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Me enseñaron a pescar y no aprendí

Por Elsie Vivanco

Del último libro de la escritora argentina, Glaucoma, tomamos esta pieza indómita.

Por Elsie Vivanco.

 

Me enseñaron a pescar una tarde en que me moría de hambre, sólo arroz y bananas, o bananas de postre, la cabaña en el morro, la cabaña del banano de Basho.

Los chicos de la aldea vinieron, buscaron facas para cortar bambúes, estropearon las facas y las cañas largas y finas y flexibles, en la punta arrollada, la tanza y el anzuelo.

Caminamos, uno de los chicos y yo, por la costa del mar sobre grandes piedras igual a montañas ariscas para mí o yo arisca para pisarlas. Desmesura de piedra y el mar abajo, un clamor, la espuma del vértigo, el corazón del susto destrozado, por supuesto.

Nos sentamos sobre un gran peñasco las piernas en suspenso, el equipo de pesca detrás.

Antes me había enseñado a pescar camarones en el río, camarones para carnada. Me enseñaron, de palabra, a hacer un instrumento pesca-camarones y tuve que entenderlo rápido. Se fabricó de esta manera: dos cañas, una bolsa de tela de mosquitero, del mío para dormir, que en su abertura llevaba de un lado, pedacitos de telgopor para flotar y del otro pedacitos de plomo para hundirse.

Lo incoherente servía para, con mucha paciencia, pescar camarón.

Había y hay que amasar una balita de farinha, no es error, es balita, depositarla en el fondo del río donde no corra el agua, hay una parte del río en donde el agua se queda quieta, hasta se pudre, arrimarle el caza-camarón, esperar con el agua en la entrepierna sin respirar. Al tiempo, depende, llegan primero los mosquitos, y luego, caminando de lado más parecidos a cangrejos que a camarones.

Hay que aproximar la bolsa con su boca abierta, se dan cuenta, igual a mariposa, meterlos en la red.

Difícil describir el gesto de abrir la boca de la bolsa cerrando cañas para que entren y abrir las cañas para que no salgan. Siempre la incoherencia, sacarlos de la bolsa y los malditos bichos con su tendencia a volver a su origen, el río.

Y uno tratando de introducirlos en un frasco con agua para que continúen vivos. Ellos se resisten y pegan un salto para afuera. Deben vivir hasta el momento de ser comidos. El calor es tal en esa región, que de otra forma si muriendo antes, se pudrirían.

Habiendo aprendido la primera parte de la lección que lleva una mañana completa, hay que dejar pasar al sol en el cielo, dejar que se ponga algo bajo y caminar saltar por las piedras costeras, las piedras como montañas de cinco o seis metros de altura y llegar con el heart-break.

El chico, como si hubiera estado haciendo esto durante cincuenta años.

Prepara el anzuelo, ensarta el famoso camarón casi amigo mío, de él enemigo, lo ensarta vivo, lo arroja al mar con la caña la tanza y el anzuelo y se sienta.

Con el cabo de la caña raspa las pequeñas lapas adheridas a la piedra, moluscos que están por debajo de la línea del mar, se desprenden y ruedan al fondo a dos o tres metros de profundidad.

Me advierte, las que están arriba fuera del agua pueden estar muertas, son mejor las de abajo, no se discute las causas.

Llegan los peces, no los grandes con experiencia. No sé qué experiencia si cuando la adquieren ya están muertos.

Llegan los peces de colores y son tal cual, de colores con rayas, puntos, zigzag, fosforescentes mariposas y con colores.

Son de colores hasta que mueren ensartados, fuera del agua: se apagan.

El chico cuando lo ensarta, tira de la caña para arriba para ensartarlo más adentro del cuerpo hasta que lo desensarta y lo guarda en el cesto, a tal efecto, puesto lejos del mar por si se le ocurre, aún, saltar hasta las aguas de origen. Al pez.

Al segundo lo sorprendo yo con el camarón, con el último estertor del camarón.

Los estertores del pez o pescado, no se sabe, en mi mano antes de morir frío por supuesto, siempre.

Volvemos saltando los mismos abismos ahora menos hondos a causa de la marea alta que puede matarnos si no llegamos rápido a tierra. Menos hondos en cuanto al vacío pero la profundidad sigue siendo la misma.

Un estremecedor relato de Walter Scott, creo era el Anticuario, no sé, Kidnapped tal vez, estremecedor para mí a la edad en que se cree casi todo, más aún lo leído; en el relato digo, él o ella al pie del acantilado con la marea creciendo, cada momento la franja blanca de la playa se hacía más angosta y la protagonista, seguro era mujer por el miedo, la cantidad de miedo que sentía, la desprotección en la mirada y los gritos (los gritos no porque no era cine), la llegada del salvador bajando los riscos, aunque creo, ahora que creo menos que antes, era un varón, trepando con jadeos los riscos, el mismo su propio y heroico salvador, de qué otra manera hubiera podido ser en esa época.

De nuevo en la cabaña del banano de Basho.

El chico no se va, quiere enseñarme ahora cómo se limpia el pescado y con el cuchillo vil, raspa, despanzurra, despanzurra primero y luego raspa y filetea.

Mirándolo, es para suponer otra vez que tiene cincuenta años, aunque sepa que tiene ocho y se lo vea feliz, más feliz porque está por terminar su tarea educativa sobre la pesca, que no es poco, si la cosa es que voy a comer pescado con arroz y bananas fritas y saber hacerlo, lo de pescar. Me llevaría cincuenta años aprenderlo, a mí también, aunque me parece que no me va dar el tiempo.

Se queda sentado. Me mira satisfecho. Pregunto que me va a enseñar ahora.

Dice que me va a enseñar a ser agradecida, que le regale un anzuelo porque él no tiene nada.

 

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