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Mi rambla privada: por María Gainza

Con esta crónica se dio por inaugurado el Festival Eterno en la terraza de la librería. Todos los miércoles habrá bitácoras. 





Por María Gainza


    

Durante varios años, a causa de imponderables técnicos en la nave (que es mi cuerpo), los médicos no me permitieron salir de la ciudad. Mi hija, que veía cómo cada verano sus compañeras se iban a recorrer el mundo, deseaba, sin embargo, un viaje. Como era huérfana de padre la responsabilidad recaía sobre mis espaldas. Un día, para salir del laberinto por arriba, le inventé “El juego de las extranjeras” que consistía, justamente, en el simulacro de ese viaje. 

Un par de veces al año, para festejar un buen boletín, hacía una reserva en un hotel de la ciudad de Buenos Aires. Preparaba unas valijas ligeras, buscaba a mi hija por el colegio y nos íbamos a pasar la noche; al principio eran hoteles a pocas cuadras de nuestra casa, después incursionamos en barrios periféricos. Jugábamos a Las Extranjeras: fingíamos un ridículo acento español con el conserje o cuando subíamos en el ascensor con otros huéspedes; y ese juego nos eximía de una realidad más áspera.  

Cuando mi hija tenía nueve años y mi salud parecía estable, me envalentoné y decidí llevar “El Juego de Las Extranjeras” a Montevideo para pasar un Año Nuevo sin tanta alharaca.  Pensé que sería como estar en Buenos Aires, pero sin estarlo, por eso de que los uruguayos son tan parecidos a nosotros como milimétricamente distintos, químicamente distintos diría yo, que fui, vi y volví.  

El 31 de diciembre de 2017 nos alojamos en un hotel de la Ciudad Vieja. Nos dieron una habitación con vista a la rambla y, sentada frente a un escritorio antiguo, empecé a escribir el comienzo de lo que sería una novela.  Escribía en un block de papel del tamaño de una mano, de esos que en los hoteles dejan sobre las mesas de luz, y así me salieron esos párrafos iniciales, cortos y elípticos. Creo que fue de una limitación de salud y de una limitación de papel de donde surgió “La luz negra”.  A mi lado mi hija miraba televisión en una cama ancha como una balsa con bombones dorados incrustados sobre las almohadas cual joyas falsas en la nieve. 

Ese primer año nos quedamos dormidas mirando videoclips en MTV y ningún fuego artificial nos despertó. ¿Había intuido bien? ¿En Uruguay entonces tenían el buen gusto de no celebrar la fatídica fiesta? Al año siguiente logramos permanecer despiertas y cruzamos a la rambla a esperar la cuenta regresiva. 10, 9, 8, 7, 6... Puedo afirmar que lo lindo de Año Nuevo en la rambla de Montevideo es que ni te das por enterada del cambio de calendario: es una rambla Zama, una rambla Godot, una rambla Desierto de los tártaros: parece que va a pasar algo, pero nunca pasa.  

Cinco años miré esa rambla en Año Nuevo y si me permito recordar esta circunstancia hoy es porque creo que me otorga algunas credenciales. 

  

Corte a diez años después. 

Es la primera vez que me separo de mi hija desde que su padre ha muerto. Debo explicar; estoy en viaje a Montevideo para hacer un bolo en la Feria de las Librerías. No solo los actores hacen bolos, los escritores también. Juraría que lo llaman así por el “bolo alimenticio” del que los rumiantes extraen los jugos vitales. El bolo, para un escritor, sería todo lo que le da de comer: charlas, conferencias, firmas de libros. A Vila Matas le pasó una vez que vino a Buenos Aires a hacer un bolo y estuvo cinco días en el hotel sin que nadie lo viniera a buscar; se volvió a España. Esa era mi peor fantasía: iba a pasar tres noches en Montevideo sin mi hija, ¿qué si nadie venía a buscarme?  

Llegué un día antes que el resto del convoy argentino. Pensé que me vendría bien dormir unas buenas ocho horas antes de la maratón festivalera. Estoy nerviosa porque es la primera vez (todo parece la primera vez en esta bitácora) que voy a presentar un libro a un festival y hablar en público no me resulta fácil. Hablar sobre lo que hago me hace sentir una impostora, alguien que inventa respuestas al voleo para agradar, respuestas que distan mucho de ser una explicación honesta sencillamente porque no tengo la más remota idea de por qué escribo como lo hago. No pienso al escribir, soy la mujer sin cabeza, solo se me vienen cosas, como si teclear fuera un imán que atrae limaduras, y por eso ahora, esto del miedo a las entrevistas me recuerda al consejo que el rey Francisco I le dio al escultor Benvenutto Cellini: “No quiero que hables, Benvenutto”, le dijo. “Estate callado y serás mil veces más de lo que deseas”.  

