Leé el arranque de la nueva de Aira: Lugones
Viernes 04 de setiembre de 2020
Gentileza de Blatt & Ríos, leé el comienzo de este texto rescatado de su carpeta de inéditos e inconclusos, escrito en 1990.
Por César Aira.
Una tarde a fines del verano pasado llegó a nuestra isla el más grande escritor argentino, Leopoldo Lugones, sin equipaje, de incógnito, y con un revólver en el bolsillo. Qué venía a hacer, no lo sabía el personal del recreo, y en realidad no llegó a saberlo nunca nadie. El revólver debería haber sido una pista, pero un arma puede servir a tantos fines que habría sido en vano especular: sea como fuera, todos supieron desde el primer momento que lo traía. Esto fue así: al pasar de la lancha al muelle de madera, con un paso que quiso ser desenvuelto pero en realidad estaba muy cargado de prudencia, a Lugones se le ocurrió sacar el reloj. Debe de haber pensado que era más temprano o más tarde de lo que creía, o tal vez quiso registrar la hora de su desembarco, o quizás fue un gesto automático: lo cierto es que metió la mano en el bolsillo del reloj en el momento mismo en que daba ese paso algo peligroso de la ondulación de la lancha a la firmeza de los tablones del muelle; hacer dos cosas al mismo tiempo siempre tiene sus riesgos. Aquí los resultados fueron dos, a cual peor. El primero fue que perdió pie y se habría caído de espaldas al agua de no contar con la experiencia de la pedana (esto me lo contó después): su maestro de esgrima lo había preparado para toda clase de soluciones de apuro a la pérdida de equilibrio. No pudo hacerlo con mucha elegancia pero al menos salió del paso, o del mal paso, con una especie de pataleo hacia adelante. Lo segundo fue que su mano salió del bolsillo no con el reloj sino con el revólver. Era una prueba de que no lo portaba habitualmente. Con seguridad al salir de su casa se lo había echado al bolsillo sin pensar más, y sólo cuando estaba sacudiéndose en el tren al Tigre descubrió que el revólver se entrechocaba con el reloj produciendo un molesto ruidito metálico. Como no era cuestión de cambiar de bolsillo un revólver ante la mirada de los pasajeros que llenaban el vagón, lo que cambió fue el reloj. Y al desembarcar y querer ver la hora, la fuerza del hábito lo hizo meter la mano en ese bolsillo; el hábito hizo más todavía: al sentir los dedos el contacto del metal, había aferrado y tirado hacia afuera sin pensar. Hay que tener en cuenta que en ese momento toda su atención estaba puesta en no caer. A veces el hábito la hace incurrir a la gente en las más curiosas extravagancias. Si no se hubiera interpuesto el tropezón es posible que Lugones hubiera sacado el revólver tal como si fuera un reloj, con el mismo gesto, e incluso podría haber apretado el gatillo creyendo pulsar el botón que abría la tapa a resorte, y quién sabe si no se pegaba un tiro. Cosas más raras han pasado. Lo que pasó en realidad fue algo muy distinto, pero que pudo tener consecuencias igual de graves. Su mano, programada por el automatismo de sostener el reloj, no pudo con el revólver, tanto más pesado y de forma menos geométrica, y éste cayó. Qué escena fantástica: un caballero sesentón de riguroso traje negro revolviéndose en el vacío, en ese vacío que se les abre a los que tropiezan, y de su mano cae como un fruto maduro un revólver negro… El revólver era un modelo bastante primitivo, sin seguro ni cosa que se le pareciera. Al tocar los tablones del muelle se disparó, ¡bang! Era una de esas tardes gloriosas de febrero en el delta, silenciosas e iluminadas como un cuadro. El estallido hizo callar a los pájaros a diez islas a la redonda. Ni adrede podría haber hecho más ruido, porque el espacio entre los tablones y el agua (estábamos con la marea baja) actuó como caja de resonancia. Suele decirse que un ruido “rompe” el silencio; es cierto, pero también es cierto que lo revela. Esta ocasión habría bastado para demostrarlo. Nunca nuestro querido y pacífico rincón había estado tan silencioso como cuando