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Lo real musical

© Luis Andrade

Elvio Gandolfo

"Yo encaro lo que existe, y después sale lo que sale", dice en esta entrevista el rosarino, señor de una avalancha de libros reciente: sus cuentos completos por Caballo negro, La mujer de mi vida en Letra Svdaca, además de Mi mundo privado (Tusquets) y Libro de mareo (8º Loco + Tren en movimiento). 

 

Por Luciano Lamberti.

Elvio Gandolfo nació en San Rafael (Mendoza) en 1947, aunque poco después sus padres se trasladaron a Rosario, que considera su verdadera ciudad natal y a la que no vuelve mucho porque está “tomada por los narcos”. Su familia es de origen italiano, del norte aunque no de la parte rica, y durante su infancia pasaron por períodos de verdadera pobreza. El mayor de seis hermanos, exhibe con orgullo una formación autodidacta, que le permitió interesarse en géneros menores para la academia como el policial o la ciencia ficción. Su figura es multifacética: autor de libros de poemas (debutó en la vida literaria con uno de ellos: De lagrimales y cachimbas, en el 82), de novelas, de cuentos, de columnas que mixturan el periodismo con la literatura, así como infatigable traductor, recopilador (destaca el trabajo que realizó con Jorgue Lafforgue en Centro Editor de América Latina) y periodista cultural de mirada certera y nada complaciente. En la actualidad vive en Montevideo, pero viene a Buenos Aires una semana por mes a pagar el alquiler y cambiar de aire. 

Gandolfo puede pasarse mucho tiempo sin publicar y después sacar tres libros juntos, como es el caso de este año. Publicó dos recopilaciones de notas periodísticas, Libro de mareo (8º Loco + Tren en movimiento) y La mujer de mi vida (Letra Sudaca), ambos libros muy amenos  donde el autor puede hablar de casi todo con la soltura que le permite el periodismo. También Mi mundo privado, en Tusquets: una novela que, más que una autobiografía, es un paseo “musical” por su cabeza, donde los recuerdos se encadenan por asociaciones extrañas, cuya lectura es agilísima y a la vez emocional. Pero su actividad literaria se remonta a su adolescencia, donde con su padre, Francisco Gandolfo, fundó la mítica revista El lagrimal trifurca. Desde ese momento su vida estuvo irremediablemente ligada a lo cultural. En su extensa obra se destaca Vivir en la salina (sus cuentos completos, compilados por la editorial cordobesa Caballo Negro), las novelas Boomerang y Ómnibus, o el libro de crónicas Parece mentira, del 93. 

Nos juntamos en un bar de Córdoba y Serrano, cerca de su departamento porteño, una mañana de lluvia torrencial. Gandolfo es amable, atento, y es poseedor de un gran sentido del humor y de unos ojos que se afinan y se vuelven casi infantiles cuando se ríe. En la siguiente charla con uno de los mejores escritores argentinos, la publicación de sus recientes libros fue el punto de partida para hablar de muchas cosas. 

¿En los artículos del libro La mujer de mi vida hay una voluntad de atacar al campo intelectual?

No. Lo que pasa es que yo soy así. Nunca estudié en la Facultad. Cuando terminé la secundaria fui a ver el programa de Filosofía y Letras y había materias que a mí no me interesaban. Incluso matemática. En general soy antiacadémico, es mi forma de ser, no es que lo haga como postura, o algo programático. Inclusive Martín Prieto, a quien conozco desde hace mil años, y que está metido muy en lo académico, un día vio un reportaje que me habían hecho antes del Congreso de la Lengua en Rosario donde yo me quejaba de eso, de la falta de producción intensa de la Academia: me parecía que se perdía demasiado tiempo y energía en la carrera de ratas por los puestos, en lo burocrático. Él me decía que le gustaba la soltura que yo tenía para hablar de esos temas, que le resultaba más difícil a alguien que estaba adentro. A su vez, cuando surge algo bueno lo leo con interés. Josefina Ludmer, por ejemplo: hay libros de ella que son copados, parecen escritos por una escritora. La vi dar un pequeño discurso sobre Onetti en un homenaje que le hicieron en la Biblioteca Nacional de Montevideo, y fue de lejos la mejor. Si el académico está suelto y libre usa lo que sabe, que es más ordenado de lo que vos podés ir acomodando siendo un pendejo que crece trabajando con su padre en una imprenta. Esa formación autodidacta es más abarcadora, pero a al mismo tiempo a veces te gustaría un orden. Leer “lo importante”, por ejemplo. De lo importante yo no he leído planetas enteros. Un día le dije a [Pablo] Capanna que le envidiaba la información y él me dijo: Elvio, y yo a vos te envidio la libertad. Para mí Capanna, [Jorge] Lafforgue, son ejemplos de buenos académicos. No pierden la curiosidad nunca. Lafforgue es un monstruo. No para, y a veces ocupó puestos en la cultura masiva, como cuando estuvo en un puesto alto en Siete Días. Me lleva diez años y a veces acepta nuevos trabajos disparatados que yo no agarraría ni en pedo. En la revista La mujer de mi vida influía un poco el hecho de que estaba Olguín. También en V de Vian, por el hecho de que era directamente antiacadémica. Olguín sacaba una columna que se llamaba “Cuánto vale tu silencio”, firmada con seudónimo, que era desopilante. Alguna vez habría que hacer una selección de esa revista.