  

Pero yo necesitaba irme de casa, tomar distancia por fin.  

“¡Una noche para mí sola!, pienso al entrar a la habitación. Y únicamente una madre sin padre (o un padre sin madre) entiende el peso de esta exclamación. Una vez más, el hotel se encuentra en la Ciudad Vieja. Corro la cortina de mi ventana, tengo vista a una rambla que centellea. “Me había olvidado lo bonita que era,” pienso, y de golpe, me viene un chicotazo. 

  

Para empezar a estudiar una nueva especie los biólogos necesitan dar con su nombre exacto. El científico no puede avanzar en la investigación sin él. Encontrar ese nombre supone una larga y exhaustiva serie de estudios. 

“Esa obsesión por nombrar le quita poesía al asunto”, le digo a un amigo que es biólogo.  

“Cierto, pero es lo que permite el conocimiento”, me dice. “No podés entender lo que no sabés cómo se llama”.  

Esta sensación difusa que siento ahora al mirar la rambla desde la ventana de mi hotel es como un bicho sin nombre.  

  

En el horizonte del río veo una masa apretada de lucecitas de colores que bailotean fuera de foco. Parece un ovni sobre el agua y me agarra un julepe: “No te puedo creer que justo hoy bajan los extraterrestres”. No veo claro. Me siento sola como nunca en la vida. Es una sensación que pareciera venir de adentro para toparse con una soledad de afuera. Montevideo es silenciosa (una combinación de poca gente y bajo perfil) pero es evidente que el descampado exterior me juega en contra y la soledad que por años he anhelado, crece dentro de mí como una planta en zona abisal. 

Mi primer impulso es escribirle a las Regias, mi línea de emergencia privada. Las Regias es un grupo que se armó como si una productora hubiera hecho un casting de amigas, somos las Bandana de la Amistad. Una regia siempre está para la otra regia. Funciona como una logia secreta. Entonces de noche, en ese cuarto de hotel frente a la rambla, las convoco. Tengo una “una tristeza abismal”, escribo, para ponerle un nombre. Y agrego mentalmente pero no lo escribo, porque WhatsApp tiene límites y uno de ellos son los asuntos existenciales: “Mi hija creció y gané en libertad, pero a la vez siento que lo bueno ha quedado atrás, que el tiempo ha corrido más rápido que yo”.  

  

Soy un perro que se lame la herida para no dejarla cauterizar, por eso salgo del hotel y enfilo hacia la rambla.  Me siento a mirar el agua sobre el pretil de piedra.  A mi lado hay una construcción con bóveda de hierro que pudo haber sido alguna vez un mercado orgiástico de frutos de mar, pero ahora está abandonada. Hay un mirador donde una mujer, con lo que pareciera ser una mochila, mira hacia Buenos Aires. Sobre un edificio municipal en la esquina de la calle Misiones, una virgen fosforece sobre la terraza y esa aparición en un país laico como Uruguay me sorprende, pero confieso que tenerla ahí cuidándome las espaldas, hoy no me molesta. Sobre los bancos de la rambla, dos personas de espaldas vencidas y cervicales rectificadas, con la mirada átona en el horizonte, están conectadas entre sí por una bombilla. Me acercaría a pedir un matecito, pero desconozco la etiqueta. Antes de venir he leído un libro de un autor que no conocía: Carlos Maggi. En su brillante ensayo “El Uruguay y su gente” subrayé una línea que me dio risa y terror. Dice Maggi: “En el fondo de nuestra alma hay un haragán heredado que se sentó a tomar mate: algo así como un carozo de flojedad enquistado adentro”. Mejor no pido un mate, mejor resuelvo sola esta sensación difusa. 

¿Será qué las propiedades del agua en Montevideo afectan al ánimo? ¿Será que en algún momento del trayecto entre orilla y orilla el agua cambia? Porque esto en Buenos Aires no me pasa; he ido al río miles de veces y jamás sentí lo que siento acá. Debo estar atenta la próxima vez que cruce en barco a ver si logro detectar algún cambio en la composición del agua, un color que insinúe aquella modificación. Por lo pronto, el río desde la orilla de Montevideo no se ve igual.  Acá es un río que descaradamente presume de mar. Todas las calles de la ciudad parecen conducir hacia ese río-mar y todos los autores uruguayos que encuentro desembocan también en este lugar.  

Hay un cuento de Onetti que se llama “Esbjerg en la costa”. Creo que es uno de los mejores cuentos que he leído en la vida. Onetti habla de una pareja de muchos años, un uruguayo, una dinamarquesa, que tienen algo como un código de amor construido a base de desencantos y dice al final: “Se ponen duros y miran, miran la rambla hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que resulta asombrosa, cuando nos ponemos a pensar”. Mientras recuerdo a Onetti un velo de nubes se extiende sobre mi cabeza, subrepticio, uniforme.  

