Mi primera vez con McCullers
En el centenario de su nacimiento
Jueves 31 de agosto de 2017
A cien años de la llegada al mundo de la autora de El corazón es un cazador solitario, cinco autores contemporáneos comparten su primera experiencia leyéndola: Selva Almada, David James Poissant, Tomás Downey, Federico Falco y Valeria Correa Fiz.
Por Valeria Tentoni.
Hace exactamente cien años que Carson McCullers llegó al mundo: lo hizo en Columbus, Georgia, Estados Unidos. Su madre esperaba un varón, pero tocó una nena. Su madre esperaba una pianista, pero a los quince años Carson decidió abandonar ese destino para escribir.
Seix Barral acaba de reeditar su narrativa completa, y los tomos blancos con su nombre grabado en letras rojas como la desesperación se reparten en las librerías. Para celebrarla, por nuestra parte, decidimos preguntarle a algunas de las voces más personales de la narrativa contemporánea acerca de su primer encuentro con su literatura, poderoso encuentro indeleble.
“La primera persona que me habló de Carson McCullers fue Patricia Minarrieta, una amiga y poeta uruguaya que vivía entonces en Buenos Aires, hará unos 15 años. Ella había leído La balada del café triste y estaba fascinada. Tiempo después, en una librería de viejo de calle Corrientes, me topé con El corazón es un cazador solitario, en la edición de Bruguera, esa de tapas duras y colores chillones. Pensé que era un título hermoso y me llevé el libro con mucha ilusión. Sin embargo, no logré ir más allá de las primeras veinte páginas. Lo abandoné, pero ese título, un título tan hermoso, debía tener una novela a su altura, pensaba. Así que volví a agarrarlo y me pasó lo mismo. Al año siguiente o dos años después, volví a intentarlo y esta vez me dije que pasara lo que pasara llegaría al menos a la página 30. Y de algún modo me encantó desde la primera página”, cuenta Selva Almada, para quien, ahora, Carson McCullers es una de sus favoritas. “No sólo por su obra inmensa y hermosa sino por su biografía, sus borracheras, su manera alocada y febril. Me hubiese encantado conocerla y ser su amiga. El corazón es un cazador solitario es una novela que escribió cuando tenía poco más de veinte años y es una obra con tantas capas, de tanta profundidad. Quizá sus cuentos no me gustan tanto (aunque sí algunos me gustan muchísimo), pero El corazón..., La balada del café triste y Reflejos en un ojo dorado, son experiencias maravillosas que todo lector debería atravesar”, recomienda la autora de El viento que arrasa.
El corazón es un cazador solitario también fue el comienzo para Valeria Correa Fiz, autora del libro debut de cuentos La condición animal (Páginas de espuma), uno de los trece títulos finalistas del concurso de cuentos Gabriel García Márquez: “Me la recomendaron en una librería de viejo de Rosario cuando estaba en la escuela secundaria. Me encantó y enseguida la busqué en la biblioteca de la Cultural Inglesa para leerla en la versión original. Aunque la leí con enorme dificultad, me acuerdo de que me gustó muchísimo escuchar las voces de los personajes. Me parecían seres vivos, tan reales. Usaban un inglés muy diferente del académico británico que yo estudiaba por entonces. Me impactó también el retrato del sur profundo de Estados Unidos que traza McCullers, era una realidad que yo desconocía por completo”. Lo que más impresión le causó fue el trabajo sobre los personajes: “Son fascinantes, esos sordos que abren la novela son inolvidables. Pero a mí me atrapó el de Mick Kelly. Me sentía muy identificada con ella: yo también amaba la música y soñaba con comprarme un piano y con tierras lejanas. Además, Mick encarna a la perfección la idea de la dificultad o imposibilidad de comunicar nuestro yo interior a los demás, una idea que creo que está muy presente en lo que escribo”.
Mismo libro de arranque para el autor de La hora de los monos, Federico Falco, en su caso en edición de dos tomos del CEAL: “Creo que nadie me lo recomendó. No me acuerdo muy bien cómo llegué al libro. Debo haber tenido 16 o 17 años y estaba en la biblioteca de mi casa, junto a muchos otros volúmenes del CEAL. Todos tenían el mismo olor a tierra, el papel amarronado, los lomos quebradizos. A lo mejor lo vi mencionado en algún suplemento literario, o simplemente me llamó la atención la tapa o algo y empecé a leerlo. No sé si en ese momento tenía las herramientas para darme cuenta de que estaba leyendo una obra maestra, pero sí recuerdo el impacto ante esos personajes solitarios, desamparados, la necesidad de hacer contacto, la paradoja del sordomudo como único confidente. También, la manera de mirar al pueblo y a sus habitantes, la cercanía a los personajes, la forma de hacer universal algo tan estrictamente local, con todos sus detalles y todas sus particularidades. Es una de esas novelas que nunca volví a leer (¡debería hacerlo!) pero que tienen tanta fuerza que se te quedan pegadas. Recuerdo con claridad imágenes, escenas, situaciones casi como si las hubiera vivido yo mismo”.
