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No Ficción

Marcel Schwob y sus cartas de amor en altamar

Leé una carta traducida por primera vez al español, parte de Viaje a Samoa 

"Como si de una comezón se tratase, siete años después de la muerte de su admirado Robert Louis Stevenson, Marcel Schwob se embarca a bordo del Ville de Ciotat con destino a Samoa para rendirle homenaje al autor de La isla del tesoro. Más que un viaje, Schwob emprende una peregrinación sin otro souvenir que una neumonía atroz y un manojo de cartas que durante todo el periplo le envía a su mujer –la actriz Marguerite Moreno– fechadas desde el 21 de octubre de 1901 al 18 de marzo de 1902", escribe Walter Romero para presentar la edición de Los Lápices Editora. 

Por Marcel Schwob. Traducción de Sofía Traballi.

 

A bordo del Ville de la Ciotat

Canal de Suez

Viernes 25 de octubre de 1901

Dos de la tarde

 

 

Amada mía, acabo de recibir tu telegrama en medio del canal. Tus cariñosas palabras pasaron por la ciudad de Ismailía y vinieron a traerme algo de sosiego. Cuánto te agradezco que me hayas escrito, ¡pasaré tanto tiempo sin tener noticias tuyas! Me tranquiliza saber que todo va bien y que no estás demasiado triste. Supongo que ya habrás recibido la esquela que te envié desde Puerto Saíd. Dentro de cinco días podré escribirte desde Yibuti.

Ayer, tras cerrar la carta, el barco comenzó a balancearse cada vez más. Pero el día estaba hermoso. La brisa era increíblemente suave; el cielo, azul muy pálido, cubierto de nubecitas de un blanco opaco. Cena agitada, con los “violines” tendidos. Luego la luna sobre el espumoso oleaje. La llegada a Puerto Saíd estaba prevista para la medianoche. Hacia las once despunta en el horizonte, a la derecha del barco, una luz roja, muy débil, que se enciende y se apaga: es el faro de Damieta. Un poco más adelante otra luz se bambolea, oscila en el aire, salpica el mar de puntos brillantes; es un paquebote que se dirige hacia el canal; lo sobrepasamos. De pronto, a doscientos metros a babor, dos estrellas fugaces de color rojo oscuro caen en el mar: ¡ojalá te traigan suerte, querida mía! Luego aparece frente a nosotros una línea oscura con luces que titilan, y el Ville de la Ciotat se detiene: hemos llegado a Puerto Saíd. Otro faro que relumbra, se balancea, gira, crece en la oscuridad; cuando descubro que se trata de un fanal colgado del extremo de un mástil y percibo el casco negro de un barco, dos bengalas surcan el cielo emitiendo chispas. Es el barco piloto. Sigue un momento de deliberación: el Ville de la Ciotat avanza lentamente entre barcazas amarradas, como a través de una ancha calle marítima, bordea un dique en el que alcanzo a ver una horrible estatua de Ferdinand de Lesseps, y luego se aproxima al muelle. De un café-concert brota el sonido de una orquesta. Son las doce y media de la noche. La lancha del servicio sanitario nos aborda, y transcurre una media hora. Finalmente colocan la escalera y descendemos a las barcas de los árabes, que nos conducen a tierra. La calle principal de Puerto Saíd está iluminada: stores[1] que venden cigarrillos, bazares, tiendas que ofrecen postales; pasan fellahs[2] con tarbouch[3]y túnicas azules, marrones o amarillas, policías con uniforme y cinturón, y hombres con turbantes a rayas. Te hablan en inglés, francés y, sobre todo, en sabir.[4] Compro dos trajes color caqui, un par de zapatos de lona blanca y un sombrero del que no puedo prescindir. Mis compañeros de viaje se abalanzan sobre las postales; mientras ellos eligen, yo espero afuera. Un horrible niño vestido con una larga túnica descolorida sale de una calle oscura y me aborda tirándome de una manga: “Venga, Moussié, venga ver lindas mujeres”. Un tuerto con tarbouch me ofrece amablemente una silla y tomo asiento. Se acercan dos hombres más; uno es un bello moreno de bigotes rizados. Un anciano alto, con caftán y turbante verdes, se apoya en un bastón blanco de caña y gira hacia mí su rostro broncíneo. Tras observar mi barba afeitada, el tuerto, sentado en otra silla, me dice: “A mí gustarme mucho los artistas. Muchos artistas en Puerto Saíd. ¿Usted conocer al gran Mévisto?”.[5] Le digo que sí. “Mévisto patrón mío tres años. Usted hablarle de ‘brahim. Él querer mucho a ‘brahim. Y también la señora Dudlay.[6] Y el director de orquesta, muy bueno, él belga. ¿Usted ir lejos?”. Le respondo: “A Colombo. Y después a Australia”. Entonces el tuerto ‘brahim replica con tristeza: “Yo nunca en Colombo, nunca en Australia. Solo El Cairo”. Supongo que te causará gracia imaginar al tuerto hablándome de Mévisto en la Rue du Commerce de Puerto Saíd a la una y media de la mañana. En ese momento, uno de nuestros compañeros de viaje sale de la tienda y pide naipes translúcidos.[7] El moreno buen mozo se acerca a él y saca un paquete de su bolsillo. El dueño de la tienda exclama: “Él ladrón, ¡esos ser naipes comunes!”. Y volviéndose hacia mí, agrega: “Él ser muy bandido, muy cafisho” (risas). “Él hacer todo lo que quieras. Esto (se introduce un dedo en la boca), o esto (con las manos en abanico detrás de la espalda, mueve sugestivamente el trasero). ¡Malviviente!”. Sin mostrarse ofendido, el lindo moreno de bigotes rizados guarda sus cartas en el bolsillo y sonríe. Veo deambular a las cuatro hijas gordas del señor Champoudry; más lejos, un grupo de misioneros a los que acosan con propuestas, y dos pobres benedictinas que erran desorientadas en medio de la escena. Bajo el farol de una tienda descubro a Ting, que desembarcó con otro chino. El patrón del chino le dio una revista con fotografías obscenas. Ting está indignado. “Oh so bad people”, dice.[8]