sonó el tiro. Si no hubiera habido testigos del desembarco, esto los habría atraído. Lamentablemente, había tres: la viuda González, dueña del recreo y la isla, su hija Marisol, y el leñador y guardaparque don Lucho. Los hizo acudir la llegada intempestiva de la lancha, que era de las que se alquilan individualmente; el lanchero era un conocido que cobraba comisión por los veraneantes que traía. Le había empezado a guiñar el ojo a la viuda cuando sucedió el accidente. El tiro fue uno de esos instantes que producen paralización. No sólo por el ruido sino también porque ¿cómo podía explicarse que alguien anduviera artillado por ahí? ¿Un cazador de pajaritos? ¿Ah sí? ¿Con un cuarenta y cinco? Además, la torpeza que lo había desenmascarado decía a las claras que no era un tratable pistolero profesional discreto y fino, de los que no se sabe en qué andan hasta que es demasiado tarde. En ese momento todavía no teníamos modo de saber que era Leopoldo Lugones, gloria de las letras argentinas y padre del Jefe de Policía. ¿Qué podía ser, eso que mostraban las apariencias? ¿Un maniático? ¿Uno de esos que asesinan a la esposa adúltera y van a esconderse al Tigre con la vana esperanza de que el crimen se olvide? La paralización fue de rigor, pero no duró mucho. Los gritos de la viuda volvieron a poner todo en marcha. En el interregno lo único que había pasado fue que Lugones recogió el revólver humeante y se lo echó al bolsillo. Como si con eso pudiera anular el incidente. Pareció en efecto que todo se había anulado, salvo la impresión. Ésta se manifestaba en los chillidos de la viuda, en quien se clavaron todas las miradas. Las de su hija eran las más desorbitadas: la pobre chica estaba más allá de simular que no había pasado nada, porque nunca había visto a su madre en ese estado. Los hombres (Lugones, el leñador y el lanchero hamacándose con las piernas muy abiertas en su embarcación) tenían cara de lata. ¡Qué escándalo hizo la viuda! Los gritos eran sólo parte de su acto, complementado con un revolverse y agitarse descontrolado de loca. Parecía un ataque de histeria; eso fue lo que pensó Marisol, que creía estar descubriendo una faceta nueva e insospechada de su mamá. Lugones no pensó nada, pero estaba feliz de que la atención se hubiera desviado de él. No se sentía en un ápice responsable de este nuevo desarrollo de los acontecimientos. De modo que fue el único de los tres hombres presentes que se abstuvo de la intención de intervenir. Don Lucho dio unos pasos hacia la viuda alzando a medias los brazos, como si dijera: no le faltará mi auxilio; y el lanchero por su parte dio un salto al muelle, con la soga en la mano. Pero reconocían que los cuidados de urgencia e incluso la interpretación del hecho le correspondían a la hija, que ya había tomado a la viuda por los hombros y trataba de mirarla a los ojos al tiempo que gritaba: Mamá, mamá, no hagas papelones, ya pasó, no ves que no fue nada. ¡Nada, nada! respondía la viuda con un sarcasmo frenético difícil de explicarse todavía. El clamor arreciaba. A Marisol había que acreditarle una capacidad de reacción rara a sus años. La madre no escatimó palabrotas de tipo la puta que lo parió carajo me cago en Dios ay ay etcétera, que hicieron aparecer un gesto de intensa preocupación en el ceño de Lugones. Pero, mamá, controlate, fue una desgracia con suerte, vociferaba Marisol. Qué comité de bienvenida, pensaba Lugones. Él también, igual que la muchacha, pero a distancia, trataba de captar la mirada de la viuda; en ese tipo de circunstancias la gente piensa irracionalmente que una mirada bien devuelta a los ojos tendrá el poder de devolver el acontecimiento a sus carriles normales, por mucho que se haya desviado de ellos. Pero la viuda tenía la vista enjabonada; parecía hacerlo a propósito, como si no quisiera que le emergencia cesara. ¡Tranquila, mamá, tranquila! ¡Tranquila un carajo! ¿No ves que me muero? ¡Pero qué te vas a morir, no seas exagerada! ¡Y vos qué sabés, aaay! Entre