María Moreno: "Piglia se obsesiona con la figura del lector"
Jueves 27 de junio de 2024
La conversación como biografía oral: María Moreno presenta las conversaciones de Horacio Tarcus con Ricardo Piglia, editadas por Siglo XXI, bajo el título Introducción general a la crítica de mí mismo.
Por María Moreno.
Las luces de la sala se habían apagado. No recuerdo la película, pero debía ser una de esas que era preciso haber visto para quedar incluido dentro de los hábitos culturales de la izquierda, aunque –estoy segura– no se trataba del cine Lorraine. Lo que sé es que, perturbada por la presencia de Ricardo Piglia unas filas más adelante, me retrasaba en levantarme y dirigirme a la salida. Apenas lo conocía a través de la banda de la revista Literal (no todos: Luis Gusmán, Germán García, Osvaldo Lamborghini), que solían encontrarse al mediodía en bares situados en los alrededores de la librería Martín Fierro, donde Gusmán trabajaba y convocaba visitas que todavía no eran ilustres.
Pero todos ellos ya habían publicado sus primeros libros, mientras que yo era un satélite punk, sin obra e infantilmente querellante. A veces venía Piglia, a quien yo tenía miedo: Germán, entonces más cerca de Miller (Henry) que de Miller (Jacques-Alain, y no es la primera vez que hago este chiste), lo llamaba “el superyó político”.
Piglia estaba en el cine con una mujer vestida de rosa y medias verdes –suelo recordar esas cosas porque durante muchos años fui cronista social– que por alguna razón identifiqué como extranjera. Yo seguía sin levantarme (no quería tener a Piglia a mis espaldas), mientras que él permanecía sentado aunque los créditos ya habían desaparecido (quedaba bien detenerse a reflexionar, para un cantado debate posterior). Luego la pareja se levantó y se dirigió a la salida.
Por suerte no me vieron, pensé, hasta que vi un impermeable doblado en su butaca. Tímida, se lo alcancé balbuceando no sé qué cosa. Él me dijo: “Qué linda escena para una novela”. Me pareció ridículo; sin embargo, poco antes, mientras corría para alcanzarlo, había pensado en probarme el impermeable.
Solo ahora pienso que el impermeable era una prenda mítica para la literatura. Representaba al espía, al investigador, al doble agente, a Boogie el aceitoso. Y yo no me lo puse entonces, ignorando que es la pieza más literaria para un escritor, tal vez la única que propone un deseo de la ficción peligrosa y de la crítica como pesquisa.
La conversación como biografía oral
Recuerdo un reportaje que le hice a Horacio Tarcus en ocasión de la salida de su libro Diccionario biográfico de la izquierda argentina. De los anarquistas a la “nueva izquierda”, 1870-1976. Como en la escena del cine con Piglia, la realidad inventaba y mientras Horacio iba diciendo los nombres, que evocaban la
Rusia para el futuro comunista, se largó a nevar como en San Petersburgo.
Esta conversación se grabó en un entrañable Sanyo de microcassette. No es la versión oral de Los diarios de Emilio Renzi, sino la memoria detallada y chismosa de los sesenta y setenta, años en que Piglia fundó y participó en revistas que reflejan los debates de la izquierda, su figura siempre disidente con las convenciones, sus desacuerdos que siempre lo dejaban en un lugar extraño y vanguardista, aunque le disgustara esta palabra: un trotskista que entroniza a Puig, un maoísta que lee a Raymond Chandler y James Hadley Chase, un solitario que camina por la calle Santa Fe mientras sus compañeros caminan hacia Ezeiza para recibir al general, un militante de Vanguardia Comunista que se reúne con sus compañeros en un camión de mudanzas, un lector emperrado en leer las obras completas de Sarmiento en plena dictadura y en la Biblioteca Nacional, un reacio a dialogar con el Estado aunque se haya vuelto a la democracia, un disidente que no se toma en serio la candidatura a intendente de David Viñas, que proponía que en los semáforos la luz roja indicara avanzar.
Cada revista es un documento sobre las evoluciones ideológicas de Piglia hasta que pasó a la clandestinidad a la manera de la carta robada, en una universidad de los Estados Unidos, evitando ser un rostro de los medios masivos, la buena conciencia, bajo la figura de lo que Horacio Tarcus llama “izquierdólogo”. Horacio es una especie de comisario Croce que expone sus pruebas en los archivos del CeDInCI, mediante recordatorios puntuales como Revista de la Liberación, Literatura y Sociedad, Revista de Problemas del Tercer Mundo, No Transar, Desacuerdo, Los Libros, Punto de Vista, Cuadernos Rojos, proponiendo a Piglia como hombre ilustrado que aspira a ser el editor de su propia biografía, del mismo modo que en los diferentes lugares en los que vivió –Adrogué, Mar del Plata, La Plata, Buenos Aires, Princeton– se inventó un yo diferente: lo confiesa Piglia con el tono de canchero del que conoce bien sus propias picarescas.
