Mark Fisher y la fuerza oscura de la lucidez
Por Matías Moscardi
Jueves 01 de octubre de 2020
Una reseña del segundo volumen de K-Punk publicado por Caja Negra: el autor de Diccionario de separación vuelve a leer y a pensar a Fisher mientras esperamos el tercer tomo final.
Por Matías Moscardi.
¿Cuántas veces consumimos canciones como hamburguesas? La música es a los sentimientos lo que la gastronomía es al paladar de un comensal. Pero Kant ya nos había adelantado que el problema de la crítica es un problema gastronómico: los críticos y los cocineros se encuentran con las mismas dificultades a la hora de justificar sus juicios estéticos, las preferencias de sus paladares. Barthes ensaya, en sus Mitologías, una moral del bife y una política de las papas fritas, es cierto. Pero ¿cómo llegó a gustarme tanto esa canción de Green Day o, peor, un tema de Blink-182, la mayor degradación histórica del punk rock? ¿Por qué siento placer al escuchar Dónde están los ladrones, de Shakira? Nuestros gustos musicales son como una birra helada, una tarde de verano, en la playa: los disfrutamos sin hacernos ninguna pregunta.
En el prólogo del segundo volumen de K-Punk (Caja Negra, 2020) –que reúne, en una inmensa ola, los ensayos sobre música y política de Mark Fisher–, Darren Ambrose nos adelanta que los textos de Fisher son «no-sentimentales». Al comienzo de La risa caníbal (Fiordo, 2016), Andres Barba escribe: «A diferencia de las razones, los sentimientos tienen la poderosa virtud de ser inexpugnables. Una idea puede discutirse. Un sentimiento solo puede respetarse». Creo que habría que entender la ausencia de sentimentalismo en Fisher en esa dirección.
Personalmente, tengo poca afinidad con el recorrido musical que aparece en la primera parte del libro y sospecho que las bandas que a mí me gustan a Mark deberían parecerles una mierda. De hecho, recuerdo que disfruté y celebré el disco The Next Day, de David Bowie. Pero cuando llegué al ensayo boxístico que le dedica Fisher me quedó claro: mi relación con la música, muchas veces, es fascista, pasa exclusivamente por un puro sentir sin interdicto del pensamiento, de la crítica, de la reflexión o la lectura.
Fisher es un crítico de lo particular: no hay ninguna sola línea analítica que no parta de un caso concreto, de un objeto bien definido. Lo digo más directamente: Fisher habla de bandas, de discos, de noticias, de acontecimientos políticos, de películas y de libros. Puede llegar a conclusiones lacanianas mirando la liga europea. El punto de partida nunca es la teoría, sino la más radical de las inmanencias: la coyuntura, el contexto, el aquí y ahora. Fisher hace esgrima con la velocidad de su época, con su presente inmediato. Quizás, por eso, en varios momentos quedamos afuera: o no escuchamos el disco del que habla, no vimos la película, no leímos la noticia. Lo importante es que esta carencia que ocasionalmente podemos llegar a experimentar no resiente la lectura ni nos desvincula de ella. Todo lo contrario, leer a Fisher es como mirar un mapa de época, un mapa musical, político, filosófico, cuyos países no conocen fronteras bien definidas: una especie de Pangea o supracontinente semiótico donde la red neurálgica de saberes comparten una misma actividad nerviosa.
Lo cierto es que Mark Fisher se carga con una urgencia de época: interrogar la música no solo es interrogar una de las bases supervivientes de la civilización occidental –que iría desde las musas y la poesía lírica hasta Ca7riel y Paco Amoroso– sino también interrogar cómo se producen los juicios estéticos, más allá de la alienación autista de los gustos personales, de los sentimientos y las identificaciones idólatras que suelen darse en el caso de las heroínas y héroes de la música.
Hoy, cuando casi no hay forma de frenar las publicidades de YouTube, que generalmente se disparan con canciones bizarras donde la cultura yanqui demuestra su perverso poder globalizante –al punto tal de que vemos a músicos musulmanes o chinos, sin concesiones, despilfarrando culos photoshopeados en bikini y relucientes Ferraris, cadenas de oro y colores explotados por contrastes psicodélicos imposibles de ignorar, en alguna isla privada o mansión multimillonaria filmada desde lo alto por un drone– los reparos que Fisher le pone a nuestros gustos y sentimientos resultan, por decirlo así, herramientas necesarias para el análisis de nuestra época: el escudo de Aquiles contra la gilada.