desesperada y enojada (los testigos empezaban a percibir que lo más angustioso para ella era no poder expresarse con coherencia) se derrumbó sobre Marisol, que tuvo hartas dificultades para sostener en pie el conjunto. Era un Laocoonte vivo. La intervención de don Lucho no daba para más dilaciones; a esta altura los escrúpulos psicológicos cedían ante la urgencia del peso; la chica se veía en trance de aplastamiento convulsivo. Se aproximó con los brazos extendidos. En el montón móvil no le faltaban puntos de donde asir, pero, pensó Lugones desde su puesto de observador, el comedido debería hacer uso de cierta prudencia para hacerlo con propiedad. Le chocó ver qué poca preocupación ponía el sujeto en ese aspecto. De hecho fue como si la sostuviera por las tetas. Aunque más chocante todavía fue la reacción de la mujer: ¡Pero sacame de encima a este animal, la puta que te parió! ¿Me quieren matar? ¡No, mamá, no! ¡No, doña Luisa, no! ¡Sí, mierda, sí! ¡No! ¡Sí! La chica se había puesto a lloriquear de los nervios, y el leñador, como suele hacer la gente primitiva cuando emplea a fondo el vigor de sus miembros, soltaba unas puteadas que sonaban casi como un ¡Arre, puta, arre! Esto terminó de descomponer a la viuda, que invirtió la dirección de sus esfuerzos: del intento ciego de aferrarse a cualquier cosa pasó al intento ciego de liberarse de todo. Siempre acompañándose de ayes y exabruptos y unas intrigantes exclamaciones de tipo ¡Perdí la pierna! y ¡Perdí la pierna por este sorete! Lugones se sentía tan pero tan aludido por la última parte que no atinó a darle sentido a la primera. Ya se había olvidado del revólver y el tiro. El escándalo se hacía autónomo. ¿Sorete yo? Pensaba. ¡¿Yo?! Era demasiado. Simplemente demasiado. Caer en medio de una pesadilla de vez en cuando no es tan grave, además de ser inevitable. Pero una pesadilla es un hecho privado. Cuando se pronuncian palabras que la comunican con la realidad, el honor se ve afectado. Y no estaba dispuesto a tolerarlo. En otras circunstancias no habría vacilado en dar media vuelta y marcharse, aunque debiera renunciar a sus planes. Claro que de donde estaba mal podía irse, como no fuera a nado. ¡No ser un cocodrilo! Esa línea de razonamiento lo llevó a pensar, por el camino justamente de la línea que iba del mundo de la gente vociferante a él, en la separación. Lo que lo ofendía era que con una palabra grosera se anulara la distancia: la vulgaridad tenía esa virtud nefasta de acercarlo todo. La pesadilla en la que por un instante había creído hallarse no era otra cosa que una gran línea anulada. Pero aun en su virtualidad negativa la línea hacía de puente entre dos cosas: el súbito de la escena inexplicable, y la calma idílica del paisaje que la envolvía. El paisaje era soberbio: árboles enormes, gladiolos, dalias, calas, islas, y unas cercanías y lejanías que ondulaban en la quietud. Fugaz y fantástico, cruzó el cerebro de Lugones el deseo de tener él también un ataque de histeria, pero por el paisaje. Ponerse a gritar ¡Qué lindo! ¡Qué lindo! Y zapatear y mover los brazos como aspas, igual que esa loca. Qué lástima que la buena educación impida darle una lección de vez en cuando a cierta gente. A todo esto la viuda había terminado sentada, y los dos pares de brazos que se enredaban en sus convulsiones no habían renunciado aún a sostenerla. Pero bastó que el culo tocara el suelo para que sus lamentaciones tomaran una nueva dimensión: ¡Por qué me tenía que pasar a mí! ¡Por qué, carajo, por qué! Lugones vio con el rabillo del ojo que el lanchero había enroscado de apuro la soga en un palo del muelle y se adelantaba hacia el montón. ¿Qué le quedaba por hacer a él sino imitarlo? Pero se obstinaba en seguir clavado en su lugar, con la esperanza de que las distancias se recompusieran y volvieran a mirarlo, a atenderlo, a decirle Buenas Tardes por lo menos. Sentada, la viuda había recuperado el uso de los brazos; se sacó de encima los de su hija y los del leñador y empezó a buscar