El producto fue agregado correctamente
Blog > Ficción argentina > Los dioses de la noche
Ficción argentina

Los dioses de la noche

Un cuento de Paula Vázquez

"El beso termina como terminan todas las cosas, de repente, y los párpados de Julieta se aprietan contra el hombro de Guido". Uno de los cuentos que componen La suerte de las mujeres, de Paula Vázquez, publicado por Años Luz editora.

Por Paula Vázquez.

 

I.

Julieta junta las cejas y apoya la mandíbula en la mano derecha. El café con leche se enfría y aún no le traen el pain au chocolat que ordenó hace ya quince minutos. El local es una esquina que conserva las aberturas originales y el techo de bovedilla, remodelado al estilo de panadería francesa. El viento atraviesa las rendijas en la madera centenaria y le toca las manos. Julieta se hunde en el poncho de lana de punto grueso que compró en un viaje al norte durante el último invierno.

Pasaron veinte días desde que Guido le propuso matrimonio. Cuando le escuchó arrastrar las sílabas para pronunciar las palabras de la fórmula tradicional –¿tequeréscasarconmigo?- dos sentimientos se instalaron en su pecho. Primero una emoción nerviosa que venía de algún rincón atávico de su cerebro y que la impulsaba a saltar a los brazos de aquella promesa. Un segundo después sintió que odiaba a ese hombre y el futuro que él representaba. Volvían de cenar en la barra del restaurante italiano que visitaban casi todas las semanas, Julieta había bebido una copa de vino y en el ascensor lo abrazó de forma repentina. En la cápsula tapizada de espejos que aún ascendía, vio la expresión de Guido multiplicarse ante su silencio.

Le dijo que debía pensarlo, buscó una excusa para volver a su casa y desde entonces no habían hablado. Al tercer día de silencio él le envió un mensaje que decía que estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario, y entonces ella se sintió culpable por odiarlo, aunque la culpa no alcanzó para decirle que se casaría con él.

Ahora, mientras se acomoda en la silla de respaldo alto, Julieta piensa en invitaciones clásicas. Tarjetas blancas con la tipografía en color negro, los bordes destacados en bajo relieve. Se imagina en el centro de la escena. Un escalofrío recorre su espalda. La ceremonia, la recepción en casa de sus padres, la fiesta en un salón decorado con flores de belleza agónica. El rito que la salvará de la estancia permanente en la isla de gestos adolescentes que se repiten como farsa: la soledad a partir de los treinta años.

Con el pain au chocolat llega Inés. Desde que tuvo a su primera hija su ropa no abandona las tramas pequeñas y la gama de colores pasteles en verano y neutros en invierno. No era distinto antes de la maternidad, pero ahora hay un esmero añadido por remarcar lo deliberado de la composición. Es de la clase de amigas capaces de señalar el maquillaje corrido o un botón abierto de la camisa a viva voz en medio de una sala llena de extraños. Se conocen desde la infancia y la relación entre ellas siempre ha sido un arco entre los intentos de Inés de acercarse y la ocasional fuerza de Julieta, creciente o menguante, para detenerla.

Inés ordena un té de hierbas y repite la misma frase que horas atrás dijo a través del teléfono, medio segundo después de que Julieta le contara sobre la propuesta de Guido:

-No entiendo qué tenés que pensar.

Julieta no responde y vuelve a fijar la mirada en la ventana. La calle es una cinta de movimiento continuo sobre la que todo se desliza: una señora con tapado de piel que pasea un perro viejo como ella, un obrero con el pantalón salpicado de pintura que carga dos bolsas con herramientas, los taxis que buscan clientes sobre el carril de la derecha y los taxis con pasajeros que sobrepasan la velocidad permitida en todo el ancho de la avenida.

Inés saca de su bolso una pila de fotos viejas. Viajes de estudios en el secundario, vacaciones en la costa, imágenes que retratan el costado luminoso de aquellos años, el puente entre la infancia y la adultez en el que empezamos a percibir el paso del tiempo y sus efectos. En la infancia todo es hoy. En la vejez todo será ayer.

El objetivo del ejercicio es traer a la memoria de Julieta a sus compañeras de colegio, hoy todas casadas o casadas y con hijos. En otra época, o incluso hoy si las circunstancias fueran distintas, Julieta se sumaría a recorrer aquellos recuerdos, aportaría detalles o señalaría con precisión qué era lo que todas miraban, de espaldas a la cámara, mientras alguien las retrataba junto a la puerta de un museo perdido en una provincia de rutas polvorientas. Pero ahora, puesta a elegir de pie frente al precipicio, Julieta sólo dice:

-Cosas muertas.

Lo dice despacio, mientras despedaza una punta del pain au chocolat con los dedos índice y pulgar de la mano derecha que juntos operan como una pinza afilada.