¿Cuáles son, entonces, las relaciones entre música y política? Desde la polis griega hasta la metrópolis moderna, toda ciudad incluye modos de regulación del ruido. Sin un razonado ordenamiento de la sonoridad en general, no hay ciudad. Las distinciones entre los sonidos del bios y del zoon –la voz humana como distinta del ruido animal («ruido» viene de rugido)– sirvieron, de Aristóteles en adelante, para pensar nada más y nada menos que al ser humano como especie dominante. En otras palabras: la música como desterritorialización de la voz y la política como territorialización de los cuerpos civiles siempre mantuvieron relaciones complementarias. Al intervenir en las distinciones entre ruido y voz, melodía y cacofonía, la música altera la vida ciudadana: o bien para hipnotizar, para anestesiar, para adormecer, o bien para desestabilizar, para inquietar o interpelar esos mismos modos de vida.La música como lugar donde conviven la voz y el ruido, siempre parece reforzar o debilitar ciertos límites: entre lo animal y lo humano, lo natural y lo artificial, el rostro y el maquillaje, la cara y la máscara, el ser y el parecer.
Voy a decir de Fisher lo que Deleuze dijo de Nietzsche: leer a Fisher sin reír –y aún más: sin reír a carcajadas– es no haber leído a Fisher. Como cuando pone en un mismo párrafo a Robert Smith y al Joven manos de tijera; o cuando propone «un ataque nuclear táctico dirigido a Glastonbury», cede de un festival de música careta; cuando bardea a la derecha, a la izquierda, a Robbie Williams, a los Artic Monkeys, al terrorismo y al antiterrorismo, al fútbol y a los políticos de turno: todos la ligan, en el cuadrilátero donde Fisher esgrime su comedia marcial, su sarcástica arquería filosófica.
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Mark Fisher se doctoró en filosofía en la universidad de Warmick, en 1999. Su tesis doctoral se llama Flatline Constructs: Gothic Materialism and Cybernetic Theory-Fiction y se puede leer, en inglés, acá. La introducción de esta tesis está compilada y traducida por Juan Salzano, para el volumen Deleuze y la brujería (Las cuarenta, 2009) y fue –si no me equivoco– lo primero que se publicó de Mark Fisher en la Argentina. Entre estos fragmentos, hay una clave de lectura para acercarnos a los textos de K-Punk: me refiero a la idea de flatline, importada de la novela Neuromante (1984), de William Gibson. «Flatline» es un término médico que indica muerte cerebral en la lectura del encefalograma: la línea plana y el pitido del coma. Pero también designa una zona de actividad, el Otro Lado, un continuum donde la vida y la muerte pierden sus rasgos distintivos.
La idea fue llevada al cine en un año significativo para la humanidad: 1990. No recuerdo que Fisher hable en algún momento de la película dirigida por Joel Schumacher, con Kiefer Sutherland, Kevin Bacon y Julia Roberts. En la película, unos estudiantes de medicina se proponen indagar qué hay más allá de la muerte. Para eso, por turnos, se inducen mutuamente el coma por pocos minutos y son reanimados por sus compañeros para perpetrar lo que Maurice Blanchot sostiene que es imposible: tener una experiencia de la muerte. Ellos son flatliners: van y vienen, como Victor Sueiro. En la película, la muerte está representada como un espacio virtual entre onírico y pesadillesco, casi como un videojuego donde presenciamos imágenes fragmentadas, restos de fantasías y temores esparcidos como esquirlas en una entelequia post-mortem que sobrevolamos en primera persona. Hay algo de esto en Matrix: las sillas donde se acuestan para conectarse al sistema parecen camillas de odontólogo. Lo que sucede en la película es que los personajes empiezan a volverse paranoicos y a ser arrinconados por errores inconfesables del pasado, por sus propios síntomas.
Fisher escribe así, como un flatliner: piensa con y desde sus síntomas. No es un teórico: su propio cuerpo es el laboratorio de ideas y conceptos. Jamás habla de la depresión sin haberse deprimido antes. La idea misma de un «realismo capitalista» no es, de ninguna manera, un «concepto» en el horizonte de Fisher: es una realidad palpable. Fisher vive inmerso en su «realismo capitalista»: encarna sus pensamientos o sus pensamientos se encarnan en él.
En su tesis doctoral aparece el caldo de cultivo y las primeras cepas que lo llevarán a esta idea, porque ahí comienza su subrayado del marxismo en las zonas donde la obra de Marx empalma con la literatura de terror: el capitalista como vampiro, la fábrica como monstruo. Me pregunto si una persona melancolizada hasta el suicidio no percibe la vida como una novela de terror. Lo cierto es que Fisher empieza desde temprano a abonar esta visión en clave horrorosa del «realismo capitalista» que comienza a transformarse en su propia realidad, en su plataforma de experiencias y vivencias de la cultura contemporánea: la Matrix a la que Fisher se conecta para poder escribir, desde adentro, en contra la Matrix.
En una de las entradas de K-Punk leemos: «El capital te persigue en los sueños». El capitalismo se comporta como un flatliner: no conoce límites entre vida y muerte, sueño y vigilia, sino que alcanza tentacularmente todos los recovecos de lo real. Por eso, el paralelismo entre depresión económica y psicológica vuelve una y otra vez en sus ensayos: son una y la misma cosa. Bipolaridad, ansiedad, angustia, euforia, bienestar y terror: movimientos flatliners del capital, entre perversas pulsiones de vida desenfrenada y una pulsión de muerte recalcitrante que se hilvanan en nuestra sangre como una hélice de ADN.