A las tres y media regresamos al Ville de la Ciotat, que nos espera agazapado en la ensenada como un gran monstruo blanco devorador de carbón. Todo está cerrado herméticamente, camarotes, portas, ojos de buey; un horrible polvo negro se cuela por todas partes y amenaza asfixiarnos. Me acuesto pero no me duermo; pasan fellahs cargados de sacos, rostros siniestros acechan los pasillos desde un rincón de la batería, se oyen chirridos de cadenas, gemidos de cabrestantes. A las cinco de la mañana, finalmente, el ruido cesa.

Cuando desperté, habíamos llegado al canal. El mismo cielo azul blanquecino salpicado de nubecitas opacas sutilmente estriadas de rosa, el cielo de Egipto; el canal con sus riberas llanas como las del Sena en Point du Jour, y más lejos, lagunas semejantes a marismas salobres pobladas de pájaros blancos que vuelan en círculos. No son las hermosas aguas del Mediterráneo; estas son verdes, aunque límpidas. Luego, orillas de arena, oscuros matorrales y una casa que parece traída de Villeneuve-Saint-Georges o de Ris-Orangis. Dos palmeras que elevan al cielo sus abanicos de hojas cargados de racimos de flores, una barcaza árabe, hombres bronceados que llevan turbante y reman con zagual, y un anciano desnudo que nada hacia su barca cargando sus ropas en un atado sobre la cabeza. Algunos fellahs ven pasar el barco. Nos cruzamos con un buque alemán proveniente de Durban, lleno de hombres con sombrero blanco, mujeres y nativos; y otra vez la orilla, dunas, montañas de arena. Dos camellos avanzan parsimoniosamente. Un sol abrasador en un cielo azul blanco, el soplo suave del aire sobre el rostro, un calor intenso que envuelve y acaricia todo el cuerpo, moscas de vuelo errático: hemos llegado a Oriente.