Inés deja pasar el comentario y continúa su misión. Subtitula cada fotografía con anécdotas, salidas nocturnas, amores de verano, la moda absurda de aquél año: pantalones a cuadrillé. Julieta se lleva a la boca un trozo de la masa blanda que se pega a su paladar. El café con leche aún está tibio, humedece la masa y evita la asfixia.

Ya no se siente capaz de escuchar a Inés sorber el té luego de quejarse de la temperatura del agua o de la taza teñida por el uso. Saca un puñado de billetes de la cartera, los deja arriba de la mesa, cruza el salón y llega a la calle antes de que Inés pueda tomarle el brazo y retenerla a la fuerza en su silla, como si se tratase de una muñeca articulada.

Cruza a la vereda opuesta y baja hacia el centro. El viento le pega en los párpados y los ojos se le nublan. Hay olor a lluvia antes de una lluvia de otoño, cuando la humedad del río sube por las avenidas y se pega a las cosas.


II.

Julieta entra al local de siempre. La manicura que suele atenderla está enferma, la remplaza una señora de hombros anchos y ojos pequeños de un negro profundo como tierra mojada. Se llama Lina, quizás un modo de acortar un nombre más largo y misterioso. Cuando Julieta era chica una tía de su mamá llamada Isolina solía visitar la casa familiar cada primavera. Usaba unos anteojos de marco geométrico y fumaba unos cigarros finos y largos como su voz. Ciertas tardes, cuando la madre de Julieta salía a hacer las compras para la cena y la luz comenzaba a debilitarse, Isolina le hablaba de los dioses que hacían surgir el día y caer la noche.

Julieta se sienta en el lugar de siempre. El olor a acetona le hace picar la nariz. Alrededor, mujeres pasan hojas de revistas en las que lo importante son las fotografías, grandes habitaciones decoradas con exquisitas telas y lámparas enormes, grupos de hombres y mujeres de distintas edades en eventos de caridad, enfundados en trajes y vestidos que superan varias veces lo recaudado en la velada, la mujer del presidente que camina despreocupada y sonriente en medio de jardines llenos de rosas blancas. Cuando Lina le toma las manos para examinar el estado de las cutículas y la presencia de residuos de esmalte, Julieta se estremece.

-Tenés las manos frías, como si tuvieras miedo –dice la voz suave de Lina, mientras recorre con las yemas de sus dedos las uñas de Julieta.

Julieta permanece en silencio, y Lina prepara lo necesario para la tarea. Moja un montoncito de algodón en quitaesmalte que pronto se convierte en una nube manchada de gris perlado. Los dedos de la mano derecha de Julieta se hunden en un recipiente de agua tibia, mientras Lina trabaja en las cutículas de la mano izquierda. La operación se completa unos minutos después en la mano restante.

Mientras la lima choca contra sus uñas Julieta piensa en Guido. Para su primer aniversario él la había llevado a una plaza. Era una noche de verano y en una esquina, frente a un paredón tomado por una enredadera, habían montado un pequeño escenario con luces de navidad. Cuando llegaron hasta allí una amiga en común subió al escenario y comenzó a cantar la que entonces era su canción preferida. No bailaron. Guido le rodeó la cintura y la besaba siguiendo una línea imaginaria que iba desde la oreja a la punta de la nariz.

-¿Tenés hijos? –pregunta Julieta. Por primera vez mira a Lina fijo a los ojos. No le importa que la pregunta haya sonado demasiado directa, de un modo que hace evidente que no se trata de las charlas de cortesía o de incomodidad de dos mujeres obligadas a compartir el espacio y tiempo necesario para intercambiar servicio por dinero, sino una demanda urgente.

Lina no deja de mover la superficie áspera contra los bordes de esas uñas pequeñas y quebradizas que hacen su tarea más difícil de lo habitual. Dice que sí con la cabeza, y vuelve a fijar la mirada en su trabajo.

-Mi problema es que siempre busco círculos nuevos, porque lo que se queda quieto se llena de pasado –Julieta deja caer la frase como una piedra en agua quieta. Lina continúa su tarea como si sólo escuchara la música de la radio que pasa canciones clásicas de los años ochenta. Julieta no puede detener el curso de sus pensamientos.

-No sé explicarme bien.

La dueña del local interrumpe el monólogo de Julieta para preguntarle si quiere pagar el servicio antes de que Lina comience con el esmalte. Es lo más práctico, porque luego las manos no pueden utilizarse durante quince o veinte minutos, el tiempo prudente para que el esmalte seque bien y así evitar que el trabajo se arruine.

