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Lo primero que hice al hablar con un uruguayo fue preguntar si existía un museo de Onetti. Me miró como si no hubiera entendido qué era lo que le estaba preguntando, luego dijo que toda Montevideo era el museo de Onetti.

Por Maximiliano Barrientos.Foto: Rodrigo Ruiz Ciancia.


La primera vez que conocí el mar fue en unas vacaciones con mi familia. Fuimos a Necochea. Era el año 1986, yo tenía seis años. Caminé por la playa, me acerqué a esa extensión monstruosa de agua y lo que aconteció fue algo parecido al vértigo que experimentan algunas personas cuando reflexionan sobre la vastedad del universo, sobre la pequeñez que representa la vida humana comparada con algo que no tiene límites y que no tiene ninguna cualidad moral o emocional, que ha estado ahí desde eones. En algunas personas esa es una sensación que se asocia con el terror, en otras se asocia con la fascinación. Cada vez que estuve en el mar esa fascinación volvió, por esos primeros minutos que duraba el contacto con el océano era como si no hubiera dejado de ser niño. Algo se mantuvo intacto en mí.

Cuando crucé el Río de la Plata para dirigirme a Montevideo, cuando ya no se vislumbraba el puerto, cuando estaba en medio de esa nada que también era agua y una oscilación discreta, casi imperceptible, volví a estar en Necochea, desmonté las acumulaciones de la experiencia, me reencontré con lo que fui en 1986, cando mi padre me dijo que no tuviera miedo, que dejara que las olas me golpearan los pies, cuando el sol me enceguecía, cuando el olor de la sal lo inundaba todo. Había dormido pocas horas, pero de pronto el cansancio no importó tanto. Me acerqué a una de las ventanas del buquebus y vi a ese paisaje que no era interrumpido por ninguna forma. Había intemperie, por supuesto, pero también había belleza. La belleza propia de los lugares remotos, la belleza propia de lo que está lejano.

Es raro saber que hay algo en el cuerpo, un rumor, un movimiento, vestigios de una voz que no es sólo la mía. En mi voz está mi padre y está mi madre, están sus errores, está una frágil cadena donde se mezcla los malentendidos con la genética. Nunca estamos realmente solos, siempre estamos llenos de hombres muertos a los que no conocimos, ese es el verdadero significado de la sangre y del linaje, ese hacinamiento asqueroso, esa predestinación silenciosa. Mi rostro es una síntesis de esos muertos, el miedo que me habita en ciertas ocasiones está entretejido por lo que antes fue la respiración de cada uno de ellos.

Montevideo, para mí, siempre estará ligado a Onetti, un escritor que leí cuando era muy joven y al que siempre vuelvo. Un escritor que se convirtió en un lugar en mi cabeza. Cada vez que recomendaba a Onetti la gente me decía que él escribía de forma maravillosa pero que era tan triste que no podían leerlo más allá de un puñado de páginas. Para mí la tristeza que sudaban textos tan intensos como Los adioses o El infierno tan temido fue un consuelo, la constatación de que la soledad no es irrompible, que lo que te ha pasado también le ha pasado a otro y que el sufrimiento no hace especial a nadie. Lo primero que hice al hablar con un uruguayo fue preguntar si existía un museo de Onetti. Me miró como si no hubiera entendido qué era lo que le estaba preguntando, luego dijo que toda Montevideo era el museo de Onetti. Estaba en lo cierto. Eso es lo que hacen los grandes escritores, se mimetizan para siempre con la ciudad de la que escribieron. Se quedan allí como un aura, como una segunda piel, como una presencia que no abandona el aire.

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Caminé por la parte vieja de Montevideo. A eso de las diez de la noche, la ciudad estaba casi vacía. Me paré frente al edificio Salvo, una pieza rarísima de arquitectura que parecía salida de Ciudad Gótica. Me dijeron que tiene un hermano gemelo en Buenos Aires y que antes, cuando el cielo estaba despejado, se lo podía divisar. Como si fueran dos gigantes que se miraban desde dos extremos equidistantes. Me dijeron que durante la Segunda Guerra Mundial querían convertirlo en el mausoleo de Dante Alighieri, querían trasladar ahí los restos del poeta para protegerlos de la carnicería y la devastación que arrasaba Europa. Al final ese proyecto nunca se concretó, pero a mí la idea me pareció fascinante: preservar los restos es sintomático de una obsesión por el pasado. Montevideo es una ciudad que trata del pasado. Es una ciudad donde el pasado tiene una presencia apabullante, como si este se hubiera materializado en los objetos que la pueblan, en sus calles, en sus bares, en la arquitectura de algunos de sus edificios, en los carritos de hamburguesas con letreros de neón que parecen salidos de un cuadro de Edward Hopper. Obsesionarse con el pasado no implica obsesionarse con lo que se recuerda, implica obsesionarse por todo aquello que quedó afuera del recuerdo, aquello que no podemos ver, aquello que no podemos reconstruir, pero que sabemos que estuvo ahí. Aquello que fue nuestro y que ahora pertenece al reino de lo perdido.

Me desperté de madrugada para tomar el vuelo a Buenos Aires. El taxi enfiló por la costanera. El chofer no dejaba de hablar. Yo había dormido tres horas y trataba de armar una imagen de lo que era Montevideo con lo poco que había visto, una tarea condenada al fracaso, una tarea imposible. El sol emergía por el mar, era un estallido rosado que se confundía con el aire y con el agua. El chofer estaba orgulloso de ese paisaje.

Dijo:

Si yo viviera en uno de los departamentos de esta zona, pondría el despertador siempre a esta hora para ver ese espectáculo.

Yo miraba, lo escuchaba.

Dijo:

Nosotros recibimos miles de inmigrantes durante la Segunda Guerra. Entonces alimentábamos a los europeos, eran otros tiempos. Cómo cambiaron las cosas, ¿no?

Dijo:

Antes había guapeza en nuestra gente. Cuando fue el Mundial, construimos el estadio en ocho meses. Hacíamos la obra durante el día y a la noche secábamos el cemento con estufas.

En una de las calles había una enorme hilera de taxis. Esperaban fuera de un boliche a los borrachos que quemaban las últimas horas de la noche. Los imaginé allí dentro, bailando, gritándose, cerrando los ojos, sudando: todos desvelados, todos protegidos por la estridencia de la música, ajenos a la primera luz del día. A mi alrededor el paisaje mutaba. Yo miraba, intentaba recordar, intentaba hacer en mi cerebro una maqueta de un lugar que abandonaba. Me obligaba a fabricar memoria con el caos de impresiones que había recogido a lo largo de las horas. Me obligaba a tener una historia que contar.

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