A Tomás Downey se la recomendó Alejandra Zina hace una década: “En ese momento era difícil conseguir sus libros, pero en algún lado encontré un ejemplar usado de El corazón es un cazador solitario, en edición de Bruguera. Me encantó el estilo despojado, el aire que le deja al lector. Y más allá de eso, aunque una cosa sea consecuencia de la otra, la empatía con sus personajes, la horizontalidad”, dice el autor de El lugar donde mueren los pájaros (Fiordo).
“Es una experiencia intensa, pero sin sentimentalismos. McCullers escribe sobre solitarios e incomprendidos, historias tristes sin redención ni castigo, lejos de cualquier maniqueísmo y con honestidad. Algún otro autor con aires de grandilocuencia, quizás, habría retratado a esos personajes desde la sordidez o el patetismo. Pero McCullers (pienso también en Diane Arbus) parece mirarlos a los ojos, sin negar ni subrayar sus falencias, sin juzgarlas, con una comprensión profunda. El estilo es preciso, seco, visual, pero de una sensibilidad muy específica. Sus personajes suelen estar descriptos físicamente, para que los veamos renguear, transpirar. Y siempre hay algún detalle particular, simple y a la vez poético. Como este sobre Singer, el sordomudo de El corazón es un cazador solitario: ‘En su rostro se reflejaba la melancólica paz que suele verse en quienes sufren mucho o son muy sabios’”, dice Downey, quien también publicó Acá el tiempo es otra cosa.
Para David James Poissant, quien nació y vive en la misma patria que McCullers, el primer encuentro no fue con una novela sino con un cuento, hace unos veinte años, en la escuela, llamado “Un árbol. Una roca. Una nube”: “No me puedo acordar si el cuento estaba en nuestro libro de textos o si nos lo dio el profesor en fotocopias. Lo que sí recuerdo es la historia. Un chico entra en un café. Es muy temprano, y está tomando café antes de terminar su rutina matinal. En el café, conoce a un hombre excéntrico. El hombre le cuenta al chico la historia de su vida. Es una historia de pérdida amorosa. El hombre, habiéndose resignado a no encontrar a la mujer que ama, se ha volcado al amor hacia otras cosas, una por vez: un pez de colores, un árbol, una roca, una nube. Incluso al chico, al que ahora dice el hombre que ama. El hombre va a intentar encontrar el amor en una mujer de nuevo alguna vez, pero no aun. No está listo. ‘Recuerda que te amo’, le dice el hombre antes de dejar el café y al chico pensando acerca de lo que le ha dicho. Cuando me encontré con esta historia, debo admitir, yo no era tan lector. Más que nada leía historietas y el dorso de las cajas de cereales. Pero esta historia me llamó la atención, se quedó conmigo y todavía está conmigo. Me conmovió sobre todo la caracterización que McCullers hace de esos dos motores gemelos ―la memoria y la pena―, cómo los hace trabajar juntos, codo a codo. “Daba vueltas por ahí y no tenía poder sobre cómo y cuándo recordarla”, dice el hombre, hablando sobre la mujer que lo abandonó y le rompió el corazón. “Uno cree que se puede poner encima una especie de blindaje. Pero el recuerdo no viene al hombre así, de frente, viene por las esquinas, dando rodeos. Estaba a merced de todo lo que oía o veía”. Todo le recuerda a ella, “…un pedazo de cristal inesperado en la acera o una canción de cinco centavos en un gramófono automático, una sombra en una pared por la noche”. El hombre ya no puede amar a esa mujer, entonces aprende a amar al mundo y a todo lo que contiene.Por mi parte encuentro esa idea hermosa, e inquietante, y triste. Pero sobre todo hermosa”.
“En McCullers todo es al mismo tiempo extraño y reconocible, sumamente sensible, pero distante. Sus personajes son siempre parias, excluidos, gente que ya se quedó afuera o que está a punto de dejar de pertenecer, adolescentes que viven la pubertad como un limbo que los aleja del mundo. Son un poco como perros golpeados: ariscos y, al mismo tiempo, necesitados de cariño; temerosos pero capaces de morder si los gana la desconfianza. McCullers los retrata con una mirada amorosa y al mismo tiempo, despiadada. Atenta, naif a veces, pero no por eso simplificadora”, diagnostica Falco.
Correa Fiz, por su parte, lo condensa así: “Es imposible definir en pocas palabras el universo McCullers y lo que se siente cuando uno se adentra en él. Sus novelas son un tratado sobre el amor, sobre su implacabilidad y también sobre lo que se sufre con su ausencia, cuando no somos correspondidos. Las preguntas acerca del misterio de lo que somos y lo que amamos resonarán por siempre en los lectores de esta gran autora”.