Julieta se escurre de las manos de Lina, busca en su bolso la billetera y saca la tarjeta de crédito. En el minuto que la dueña del local tarda en regresar con la tarjeta y el ticket para firmar, Julieta tiene tiempo para sentirse arrepentida y avergonzada por haberle hablado de ese modo a una desconocida. Se ordena a sí misma guardar silencio hasta salir del lugar.
Lina comienza a aplicar el esmalte violeta que Julieta eligió entre los nuevos tonos de la colección otoño-invierno. De un segundo a otro, comienza a hablar:

-Cuando quedé embarazada pensé que tenía que saber dos cosas: las constelaciones, para hablarle a mi hija cuando miráramos el cielo, y el árbol genealógico de la familia. Lina levanta el pincel del esmalte y lo vuelve a cargar. Y sigue:

-En tres meses voy a ser abuela.

Julieta la mira repasar la última uña de la mano derecha y cerrar el esmalte. Sus palabras parecen salidas de un oráculo transfigurado en el cuerpo de aquella mujer silenciosa.

Debería esperar al menos diez minutos para salir a la calle, pero en su pecho se forman espirales con un viento que viene de ninguna parte. Julieta ensaya en voz alta una repentina urgencia laboral, se despide con un gesto rápido y sale. Busca el celular dentro del bolso, el esmalte se salta en dos o tres lugares.

III.

Guido la espera en su casa. Julieta entra en el edificio con sus propias llaves, él le preparó un juego después del primer fin de semana que pasaron juntos. Sube al ascensor y cuando llega al tercer piso el aire se llena de cilantro y chiles y leche de coco. Guido cocina curry de cordero, el único plato que ella nunca se aburre de comer.

Toca el timbre y él abre la puerta. Se saludan con un beso rápido en los labios. Suena la voz de una cantante francesa que creció en Brasil, el acento es desconcertante y hermoso. Guido vuelve a la cocina, ella ocupa una banqueta detrás de la barra. Julieta lo mira de espaldas. Se acerca a Guido y lo abraza mientras él revuelve el cordero para que se mezcle con la cúrcuma que acaba de esparcir sobre la olla.

Él baja el fuego de la hornalla y gira hacia Julieta. Se besan, una mano en la espalda de Julieta, la otra sobre su pelo, las manos de ella caen cruzadas sobre el cuello de él. El beso termina como terminan todas las cosas, de repente, y los párpados de Julieta se aprietan contra el hombro de Guido.

Julieta comienza a describir sus días alejada de él. Habla de reuniones de trabajo, el fin de semana convertido en horas que parecían no pasar. Guido la toma de la cintura y escucha en silencio, ella salta de las nuevas obsesiones de su jefe a la serie que se estrenó el viernes pasado y que no fue capaz de ver sin él. Guido la interrumpe:

-Te quiero mostrar algo –dice al tiempo que la toma de la mano para llevarla hacia el escritorio. Se acomoda en el sillón giratorio y abre la computadora portátil que Julieta le ayudó a elegir meses atrás. En la pantalla aparece la bandeja del correo electrónico. Él busca en los mensajes hasta llegar a los recibidos la semana anterior. Hace doble click y se despliega un documento con el logo de una agencia de viajes. Más abajo, una imagen muestra la esfinge y las pirámides de Guiza bajo un sol que desdibuja los bordes de los monumentos. Los pasajes, los hoteles y el crucero por el Nilo están reservados para el inicio de la primavera.

Ella se sienta en las rodillas de Guido. Mientras observa el desierto y las construcciones que se elevan hacia el mismo cielo desde hace miles de años, se concentra en la melodía que ahora es llevada por un grupo de trompetas. Los sonidos de bronce conmueven su corazón.

 

Artículos relacionados

Jueves 17 de marzo de 2016
El último reflejo de la tarde

Una mujer al volante en la ruta, dos nenas y una parada en una estación de servicio. Compartimos uno de los siete relatos de Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita Editora).

Un cuento de Alejandra Zina
Martes 10 de mayo de 2016
Comelo

Con Chaco for ever (Edhasa), que reúne relatos publicados e inéditos, el autor de El cielo con las manos regresa al relato breve. Aquí, una historia donde el horror aparece con una lenta violencia inimputable. 

Un cuento de Mempo Giardinelli
Martes 17 de mayo de 2016
La intemperie

En este viernes de ficción, uno de los relatos del libro Principio de fuga (Notanpüan), que acaba de salir. Una ruta, una hija, un padre, y todo lo que se destruye mientras se respetan las paralelas amarillas.

Un cuento de Francisco Cascallares
Lunes 13 de junio de 2016
Toda clase de cosas posibles
Uno de los relatos que componen el primer libro de la autora, nacida en Buenos Aires en 1971, publicado por la editorial chaqueña Mulita.
Virginia Feinmann
Jueves 10 de marzo de 2016
Guapo
Con el cuento que aquí presentamos, Mauro De Angelis obtuvo el segundo premio en el concurso del cuento digital de la Fundación Itaú. Está incluido en Via Crucis (Letra Sudaca), su primer libro, de próxima aparición.
Violencia, sexo y leyenda barrial
Viernes 15 de julio de 2016
La 17

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Un cuento de Guillermo Saccomanno
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar