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Los pantalones largos: así empezó a escribir Erri de Luca

"La escritura era un campo abierto, una vía de escape": el autor napolitano entrega un recuerdo de infancia en El más y menos, la exquisita novedad de Portaculturas Editora en versión de Javier Folco.

Por Erri de Luca. Traducción del italiano de Javier Folco.


No se llamaba más maestro, sino profesor.

Aunque habíamos dejado el edificio de la primaria, llevábamos todavía los pantalones cortos, marca de la infancia. Cualquiera con pantalones largos parecía más adulto y más torpe. En la secundaria los temas de clase tenían por título las materias de estudio, una forma de controlar el nivel de aprendizaje. Nos limitábamos a un italiano estatal, rígido como un formulario.

Sin poder explicármelo, me disgustaba.

La lengua embalsamada era parte de una sumisión general al poder adulto. En los recreos nos desahogábamos con el dialecto, una vía de escape. Nos enjuagábamos la boca con el napolitano.

Un día nos fue asignado tema libre, inventar una fábula. Estábamos en las primeras traducciones de las de Esopo/Fedro. Muchos de nosotros se preocuparon, pidieron explicaciones, un indicio, por temor a perderse en esa vastedad. Había que inventar una historia de animales. El inesperado permiso me picaba el seso. Escribí sin parar, apretando el bolígrafo hasta que me dolieron los dedos, única parte entrenada de un cuerpo blandengue. Escribí en caída libre, la pendiente del banco se inclinaba hacia mí con manadas en carrera y nubes de polvo. Las bestias aman levantarlo, molestar a los insectos que las asechan.

El polvo es expulsado por nosotros cada mañana, ahí subía al cielo empujado desde el casco de las pezuñas. El polvo era el alma del mundo. Escribía y los pensamientos pateaban por salir y correr ellos también. Fue una escritura vertiginosa, tuve el tiempo incluso de hacerme una copia para llevar a casa. Fui de los primeros en entregar. Por lo general me demoraba en terminar, buscando extensiones para llegar a la medida mínima indicada.

En casa les hice escuchar el tema. Se sorprendieron de mi prisa más que de lo escrito. Tuve ese día la certera noticia de que la escritura era un campo abierto, una vía de escape.

Podía hacerme correr donde no había un metro para los pies, me arrojaba a la extensión mientras estaba hundido sobre una hoja.

Soy alguien que desde aquel día se puso a escribir para forzar los límites de su entorno.

Cedían, me dejaban ir mientras escribía.

Unos días después, el profesor volvió con los trabajos corregidos, con la nota. Insuficiente el mío; porque evidentemente, huyendo de su control, lo habría copiado de algún manual de temas desarrollados.

Una insólita liberación de lenguaje y un abuso de fantasía me inculpaban. Como indicio, estaba el hecho de que había entregado pronto un desarrollo incluso superior en extensión.

No fue una cachetada en la cara, sino un golpe a la boca del estómago, dado en frío. La acusación me provocó la rebelión de callar.

No repliqué.

Experimentaba por primera vez la incompetencia de los poderes constituidos. Necesitaban espacios estrechos, el campo abierto los confundía.

De ese tema libre había escapado una hora de aire y fue reducida al orden.

Esos poderes tenían necesidad de cuerpos anquilosados para imponer su versión del saber. Les molestaba que se llegara al aula un poco acalorado después de la poco común hora de educación física.

En ese punto de roce entre mi verdad y la de ellos se formó en mi cuerpo una nuez de resistencia opuesta al dominio que, por instinto, abusa. Hoy sé que los poderes con sus acusaciones pueden rendir el más grande honor a alguien que escribe. Hacer de la escritura un cuerpo del delito que trastorna su disciplina.

Los poderes corren el riesgo, insultando, de agregar valor a alguien que escribe.

Hoy reconozco la inconsistencia de la autoridad, de las jerarquías oficiales. En aquel tiempo eran íntegras e indiscutibles. De la injusticia de ese día se abrió la grieta que con el tiempo las demolió dentro de mí.

Pedí con insistencia y obtuve los primeros pantalones largos.

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