«La interioridad presupuesta por gran parte de la terapia no es mucho más que un efecto especial ideológico (…). El llamado “interior” es, en realidad, un pliegue del exterior. La mayor parte de lo que se supone que está “dentro” nuestro lo hemos adquirido del más amplio campo social». Si Fisher lee como un flatliner es porque su pensamiento tiene la forma de una banda de Moebius, donde el adentro y el afuera no son espacialidades opuestas sino sucesivas. Las interpretaciones de Fisher son disolventes de constructos dicotómicos y permiten pensar continuidades entre elementos opuestos.
Ahí está todo el riesgo de la experiencia flatliner: como en la película, ir a surfear del Otro Lado, planear por los bordes de la muerte, es traer a la vida un resto inestable de la carga con la que está hecha el «realismo capitalista», en un movimiento de importación peligroso. Dice Fisher, en uno de los ensayos de K-Punk que parecen entradas de un diario:
No podía escribir, excepto de un modo mecánico; lo que producía parecía forzado, muerto en su propia concepción. La droga que elijo para alterar el ánimo, la música, no funcionaba. Escuchaba box sets completos. Disfrutaba del tiempo con mi mujer y mi hijo, pero este goce tenía una cualidad fugitiva: mis dedos siempre ansiaban alcanzar mi smartphone. Siempre había algo que yo debía haber hecho y que todavía no había realizado (…) ¿Por qué no podía ser simplemente feliz? (…) Vean, vean, me he transformado nuevamente en el sujeto obediente del realismo capitalista.
En ese movimiento de flatliner entre una depresión inhibitoria y la producción de una escritura de resistencia, la ficha termina cayendo del otro lado. Fisher se veía constantemente atrapado en las garras de su propio objeto ominoso: el pasaje del concepto al afecto, del realismo a lo real, de la vida a la muerte. Si Fisher –siguiendo las directrices de Deleuze– hizo de su escritura un «cuerpo sin órganos» para resistir los envistes de la muerte, es porque su obra no responde a ninguna organización estable: música y política es tan solo una forma de agrupar, en términos editoriales, una heterogénea intensidad irreductible. No hay ni un solo ensayo sobre música en donde no aparezca la literatura o la filosofía: Lacan en clave pop, el glam y Baudrillard, el gótico y Lovecraft. «En el punk, los cut and paste, las uniones, los cortes, en otras palabras, los modos en los que el mundo no coincide consigo mismo, son ostentosos y están puestos en primer plano». Si tuviera que pensar un tipo de corporalidad para su escritura, diría que estamos ante un Frankenstein filosófico, un monstruo tierno, melancólico y hermoso hecho de restos incongruentes que adquieren vida por medio de la electricidad de un rayo mortal.
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Como sucede con las obras de otros suicidas, es muy difícil leer los textos de Fisher sin percibir un clima tenso. El efecto de lectura de sus ensayos es parecido al que produce El camino total, de Salvador Benesdra: el libro de autoayuda de un suicida depresivo parece la línea de remate de un gran chiste o la raíz cuadrada de la desesperanza. Los escritos sobre política de Fisher oscilan entre un abanico de alternativas y propuestas para combatir el capitalismo y una serie de enunciados pesimistas, asfixiantes, de esos que te hacen cerrar el libro para ir a tomar un poco de aire o poner alguna estupidez en Netflix. Fisher es un surfista bipolar: su escritura fluye entre la ola eufórica de un vitalismo punk y un desmoronamiento de pozo y péndulo.
El depresivo también es, por definición, un flatliner, un ser de frontera: habita entre la vida y la muerte. Su pensamiento filosófico busca cortar el cableado psicótico del capitalismo, con todos los riesgos que eso implica. Pero, como sucede en las películas de acción, siempre hay que elegir qué cable cortar: el azul, el rojo o el verde. En cada ensayo, sentimos esa tensión frenética del desarmado de una bomba a punto de explotar.
Kristeva escribió un libro hermoso sobre la depresión: se llama Sol negro. Depresión y melancolía. Mientras leía a Fisher volví a revisar algunos pasajes del libro de Kristeva, como este: «Mi dolor es la cara oculta de mi filosofía». La frase podría aplicarse perfectamente a K-Punk. Pero algo no cuaja: Kristeva explica que la palabra del depresivo es repetitiva y monótona, lentificada. El depresivo no puede asociar. Entonces, es viable pensar que la escritura de Fisher constituye una forma de la cura, su frágil salud mental momentánea. Queda claro que Fisher tipea sus textos en el reverso de su diagnóstico clínico: su escritura no cuadra en las descripciones de la depresión. Aún así, la imagen del poema de Nerval que da nombre al libro de Kristeva –«el sol negro de la melancolía»– me hace pensar en él: en la fuerza oscura de su lucidez.