En cierta medida esos dos libros, La mujer de mi vida y el Libro de mareo, son de un género raro, al borde del periodismo y de la literatura.

En Europa hay mucho de eso. En países como Alemania, Francia, Austria. Un tipo que yo admiro profundamente es el francés, el que inspiró a Borges, el de las vidas…

Schwob.

Es un monstruo. Porque además tiene muchas cosas cortas. Ese libro de biografías está editado por Emecé, la rompe. Es muy variado. A mí me gusta esa clase de variedad. Y creo que el cuento está dentro de esa línea. Vos no elegís, escribís lo que tenés que escribir. Y ahora que empecé con la poesía de nuevo, hará unos seis, siete años (hasta nueve, puede hacer) cuando me entrevistaron en Rosario dije que en la poesía o en el cuento veo una libertad de forma que en la novela no está ocurriendo. La novela tuvo períodos muy copados, por ejemplo el alemán este, Handke. Un libro que estoy escribiendo hace tiempo está integrado por tres textos de cincuenta páginas. Escribí completo uno, y ahí descubro la importancia que tuvo Handke para mí. O de otros que ahora se han dejado de editar, como Botho Strauss. Tiene dos o tres libros buenos (La dedicatoria, es uno) pero el cuarto es un bodoque de 400 páginas, embole total, muy flojo. En su momento lo sacaba Alfaguara. También me influyó mucho Thomas Bernhard. Me quedan como seis o siete libros suyos sin leer, que son como una bodega que tengo para catar de vez en cuando: sé que es un vino tope. Como todo el mundo, también quise copiarlo. Una vez tenía un problema con un relato: leo El malogrado y se me ocurrió copiarlo. Me salió una cagada monumental, que tiré a la basura. Claro, lo sabe hacer él, por cómo es. Otro que me influyó muchísimo es Georges Perec. Leí casi todo de él.

Y sin embargo él está en una línea más experimental.

Claro, pero yo hago cosas por el estilo: partiendo de limitaciones fijas. Por ejemplo “Escamas, piel”. Pensé en hacer algo que fuera erótico y además terrorífico, raro y no caer en lo que hacía Zulawski con La mujer poseída, una gran película por lo demás. Sin embargo hay un momento en que hay una especie de ser monstruoso que se va construyendo con la relación, se transforma en un demonio y se acuesta con Isabel Adjani, una escena fallida. La hice con algo por el estilo y después le entré a dar lija y quedó bárbara. Me hago desafíos de ese tipo. También en Ómnibus. Tardé como seis años en hacer un librito así. Demoré mucho en encontrar el tono de cada parte. Había una cosa que quería escribir, la historia de alguien que se baja del ómnibus y de inmediato cae una granizada atroz, ininterrumpida y el tipo que lo vio bajar e irse en medio del campo piensa en cómo se cubre, porque no hay árboles, nada. Mucha gente es lo que más recuerda del libro. Son pedazos de lo experiencial, no de lo experimental, que son difíciles de transmitir.

¿Es de alguna manera lo que sucede al comienzo de Mi mundo privado, cuando te enfrentás con las formas erradas de concebirlo (alguien lo relaciona con Dick, otro con el solipsismo)?

Es muy de escritor, eso: negar la manera en que lo entienden los demás. De alguna manera yo sé que éste es mi texto más ideológico. De hecho defiendo el escapismo, que me parece la única posición ante la demencia absoluta de la raza humana en cualquier tipo de sistema. Desde un convento hasta una sociedad entera terminan siendo la misma cagada, desde siempre. A mí es algo que me deprime. En un momento digo que me parece estar escapando de la Historia, acá lo reconozco, y me parece bien. A muchas cosas claves de la historia uruguaya me las perdí por estar ese fin de semana acá en Buenos Aires. Cuando se votó la amnistía yo no estaba, por ejemplo. Son momentos en los que una colectividad se enfrenta a sí misma y se da cuenta de que no es tan solidaria, tan heroica, tan copada como cree. Muchas veces el uruguayo tiene una imagen de él que es como un ultramilitante lírico, total, y la verdad de la milanesa es que en la sociedad tomada en conjunto son individualistas absolutos, con pocas excepciones. 

¿En ese sentido tiene que ver con la distancia que hay entre la vida privada y la pública?