Son las cuatro y media de la mañana y empiezo a sufrir este calor. Es que aún no me puse mi traje caqui, pero mañana deberé hacerlo. A pesar de lo largo que es este viaje, sorprende la rapidez con que se transforman el cielo y la fisonomía del mar. Es como si, desde Jonia hasta la costa egipcia, hubiéramos sido transportados en sueños. Al principio fresca, la caricia del aire se volvió insidiosamente cálida, para convertirse muy rápido en un calor opresivo.

Solo aquí pude advertir la nefasta influencia de la raza blanca. Seguramente los fellahs no eran castos ni puros, pero horroriza ver cómo te ofrecen naipes translúcidos fabricados en Bruselas y en Hamburgo (“Venga a mirar, Moussié”) con la certeza de complacerte. La risa impúdica con la que el chino me mostró las fotografías que le había dado su patrón me puso muy triste. El amo las dio, así que está bien. Nuestros vicios sustituyen a los suyos, como nuestras religiones reemplazan a sus creencias: ¿cómo podrían distinguir entre ambas cosas?

Conocí a un señor que vive en Montmartre, en la Place des Abesses. Se llama Alexandre y es alto y pelirrojo. Era amigo de Courteline y antaño frecuentaba el Clou en compañía de un tal doctor Pfinder, ya fallecido. En este barco hay personas más instruidas y de mayor jerarquía: este hombre es comisionado en Saigón. Pero vivió en Montmartre veintitrés años, y es el único aquí que sabe apreciar el matiz de una nube y los radiantes tonos del cielo y el mar.

Es todo por ahora, querida, adorada Marg; en Yibuti te escribiré una carta más larga. En caso de que recibas un telegrama de una sola palabra, el nombre de una ciudad, eso significa que debes escribirme a la agencia Cook de ese lugar.

Si dice “Auckland”, por ejemplo, eso significa que me dirijo hacia allí y que debes enviarme tu carta o telegrama a la agencia Cook de Auckland. En caso de que el código no aportara la dirección detallada ni tampoco la residencia, podrás conseguir esa información en Avenue de l’Opéra. Aunque me temo que tendré que irme de Sídney apenas llegado a causa de la exorbitante garantía que me exigirán por Ting (dos mil quinientos francos).[9] Por este motivo, es posible que deba desembarcar en alguna colonia francesa, tal vez Tahití. Pero en Colombo me informaré mejor.

Las sacudidas del barco no me dejan seguir. Te amo, querida mía. Decile a nuestra mamá que la quiero y que le mando un beso. Cuando recibas esta carta, Pierre ya se habrá ido; cariños para Lucien y Gaston, y caricias para King Cole, Queen Bess, mi querida Floss y mi pequeño Nikki. Saludos a Alphonsine.

Estoy muy bien (es decir, bastante bien, excepto por lo que ya sabemos). Un beso, querida mía, my love. Te amo más que a mi vida.

 

Tu Marcel

 

 


[1]Tienda, almacén (Nota de la T.).

[2]Campesinos (Nota de la T.).

[3]Fez (Nota de la T.).

[4]Pidgin utilizado entre los siglos xiv y xix por marinos y mercaderes de la región del Mediterráneo. Incorpora elementos del italiano, el español, el francés, el árabe, el turco, entre otras lenguas. Nota tomada de Vers Samoa, editorial Ombres, París, 2002, autorizada por su editor, Bernard Gauthier (Nota de la T.).

[5]Jules Mévisto (seudónimo de Jules Wisteaux): actor y cantante de café-concert (Nota de la T.).

[6]Actriz de la Comédie-Française (Nota de la T.).

[7]Naipes que, al observarlos a trasluz, revelan escenas pornográficas (Nota de la T.).

[8]“Oh, qué mala gente” (Nota de la T.).

[9]A partir de la década de 1880 las colonias australianas instrumentaron restricciones y medidas proteccionistas contra la inmigración asiática. A su llegada a Sídney, Schwob debió pagar una suma considerable en carácter de caución para poder desembarcar con Ting, y halló las mismas dificultades en Samoa, donde regían disposiciones similares. Nota tomada de Vers Samoa, op. cit., autorizada por su editor, Bernard Gauthier (Nota de la T.).

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