  

A grandes profundidades del mar, donde no llega la luz, la cadena trófica cambia y para sobrevivir los organismos dependen de las partículas de materia orgánica que caen al fondo. Lo llaman “nieve marina”. ¿Será esa bruma que cae del cielo mi nevada marina? ¿Mi alimento existencial? Quizás el biólogo tenga razón sobre la importancia de nombrar.  


La masa de lucecitas de colores se ha desplazado un poco hacia mi derecha y entre la bruma, apenas la distingo.  Sigo sin saber qué es. Pero ya es muy tarde y me acuerdo de mi madre que decía: “No pienses nada de noche porque todo a esa hora se ve peor” y me vuelvo al hotel a dormir. Me despierto con la mente clara (desde que mi madre ha muerto descubro que a veces ella tenía razón; supongo a esto de recordar solo sus buenas frases se llama “perdonar”). Echo una mirada, furtiva, por las dudas, a la rambla diurna. “Fuimos un balcón al frente de un inquilinato en ruinas –el de América Latina”, dice una canción de Zitarossa. Es verdad, la rambla es un balcón y esa imagen me entusiasma. Qué contenta físicamente me pongo cuando una palabra encastra con la imagen o la sensación; cuando encuentro la palabra que da en el clavo, el día me parece lleno de posibilidades y no me equivoco. En unas horas voy a conocer a un escritor del que me haré buena amiga porque los dos amamos las mismas cosas: los cuentos de Juan José Morosoli, las películas de Sergio Leone, el Walden Pond de Thoreau y encima crecimos, sin saberlo, separados por una cancha de golf, que es como haber tenido un amigo invisible del otro lado del jardín. Su conversación a medianoche, en una librería abarrotada de gente y guirnaldas colgando en el patio, será distinta a todas las demás, y me limpiará la mala sangre. Y después nos iremos a comer una pizza a Las Flores, comida de pueblo, y la pizza, en fin… nunca llegará. Pero la otra cara de esa postergación infinita —tan de la rambla uruguaya— será su charla. Me hablará de libros, de muchísimos libros, y de su vida que parece anudada a ellos, y al hacerlo le dará de comer a mi mente que a veces confundo con mi espíritu. Ese escritor de elegante humildad (que no significa baja autoestima) me infunde respeto por lo que hace, que paradójicamente es lo mismo que hago yo, solo que en él la vocación no está desdibujada, como lo está en mí, ese día, en ese festival. Es extraño como toda mi vida he dependido de la gentileza de desconocidos para ciertos instantes de conciencia. Y ese encuentro con un escritor al que yo había pedido conocer casi como una corazonada, hará que mi rambla, que aquél viejo balcón al que me he asomado a mirar el paisaje se modifique.  

  

El deseo por encontrar las palabras justas era la búsqueda desde un principio. Las palabras que rodean al misterio. La literatura no salva, pero las voces de los autores pueden sostenerte en medio de la noche más encapotada porque los libros también son Regios.  

  

En fin, las cosas han salido bien después de todo, por lo pronto, los del festival no se han olvidado de mí. Es muy temprano en la mañana y el Buquebús va a cruzar el río bajo un cielo inviolable. Cuando nos alejamos de la costa caigo: aquella masa de lucecitas de colores que parpadeaban de noche no eran un ovni, sino un crucero turístico, que ahora pasa cerca, una mole de siete pisos que seguramente enfilará hacia Brasil. Creo que hubiera preferido que fuera un ovni. Nota mental para mi mamá: “No siempre todo de noche se ve peor”. 

En el barco llevo anteojos negros como las viudas o las estrellas de cine. Y quizás por eso no llego a ver el punto donde el agua cambia, pero no, en verdad, me olvido de buscarlo porque me distraigo y me pongo a hablar con un chico joven que conocí en el festival. Un chico que viene de una familia de payasos de Rosario y como toda persona dedicada alegrar al otro, tiene una profundidad ronca y abismal en su risa (ya empiezo a notar que esto de los abismos me atrae). Este chico tiene el corazón roto y no le alcanzan las palabras cuando quiere explicarme su dolor, pero me dice que quiere ser escritor, aunque duda de sus capacidades, y ahora soy yo la que lo sostengo a él, la que le insuflo la pasión por los libros que ayer, por fin, he recordado; y lo hago porque reconozco a los de mi especie, los olfateo a la legua. Además, a esta altura, creo que no existe un punto donde el agua cambie. Es una leyenda rioplatense que me inventé para darle nombre a mi tristeza sin nombre. Eso, con suerte, se llama hacer literatura.

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