Los libros, el país portátil de Cozarinsky
Por Luciano Lamberti
Viernes 15 de febrero de 2019
Una reseña de Los libros y la calle (Ampersand), de Edgardo Cozarinsky -que recientemente se quedó con el Premio García Márquez de cuento-. Se trata de ensayos sobre su biografía lectora en los que se leen líneas como: “Me sentiría exiliado si no viviera entre paredes cubiertas de libros”.
Por Luciano Lamberti.
Como parte del proyecto de la editorial Ampersand, en su colección “Lectores” −que le encarga a escritores la redacción de su “autobiografía como lector”−, Edgardo Cozarinsky acaba de publicar Los libros y la calle.
El título ya anuncia de qué se va a tratar esta recopilación de pequeños ensayos: de una historia de la lectura −siempre transcendental para la biografía de un escritor−, de una historia de la escritura, de cómo nació el deseo de escribir o de mostrar al fin lo que se escribe (no hay que olvidar que Cozarinsky empezó a publicar de grande: cuando salió Vudú Urbano tenía 46 años) y un intento de unir esas dos zonas siempre problemáticas: la literatura y la vida. La literatura es la vida, parece querer decirnos el libro: la lectura acerca a las personas, crea lazos, enriquece la existencia de un modo práctico, material.
Esto no es inocente en un autor que, gracias a su avidez lectora, conoció a una buena parte de la cultura argentina, sobre todo aquellos ligados a la revista Sur, desde Silvina Ocampo a José Bianco. Según parece estuvo, antes de su exilio, siempre en el lugar y en el momento indicados, como cuando narra su encuentro en una librería con el power trío Correa / Sebreli / Masotta, o su amistad con Pezzoni, María Luisa Bastos, Bioy Casares y Borges.
Precisamente gran parte del comienzo del libro trata sobre librerías, o sobre el clima cultural de las librerías porteñas en la época. Hay una especie de topografía literaria y mental de muchas, en sus precisas ubicaciones. Pero las librerías son sobre todo espacios comunitarios, de charla a los gritos, donde un Cozarinsky muy joven lee de parado lo que no puede comprar. Es una de las ideas más nostálgicas en un escritor que, declara, detesta la nostalgia: la de la literatura como hecho colectivo, como camarilla, como espacio de intercambio. Cada libro está inextricablemente unido a un recuerdo, a una anécdota, a una persona. Cualquiera que haya leído a Cozarinsky entiende el libro dentro de su poética: como una mezcla de reflexión y de breves historias marcadas por una especie de sino ligeramente trágico.
Otro concepto vertebral es la idea de extraterritorialidad. Con su exilio en París, en 1974, se abre una etapa distinta: comienza a hacer cine y sus lecturas pasan a ser europeas, como Joseph Roth o Danilo Kiš. De alguna forma, empieza a leer “hacia afuera”. Y es su estadía en París, y el progreso de una enfermedad que casi lo mata, lo que lo impulsa a publicar su primer libro. Es ese estar “afuera” lo que le permite paradójicamente encontrarse, como si la distancia fuera un elemento fundamental para vislumbrar la identidad propia (“la extraterritorialidad donde respiran muchas de mis ficciones”, escribe). Al mismo tiempo son los libros los que le permiten sentirse en casa (“Me sentiría exiliado sino viviera entre paredes cubiertas de libros”), como si fueran un país portátil que se puede llevar a cualquier lado.
El tercer punto es la noción de casualidad, que rige también gran parte de su literatura: los encuentros azarosos, la forma en la que una palabra, una frase, un libro entero resuenan una y otra vez en distintas voces, en tiempos y espacios muy apartados entre sí. Vivimos en un mundo inestable, incomprensible, tan extraño como un libro sin trama.
Los libros y la calle, precisamente por esa mezcla entre relato, periodismo cholulo de estrellas literarias fallecidas, ensayo y reflexión, se lee rápido y con placer. Quizás la primera parte, mucho más ordenada en el sentido cronológico, sea más memorable que la segunda, donde salta de un autor a otro y de un libro al siguiente sin demasiados planes. No es un libro snob, pero tampoco vitalista. Su fuerte no es el razonamiento lógico, sino más bien la forma en la que se acerca a algunos problemas, algunas cuestiones propias de una vida como lector, apenas enunciadas. Los escritores elegidos, los que vuelven una y otra vez (desde Joyce a Conrad o Dostoievski) son indefectiblemente parte del canon: no hay, para un lector más o menos culto, ningún descubrimiento, o son tan escasos entre todos esos nombres célebres, todos debidamente aceptados por la academia. Se mueve, quiero decir, en un terreno seguro, nunca tambaleante, donde es imposible equivocarse.