las coronas de la florería de al lado. Del paraíso que crecía ahí en la vereda en un hueco entre las baldosas y al que vivía trepando, era la rama. El zaguán de casa como establo de aquel Belén. La vereda llena de coronas el día del velorio de mi viejo. La vereda donde estacionaba él el imponente Pontiac 47. Enorme como un transatlántico pero más gordo. Con sus asientos de cuero hundido, donde jugando una tardecita a ponerle inyecciones a una vecina se me reveló aquel culo como una epifanía del deseo, el punto hormonal de no regreso.

La vereda, ah la vereda…

Me la puse delante como a una vidriera escribiendo la primera escena de Chau Misterix y se me abrió como una caja de Pandora inagotable. Confieso que al principio no terminaba de verlo al proyecto. Cuatro chicos de diez años en una vereda del 58. ¿Se soportaba eso en el teatro? ¿Podían cuatro adultos peludos representarlos sin que derrape en bochorno? La había imaginado alguna vez como comedia musical y fue el maestro Monti en uno de sus talleres el que me puso en vereda. Literalmente. El que me impulsó a mirar esas baldosas, a dejarlas hablar, a olvidarme de lo probado y a trabajar sobre lo probable. Y sobre lo improbable, incluso, si era necesario. Si hubiera que dedicarle a alguien este libro, sería al maestro Monti. Mirando esa vereda apareció todo lo demás, como si ese espacio de deslinde contuviera en su paso obligado a todo lo de más adentro y a todo lo de más afuera. De esa caja apareció la terraza de aquel pehache, mi refugio solitario. Y de allí, instalado como espacio de inicio de La casita, vino el interior, chiquito, con sus colores y sus objetos. Y el baño adonde me mandaba mi viejo a purgar quilombos.

Enfrente de aquella vereda estaba el club. El 3 de Febrero. El Trede. Tener un club cruzando la calle es como vivir en el esparcimiento. Lo disfruté mucho de chico, pero apenas crecí, no sé por qué me mudé a otro club dos estaciones más allá. Los bailes de carnaval en la cancha de básquet, los viejos en la de bochas, el bufett donde mi padre se tomaba los domingos el Cinzano, las mesas de billar. Era clavado que iba a parar a una obra. Fue a parar a tres. Es el espacio de Cumbia…, el de la última escena de Chau… y aludido en Rápido… Es el lugar desde el que llega la música que contiene todo.

El último de los espacios está en el ángulo superior derecho de la figura. La casilla de guardabarreras. Allí donde la avenida 3 de Febrero cortaba las vías del Mitre. Era en aquel entonces un lugar inquietante. Uno de los guardabarreras llevaba a menudo mujeres al sucucho, y en mi imaginación siempre un poco podrida, convivían las escenas de sexo equilibrista sobre el banquito matero y las tragedias posibles: barreras no bajadas a tiempo con autos atropellados, trenes descarrilados por señales omitidas. Y toda esa sangre toda por el imperio rijoso del orgasmo ferroviario. De allí vino Rápido nocturno.

Como todo territorio, y por último, el rectángulo tiene sus habitantes. Rubén es claramente mi alter ego. Y sus padres son mis padres, pero recortados exclusivamente en su función más rentable arriba del escenario, la represiva. Obras estas de hijo quejoso, que reclama: ¡dame! Me duró hasta que nacieron los míos y empezaron las piezas que proclaman lo opuesto: te damos lo que podemos, hijo… Me debo alguna vez una obra que los ponga a mis viejos en su enorme estatura amorosa. Chiche no se llamaba así, pero era del perímetro, su casa estaba sobre la avenida casi llegando a las vías, enfrente a la casilla donde ejercía Cardone. A Miriam la veía seguido en el Trede, se llamaba como el personaje y me tenía tan tonto que coleccionaba por entonces en secreto unos cartoncitos que portaban su nombre: “Horquillas invisibles Miriam”. Rulo y Willy son un frankenstein hecho de pedazos de mi barra adolescente. Hay muchos ahí. Estoy yo también. Y mi amigo del alma sobre todo, el inefable Marcelo Blumenkranc. Pocha, Porota y su madre están tomadas también de un natural vecino.

Y por último está la Titi. Titina en la otra obra. Que era la Titi y lo seguirá siendo en el castillo de naipes que arman y en el que viven los mitos personales. Vivía en la trastienda de la florería de su padre, en una prefabricada agregada al fondo. Era frágil. Y creo que nos buscábamos ansiosos en la fragilidad. Cuando crecimos nos dieron pudor esas cosas de chicos, los cuerpos no eran los mismos. Y no nos dimos más bola. Pasé muchos días en ese negocio calentado a querosén, mirando el arte insólito y admirable de don Alfredo: las esculturas que hacía con flores envarilladas con alambre sobre coronas y palmas. Era hija única. Su madre se llamaba Ema, era asmática, y su vida entre flores parecía un desafío épico. De Titi después de mi mudanza supe poco; que trabajaba de profesora de inglés, me dijeron una vez. Y otra después que murió en un accidente de autos en Brasil. Todo lo demás de su vida como Titina en la obra es pura imaginación mía.

Acá otra dedicatoria más que podría tener este libro. A la Titi.

 

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