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Leopoldo Brizuela y su diario del abandono

Guido Herzovich presenta el diario que Brizuela dejó y acaba de publicar Bosque energético: "A la distancia, resulta muy claro que Brizuela pasaba por uno de los períodos más difíciles de su vida".

 



Por Guido Herzovich



Encontré este texto entre los muchos cuadernos, biblioratos y cajas que dejó Leopoldo Brizuela en varios armarios de su casa de Tolosa, a media cuadra de La Plata, cuando murió en mayo de 2019 a los 55 años. Los había ordenado y clasificado en el último año, mientras trabajaba en la sección de Archivos Personales de la Biblioteca Nacional. Como no le habían asignado ningún presupuesto para adquisiciones, su trabajo era no solo hallar archivos de escritores y artistas sino además persuadir a los herederos de que los donaran a la Biblioteca. Luego acompañarlos en el proceso de desprenderse de esos papeles queridos.

Así aprendió técnicas de archivo que luego aplicó al suyo propio, hasta entonces caótico. Ariel Sánchez, su pareja durante diez años, me contó que volvía de trabajar y encontraba a Leopoldo en penumbra, en el piso, ordenando papeles y escribiendo etiquetas: “Prensa”, “Correspondencia”, “La destrucción / Novela” (tres gruesos biblioratos), decenas de cuadernos y carpetas que cubren tres décadas de diarios íntimos, o ese extraño manuscrito de su adolescencia, tipeado a máquina, que resultó uno de los más inesperados y fascinantes: “Trabajos para el taller literario de Marta Lynch”.

Le pregunté a Ariel si se le había ocurrido pensar en ese momento que Leopoldo ordenaba sus cosas antes de morir. Te parecerá increíble, me dijo. Pero la verdad es que no.

El texto que titulamos Diario del abandono estaba en una bolsa roja de tela. Adentro había dos materiales envueltos juntos en film transparente, del que suele haber en cualquier cocina. (Brizuela también dejó envueltas en film las mil páginas manuscritas de

“Una novela inconclusa 1986-1992”, en la que todavía trabajaba cuando escribió este diario y aquí refiere como Tambora.) Debajo del film se veía una ficha rectangular que decía así, en tres líneas: “Enero.” “(Apuntes sobre el abandono)”. “Enero 1991”.

El primer material era un cuaderno grande de renglones inusualmente angostos, escrito a lápiz (tal vez mecánico) con letra muy cuidada y regular. En la primera página figura casi el mismo título que en la ficha (dice “Notas” en lugar de “Apuntes”). Va dedicado a Luis Cebral y “a la memoria de Haroldo Conti, hombre del sudeste”. Lleva un epígrafe largo de Mentira y sortilegio de Elsa Morante transcripto en francés.

El segundo material, ciento cuarenta hojas tipeadas, impresas y anilladas, es el que usamos como base para esta edición, entendiendo las diferencias como correcciones que hizo Brizuela al pasarlo a computadora. La impresión a matriz de puntos y en papel continuo sugiere que lo tipeó poco después de escribirlo. No fue su costumbre ponerle títulos, dedicatorias o epígrafes a sus cuadernos, ni tampoco tipearlos (salvo que fueran o se volvieran material o notas para un proyecto literario), por lo que tenemos que suponer que fantaseó con publicarlo. No sé si llegó a ofrecérselo a algún editor. Le hubiera sido difícil publicar este texto íntimo e inclasificable, abiertamente homosexual pero tan alejado de cualquier militancia gay, en la primavera neoliberal de los noventa, mientras los conglomerados transnacionales fagocitaban las editoriales argentinas más importantes, muchas otras cerraban y las que ahora llamamos independientes seguían sin aparecer.

Hoy que no hay mucho para celebrar, celebremos esto: que haya sido fácil encontrar editorial para este texto único y extraordinario. Que sea fácil imaginarle lectores.

Diario del abandono es un ejemplo anómalo del género diario: no tanto acompaña y registra la vida de alguien sino que llega casi a detenerla, porque su autor entiende esa escritura, que durante tres semanas va tomando la mejor parte de cada día, como requisito para empezar a vivir una vida realmente propia. Entre el 26 de diciembre de 1990 y el 23 de enero de 1991, Brizuela escribe casi todas las tardes. “La mañana no es sino la preparación ansiosa de lo que aquí verteré: el cuerpo se pone en condiciones, agitado y eficiente, con ese vago aire de obediencia y secreta rebeldía con que miro a las mujeres hacer las compras por el barrio”. Muchas de las noches ve a Luis, con quien salía hacía pocos meses. La relación con él es tanto un motor como un test para las elaboraciones que va haciendo en el cuaderno.

A la distancia, resulta muy claro que Brizuela pasaba por uno de los períodos más difíciles de su vida. El primer axioma de este texto, imprescindible revelación adolescente, es que la vida es caos: todo orden, el de la familia no menos que el de Dios, es ficticio y engañoso. Valga lo que valga esta metafísica, Leopoldo debía sentirla con particular intensidad después de arrancarse de un orden que había construido con una destreza y una precocidad notables, para arrojarse a intemperies múltiples y superpuestas.