A mí me pasa que cuando leo, en algunos momentos me parece que sí, que esto es así, como lo estoy leyendo, que no lo había sabido expresar hasta que lo vi escrito por otro. Acá lo explicité ante mí mismo. No tenía un plan para el libro, lo iba inventando a medida que lo escribía, y a veces llegaba a esos lugares. A mí lo realista, realista, realista, me rompe los huevos. No me descubre nada. Hay grandes autores que yo no los puedo leer. No hago tanto esfuerzo tampoco. Y no es que le escape al realismo, está lleno de realistas de la hostia, pero muchos otros no.

La literatura te daría esa posibilidad de forzar lo real.

En la vida diaria yo escapo y escribo lo que me pasa. No al revés, ¿entendés? Yo noto, viéndolo ahora, con perspectiva, hacia atrás, que en realidad estuve esquivando las balas. Y hay gente que parece orgullosa de recibir balazos. Yo ya pensaba entonces, en los 70, ante la evolución que iba hacia la guerrilla: los van a hacer pelota, es un disparate total. Lo pensaba en Rosario, que era otro contexto, distinto al de Buenos Aires. Y así fue, se encarriló todo por ahí, de una manera que parecía inevitable. Ahora, por ejemplo, hasta cierto punto pasa con parte del disparate macrista. Cuando ganó pensé: por ahí el tipo aprende, y modula, cambia, pero parece que no tanto, viste. Es inevitable, y la gente tarda en reaccionar, como si saliera el sol, no en que estuviera pasando algo difícil de manejar, manejado como si fuera fácil. Desapareció la religión, desapareció el PC, y sin embargo nos comportamos como si todo eso estuviera vigente. Además está toda la subcultura New Age, o cosas por el estilo, en la que están mi hija, mi pareja, casi todo el mundo, y la intelectualidad no habla jamás de eso, siguen hablando de marxismo o de feminismo. O lo que pasa en Colombia, que ya está, dicen, terminaron las FARC. ¿Seguro? Acá tenemos “pobreza cero”, otra frase disparatada, publicidad pura. Pensás una frase de un amigo que yo la uso a veces: “Sacamelá un poquito”. 

Hay una estructura musical en Mi mundo privado: temas que vuelven una y otra vez. Y en esta novela te permitís ser más digresivo, más caótico.

Tengo algunas cosas anteriores en esa línea. Por ejemplo, el cuento de mi viejo, “Filial”, tiene esa estructura, por eso no lo incluiría entre los textos del yo, que es la onda académica. Porque no es lo real real, es lo real musical. Yo encaro lo que existe, y después sale lo que sale. Incluso en un texto inédito sobre mi madre: hay un recurso que es que yo le hablo a ella, cuando hacía años que ella no hablaba, por un par de ACVs. En cambio hay cosas que son reales, y chau, como el prólogo a la edición facsimilar de El lagrimal trifurca. A mí me parece que hay como una especie de decadencia, ¿no? Occidental, por lo menos. Aunque oriental, también. El periodismo se ha ido a la recontra B. Es muy alto el grado de disparate, de banalidad y de mentira. El otro día salió en La Nación una nota que decía que a Frankfurt han ido ahora nada más que seis o siete escritores, comparándolo con el derroche de cuando estaba Cristina. Pero claro, el otro era el año dedicado a Argentina en la feria. Si este fuera así, meterían cuarenta macristas, pero eso no se menciona, porque la intención en realidad es panfletaria, no periodística. Eso es algo muy trucho como periodismo. Si es un tipo que sabe algo, conoce la diferencia. Eso es un ejemplo, vienen veinte por día, en distintos campos. Y está el grado de estupidez cósmica de casi todo. Tinelli, la tele, casi todo el cable. El gran refugio es el cine, las viejas películas (incluso las de apenas 15 o 20 años atrás) que por suerte gracias a Internet podemos ver. Porque también Hollywood se ha ido a la B, completamente. Tiene todo para hacer grandes películas y lo emplea para hacer bodrios. El tema de la guita es como una aduana, si vos tenés que pensar arriba de los cien mil dólares ya hay transas que joden todo. Y hay un poco de bajón creativo, viste que no hay ya los grandes escritores de otro momento: Hemingway cuentista, Faulkner, Céline, Fitzgerald, Onetti, Pavese, Guimaraes Rosa. 

Para terminar, ¿qué considerás que te dio la literatura?

Ya de chico, algo muy copado para hacer. No solo producirla sino repartirla: yo de pendejo copiaba a máquina, tres o cuatro copias de lo que me gustaba, y lo repartía. Después fue la revista, después fue el periodismo, yo trabajé en muy buenos medios. Trabajé en El péndulo, trabajé en el Diario de poesía, en V de Vian, y finalmente en El cultural, que me dio muchísimas cosas. A mí todo eso me copa mucho. Y a la vez lo percibe el que te consume.  

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