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Marta Brunet: casi ciega y visionaria

Lina Meruane escribe un breve perfil de la escritora chilena en Atlas de literatura latinoamericana (Nórdica), un trabajo de edición y selección de la escritora Clara Obligado y del ilustrador Agustín Comotto.

Por Lina Meruane.


Atrincherado en ese estudio cada noche, Bolaño seguía un riguroso horario de vampiro. Las madrugadas en vela le proporciona­ban un desfase alucinado con el mundo, sensación fielmente descrita en un cuento de Llamadas telefónicas: «lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad». Fragilidad, distancia y vagabundeo que sobrevuelan toda su escritura, como un don que nunca duerme.

Usaría sus ojos debilitados —azules o verdes o grises, nadie se po­nía de acuerdo— para observar las variadas vidas de las mujeres. No sin esfuerzo, pese al favor de dos grandes cristales posados sobre la nariz, Marta Brunet fue amontonando mujeres en sus páginas como si organizara un repertorio de seres extraños, hasta entonces nunca vistos. Y es que no solo se propuso mirarlas, las exhibió sin excesiva benevolencia ni tampoco inquina, encontrando en ellas la complejidad y la contradicción que producen personajes en la literatura. En su obra temprana comparecen las mujeres del recóndito sur rural de Chile donde Brunet pasó su infancia: la silente criada campesina y la que ríe a carcajadas pese a la adversidad y la bruja que ciega hombres con su mal de ojos e igualmente una niña (como fue ella) criada en un latifundio por mujeres tradicionales a la que todos con­sideran «rara» porque le obsesionan las narices voluminosas y finas y feas o lisas hasta que descubre lo que ella es: una artista. Brunet tenía (en el decir de su contemporánea, Gabriela Mistral) un «ojo precioso» para la descripción que no perdió mientras escribía por más que estuviera perdiendo la vista. A los cuarenta años sus dedos memorizaron las teclas de su máquina y con ellas se fue deslizando Marta desde el costumbrismo criollista de los primeros años en Chile a una prosa interior, urbana y moderna, posiblemente inspirada por el largo período que pasó como agregada consular en Argentina. En esos años de creciente ceguera escribió una entre muchas magníficas novelas, María Nadie, sobre una «María anónima, una María entre mil Marías», una mujer que declara que estudiar «largas carreras», como medicina o leyes, «no era posible». 

Lo pone Marta en boca de su protagonista porque aunque la universidad ya les iba haciendo espacio a las chilenas en sus salones, les imponía, asimismo, reducidas cuotas de ingreso e infinidad de cortapisas. María López decide (como Marta) no casarse, vivir sola, trabajar para ser económicamente independiente pero se gana la maledicencia del pueblo donde se refugia. Marta afina los ojos velados por sus precoces cataratas sobre esas mujeres que, como ella, hacen de las suyas: la que no fue madre, la que tuvo hijos fuera del matrimonio, la que parió a más de los que quiso. Y la desvalida y posesiva madre de un solo hijo homosexual (acaso el primero de la literatura chi­lena) en su última novela, Amasijo. Viven en su obra la mujer que se cela de su hermana actriz por más de un motivo y la que relata su roce con la muerte pero es desacreditada como histérica. Y la escritora atacada por un crítico al que ella (la protagonista) seduce y doblega. Hay tantas mujeres desafiando normas en la letra de Brunet, tanta ironía cuando no certeros golpes a la convención, que resul­ta evidente su proyecto: replantear lo que se entendía por mujer en la literatura y lo que eran las mujeres, lo que podían llegar a ser. Ya prácticamente ciega, Brunet nos dejó una nota visionaria para nuestro tiempo, adelantándose al suyo. Y acaso su lucidez se deba precisamente a que sus ojos cegatones le permitían eludir el riguroso y restrictivo realismo de su época. Brunet había escapado del sentido común, ese que en la literatura es el peor de los sentidos. Tal vez sea por eso que cuando por fin se operó, cuando le fue retirado el velo catarático que cubría sus ojos, ella dejó de escribir. 

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