Hasta mediados de 1988, a sus 25 años, tenía una novia con la que ya había anunciado su intención de casarse y convivir; ya les habían regalado una cama. Mientras tanto vivía con sus padres en Tolosa, en su casa de infancia. Tres años antes, a los 22, había ganado el Premio Fortabat de novela, que le había permitido publicar Tejiendo agua por Emecé y luego pasar seis meses en Europa, donde la editora de Tusquets, Beatriz de Moura, había mostrado interés en leer Tambora cuando la terminara. Estudiaba Letras en la Universidad de La Plata. Trabajaba en el área de cultura del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires, y aunque cobraba poco, esperaba que lo efectivizaran pronto. En 1987 había publicado Cantoras, un pequeño libro de entrevistas con las folcloristas Gerónima Sequeida y Leda Valladares, y en 1988 cantó como solista en el disco Grito en el cielo que produjo Leda con músicos del folclore y del rock (Fito Páez, Gustavo Cerati, Federico Moura, etc.), antes de presentarlo a sala llena en el Teatro Cervantes. Estaba organizando un libro con textos del taller literario que coordinaba con su novia en la cárcel de mujeres de Olmos y planeaba otro con las historias de vida de cinco Madres de Plaza de Mayo.

Las notas que le hicieron cuando ganó el Premio Fortabat lo presentaban como un pequeño freak: entre su precocidad y su triunfo, entre su aspecto infantil y la madurez de sus temas, entre su timidez y su audacia. “Hay algo en él de puja entre la ambición de caricias y la contención de imprudencias”, escribió Orlando Barone en La Razón.

A fines de 1988, para sorpresa de todos (incluida su novia), Leopoldo decidió suspender el casamiento y separarse; se había enamorado de un chico con el que no

había pasado ni pasaría nada. En los meses siguientes dejó la casa de sus padres, el trabajo y la facultad. Inició así un periplo nómade de varios años que llamó su “exilio”, entre casas de amigues y habitaciones de alquiler. También empezó terapia y un diario íntimo, en el que consignó la felicidad ocasional y las demoledoras angustias que le iban provocando los amores arrebatados y breves que perseguía con varones, intercalados de levantes nocturnos en el circuito de yire de La Plata. A mitad de 1990, después de una pelea con su padre —que llevaba medio año casi sin hablarle después de confirmar su homosexualidad—, decidió mudarse a Buenos Aires, donde vivía con lo mínimo mientras escribía cartas desesperadas para pedir trabajo e intentaba con dificultad continuar sus proyectos, entre el insomnio que no calmaban las pastillas y recurrentes problemas digestivos. Tambora tenía ya casi mil páginas manuscritas, que es todo lo que llegaría a ser.

A pocos días de que termine el año, en un período de contracturas y vómitos que lo sorprenden siempre a las dos y media de la madrugada, comienza a escribir este cuaderno. Acaba de descubrir en terapia que esa unánime hora nocturna remite a un episodio traumático de su infancia, origen del pánico al abandono que lo tortura apenas empieza a desear a alguien.

Los recuerdos de su infancia le habían vuelto desde que abandonó la casa de sus padres; hasta entonces no recordaba casi nada. No le llegaban en atmósferas, lo que es inútil, sino en situaciones y detalles, “como recuerda la ficción”.

Esa memoria nueva de la infancia es la materia prima con que está hecho este texto. Es un don que exige un trabajo. Inspirado por su psicoanalista tanto como por las militancias de la memoria de la posdictadura, Leopoldo entendió que debía elaborar su pasado para dejar de repetirlo con cada nuevo enamoramiento. Dejar de ser un títere de su historia para empezar una vida auténtica: para poder amar.

“Pude escribir cuando comprendí que esas cuatro palabras, las dos y veinte, eran el comienzo de una historia que, si la contaba, me salvaría”, escribe a poco de empezar. “Las primeras palabras de esa pieza de teatro que venía representando mi cuerpo sin que yo mismo lo supiese desde mi más lejana infancia”.

Más notable que esta declaración de intenciones, incluso más sorprendente que la disciplina y el compromiso con que lleva adelante el trabajo de elaboración, es la certidumbre final de haber logrado algo. En una posdata de febrero, Leopoldo anota: “Haber dejado de escribir este texto significa, en cierto modo, dejar de escribir para vivir lo escrito”.

Lo escrito transformó no sólo la vida sino también su escritura: en este cuaderno Leopoldo descubrió que podía hacer de los conflictos que anidaban en sus imaginarios familiares un puerto de entrada para pensar la historia y la sociedad, lo que significó a veces explorar afinidades electivas (como en Inglaterra, Los que llegamos más lejos o La locura de Onelli) y otras veces tomarlos directamente para la elaboración literaria como en Fado, Una misma noche o Ensenada. Pero el proyecto literario que se nutre con más claridad de los materiales de este cuaderno es notablemente el último, El viaje a La Rioja, un ambicioso memoir que interrumpió su muerte. 



Por Leopoldo Brizuela



¿Y quién me asegura que ahora mismo, cuando creo ir superando ese desastre, o al menos eso intento, por medio de la escritura, no estoy forjándome un engaño parecido? ¿Quién puede asegurarme que no intento fugarme de la vida para entrar en el mundo de las palabras, un mundo que sí puede crearnos la ilusión de un orden? De hecho, muchas veces lo hice: trato de solucionar en él −creyendo que es el mundo real, pero solo una reproducción suya, torpe, charra− lo que no puedo resolver en la “vida real”. Hago que mi padre comprenda, que mi madre se libere y me comprenda; hago, en fin, que el tiempo sea circular, que en la última página empiece la primera, o que al menos la vida del libro pueda empezar tantas veces como se abra su tapa.

Ahora mismo, siento que sería gravísimo no decir que estoy escribiendo para distraerme de la espera de quien amo. Para que la espera no sea un vacío, para que no sea solo una ausencia −y por lo tanto, un peligro de abandono si ese vacío se prolonga− si esta ansiedad se vuelve dolor...

Pero me sostiene pensar que entender ayuda a mejorar las cosas. Y que mi forma de entender es escribir. No escribo lo que pienso; escribo para saber cómo pienso (*).

Y al fin y al cabo, si esto no me sirve, ¿qué me queda?

(* Cita de Flannery O’Connor)

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