En Piglia, cada amistad es lo contrario a una afinidad, es una querella que no termina por definirse, que crece sin apagarse en un vencedor y un vencido, que suele cobijar diferencias irreductibles y, cuando la separación se produce, el silencio jamás se interrumpe (esa es la prueba mayor de toda amistad apasionada, quizás más que el amor). Las amistades están organizadas por el pase de rituales de lectura: da de leer, o le es dado, y así se recibe el nombre de un libro como en una especie de comunión. Como ese pibe del que no recuerda el nombre que, en La Plata, le discute desde el marxismo mientras él es un pichón de anarquista formado en la biblioteca de su novia Susana en Adrogué. O ese Luis Díaz que lo lleva a conocer a Luis Franco, al que Piglia enfrenta sin darle la razón, aunque vuelve a su casa convertido al marxismo. Otros nombres: Silvio Frondizi, Boleslao Lewin, Nicolás Sánchez-Albornoz. Para Ricardo Piglia los bares de las ciudades en que vivió fueron también escritorio abierto –allí escribió los borradores de sus novelas, tomó apuntes para las colecciones de libros que dirigió, bosquejó ensayos destinados a las revistas literarias de las que participó–, sala de encuentro con otros conspiradores de la trama cultural y política –David Viñas, Roberto Jacoby, Héctor Schmucler…–, biblioteca personal –para leer de Dostoievski a García Márquez o estudiar el fetichismo en El capital de Marx– y refugio de activista como cuando, durante una manifestación de protesta contra la invasión estadounidense a Santo Domingo, ante el ataque de los cosacos, corrió desde Congreso hasta La Ópera. En La Modelo, una cervecería de La Plata, junto a José Sazbón, ese autodidacta señalado como sabedor de Leibniz, lee El capital en reuniones que empiezan a las 2 de la tarde y se prolongan con cerveza tirada hasta el anochecer. Por su palabra aporteñada en exceso, como suele sucederles a los que no son porteños, poco correcto o sin autocorregirse dice “minas” o “boludeces” como si se editara como “reo” (un sueño intelectual, después de todo).
Piglia se atreve a relatar la amistad pudorosa con Rodolfo Walsh –ambos parecen mirarse el uno en el otro– para luego concluir que, si Andrés Rivera escribe los comunicados internos de Sitrac-Sitram y al mismo tiempo no descuida su obra, Walsh huye de la escritura porque tiene una crisis como artista y que la militancia, en cambio, es un mundo seguro con reglas específicas –aunque pueda llevar a la muerte–, y entonces se le impone. Tal vez, para Walsh, la militancia fuera mera resistencia a la escritura; entonces, el proyecto político sería la verdadera evasión de un deseo que insiste, una y otra vez, pero se derrama en la letanía de sus obstáculos. Ese sería, en realidad, el origen de un eterno proyecto de simetría –entre el escritor político y el “artístico”, entre el escritor y el periodista, entre el político y el escritor– para el que había soñado una y otra vez una organización que le permitiera ejercerlo en una especie de sistema de turnos.
* * *
En la charla con Tarcus –mientras le reprocha no tener en el CeDInCI Cuadernos Rojos–, Piglia deschava los verdaderos secretos de la izquierda, las financiaciones de El Escarabajo de Oro y también de Punto de Vista, que se sobrepone a la caída del Comité Central de Vanguardia Comunista –que la financia– para sostener una memorable resistencia en la revista misma, en reuniones de discusión y en conferencias.
Hoy los cambios de adscripción política se leen como oportunismo o diletantismo. En esos años de ebullición intelectual, de literatura como compromiso, de Revolución Cubana o Mayo del 68 –que terminó demostrando que, bajo los adoquines, había más adoquines y no la playa–, las mutaciones eran al ritmo de ráfaga, pero en la misma dirección: la izquierda radicalizada. Toto Schmucler pasó del marxismo al montonerismo; Beatriz Sarlo, del peronismo católico al maoísmo; Piglia, del anarquismo al trotskismo y, de ahí, al maoísmo, siempre con la pulsión entusiasta de discutirlo todo como si cada vez dijera: “Pero ¿y más allá?”.
Si Walsh estaba obsesionado con la novela del futuro y lidiaba angustiosamente con la propia –sus papeles fueron desaparecidos de su casa de San Vicente por “la patota”–, Piglia se obsesiona con la figura del lector. Será por eso que persistió sin contradicciones entre su vida política y su vida de escritor. ¿Acaso el Che, en una gruta de Bolivia, sentado a horcajadas sobre un árbol, cerca de los víveres y las municiones, no leía a León Felipe?
Esta conversación rescata el tono, la cadencia y la risa de la voz de Piglia; podemos imaginarla memoriosa y cachadora, sin vacilaciones, aunque fuera un hombre tímido.
En sus últimos días, casi totalmente paralizado por la ELA, salvo el ojo izquierdo y una sonrisa que, apenas esbozada en una comisura de la boca, reservaba para los amigos, escribía con el Tobii, un hardware que le permitía hacerlo con la mirada. Decía sentirse como un soldado: todavía le cabía su definición del lector: “El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado”.