Mansilla perfila a Sarmiento, "el primer gladiador literato de nuestro país"
Publicado originalmente en 1894
Lunes 06 de febrero de 2023
El autor de Una excursión a los indios ranqueles perfila al autor del Facundo: "Sarmiento era algo de simple, como esos cuerpos elementales que es en vano someter al análisis buscando sus compuestos".
Por Lucio V. Mansilla.
A mi amigo Lucio V. López
Ne Jupiter quidem ómnibus placet*
Pues Sarmiento era algo de simple, como esos cuerpos elementales que es en vano someter al análisis buscando sus compuestos. Nada había en él de complicado, ni como escritor fecundo, ni como filósofo sin una filosofía, ni como político, sin ser un estadista. Atacó una causa sin sensibles intermitencias, lo mismo que hubiera podido servirla; no era interesado: la vanidad lo desequilibraba, los astutos habrían podido inducirlo, comprometerlo, explotarlo, dándole títulos y honores. Pero la atacó como campeón resuelto, batallando animosamente, a veces y no pocas, con ímpetu feroz.
Él amaba la educación y era inculto, a pesar de sus viajes, de su roce con las gentes, conservando siempre y en todo la aspereza de las breñas sanjuaninas de donde salió; con una circunstancia singular, que fue siempre el hombre más del terruño primitivo, porque constantemente y sin que en ninguna coyuntura fallara el determinismo: sanjuanino y hombre de bien y de verdad fueron para él como cosas que raramente no andan juntas.
En una palabra, nadie fue más de San Juan que él. Aquí están sus huesos; allí debiera estar el monumento cifrando su nombre.
Hizo la política y el gobierno con cierto desorden, como sus viajes sin plan, viendo mucho y observando cuanto podía. Pero con deficiencia, porque no poseía bien ninguna “lengua-contacto” –permítaseme la expresión- como el francés o el inglés, sin cuyo requisito la superficie y la exterioridad suelen confundirse con el fondo y la interioridad de las almas y de las cosas.
Sus lecturas parece que hubieran sido muchas; nada de eso.
Sarmiento sólo era un adivino de epígrafes; un sonámbulo lúcido de soluciones finales; así se explica su Argirópolis.
Escribía lo mismo que pensaba y que leía, à batons rompus… y sin ser estilista tenía un estilo personalísimo.
Nadie fue como él productor de frases exuberantes, enmarañadas, ricas, envueltas siempre en lianas de cultura al parecer áticas.
Por eso su mejor libro son sus Recuerdos de Provincia; libro sin retórica, sin artificios, sin redundancias, sin paradojas de pensador o de artista, sencillo, sincero, casi cándido en algunas páginas; el libro donde él está más de cuerpo presente, diré así, viviendo como fortísima planta endógena, de adentro para afuera, por las reflexiones que le sugieren el espectáculo y el medio.
Sarmiento, sin ser un espíritu científico, o filosófico a la moderna –como que era incapaz de no encerrarse en una doctrina-, abriendo su mente y su alma a todas sin vacilar, anhelando siempre la verdad, ha sido un tentador… que en vano se ha querido imitar: no se imita la originalidad.
De ahí que no haya gravitado como él pensó que gravitaría; y luego, porque hay hombres que cuando se retiran de la escena no pueden dejar, y no dejan, sino el afán de saber bien, qué fueron –como Napoleón, en un sentido; es decir, qué fueron allá en sus abismos impenetrables.
Sarmiento, aunque no fuera oblicuo, dejaba siempre que desear. Hasta su muerte nos ha producido esa impresión, y no nos conformamos por eso con que se haya ido; porque se nos ocurre que algo más y nuevo, siquiera por los modos geniales, nos habría dicho.
Predicando el método, fue todo menos un hombre metódico, con más moral intrínseca que reglas de conducta morales; capaz de amar y de aborrecer con intercadencias, sin cálculo –espontáneamente y hasta sin motivo.
Siendo autoritario por índole no soportaba la férula en nada. Por eso, y porque se avenía más con la extensa superficie de sus conocimientos, pretendió reformar la ortografía. Gobernó poco y mandó más que nadie, pretendiendo ser un hombre de ley. ¿Cómo? Si no era legista por temperamento ni por vocación; tenía demasiado respeto por la fuerza –en sus manos, y aun en las ajenas- aunque siendo capaz de capitular, jamás se habría rendido a discreción.
El porvenir no dará ya hombres de esa laya; son productos de ciertos momentos y que, así como ellos no pueden remplazarse a sí mismos, tampoco pueden tener un sucesor genuino.
Ha sido grande, no es bello. Quiso ser orador, militar, político, sociólogo; sólo fue el primer gladiador literato de nuestro país, y no tuvo más reyertas porque la escena estaba ya “llena de costumbre” por él, cuando ni más ni menos que una preocupación invencible que se va, se despidió para siempre de sus conciudadanos.
¿Quién se habría atrevido a romper lanzas con tamaño adversario? Y singular fenómeno: habiendo sido rebarbatif, casi siempre, o tal como lo he medio perfilado, para que otros hagan su retrato, dejó en pos de sí muchos recuerdos cariñosos, incluso quizá el mío, que respetando su tumba no me incliné sin embargo ante ella.
¿Por falta de veneración? No. Porque el momento de los ¡hosanna! era, para mí, inoportuno.
*Ni el mismo Júpiter agradó a todos.