algo adelante. Estaba tan desorbitada y trémula que parecía como si quisiera hacer un hoyo en la tierra, o agarrar puñados de hormigas para comérselas. Ya no gritaba nada articulado, en su lugar soltaba unos jadeos de llanto muy de soprano. Fue un aprofundizar la pesadilla cuando sus dedos gordos lograron aferrar al fin lo que buscaban, que no era otra cosa que el ruedo del vestido. ¡Se estaba levantando la pollera! La locura llevaba a eso a la gente de pueblo, pensó Lugones, quien sólo a esta altura del drama hizo un movimiento. No fue para irse ni para llegar, sino más bien de costado, para mirar mejor; porque el lanchero se había interpuesto. Que una mujer madura y gorda sentada en el suelo empezara a levantarse la falda delante de tres hombres, uno de ellos un completo extraño, con su propia hija como testigo, habría bastado para hacerle desviar la vista mil veces; pero esto era distinto, no sabía por qué. No tardó en saberlo. Todo tenía su explicación. Los dos muslos de la viuda se hicieron visibles. Eran gordos, rosados, dos toneladas mórbidas enmarcadas en el negro del vestido, sobre el verde de la hierba rala; las medias oscuras terminaban justo encima de las rodillas; en la rodilla izquierda, debajo de la liga, una rosa púrpura. ¡Qué desfachatada! El chillido de Marisol, una sola nota que habría hecho parecer un susurro la sirena de los bomberos, introdujo una nueva perturbación. Don Lucho parecía con ganas de abofetearla. El lanchero inclinó el torso hacia adelante, con las fosas nasales dilatadas. La damnificada: ¡No ves! No se había limitado a mostrar; en su furia le daba unos tirones a la falda como para rasgarla. Se le vieron los calzones, pero eso ya era lo de menos porque las miradas no podían despegarse de la rosa. Era una flor brillante, del más suntuoso rojo viviente, con los pétalos gruesos de bordes redondos como tirados a compás, uno sobre otro en una cúpula ardiente que se volcaba sobre sí misma y parecía achatarse, entre la lámina y el volumen, entre la realidad y la ilusión. Era una rosa que manaba, que se hacía. Y no era una rosa. Era un manchón de sangre. Todo se explicaba a partir de la rosa, como si fuera en realidad una rosa y exhalara la explicación como un perfume. No había sido una bala perdida después de todo. Lugones sintió que la mirada le era devuelta al fin. ¡Él tenía la culpa! ¡Pobre mujer! Se imponía justificarla. Pero no del todo, porque la histeria no respondía tanto al acierto como a lo que podría haber sido, es decir: el corazón, que era el que asomaba en forma de rosa, la rosa de los posibles. En la mente de Lugones se rebobinaron vertiginosamente todos los pensamientos del último minuto. El paisaje tomaba otra dimensión a sus ojos. Lo que para ella era el corazón, para él era el paisaje, que latía como una rosa y se extendía acumulando orla tras orla toda clase de transparencias. Con tanto espacio disponible, ¿por qué había tenido que ser la pierna, que ni siquiera había estado a la vista? Hay cosas que sólo pueden pasar en la realidad. El aire se hacía una gran pierna universal, una articulación. Los gritos ya se habían vuelto conversaciones, aunque a los alaridos. La urgencia de la viuda porque se ocuparan de ella no disminuyó ni se hizo más coherente. Pero en su misma velocidad estaba articulando muy rápido el tiempo con el segmento siguiente. ¡Me mata! ¡Renga para siempre! Y su leitmotiv, con el que se había encariñado: ¡Voy a perder la pierna! Ahora al menos se sabía a qué se estaba refiriendo. Lugones pensó: Al fin y al cabo, estoy de incógnito, y dijo en voz alta: Déjenme ver, soy médico. Santas palabras. Tenía una voz de terciopelo, con mucha autoridad. Se hizo un silencio en el que se destacó la exclamación de la viuda: ¡Voy a perder el ojo! Fue uno de esos lapsus graciosos, debido en parte a que hacia la mitad de la frase la información de él caló su conciencia y la distrajo, y en parte a ese movimiento moral automático por el que uno trata de sacar el mayor partido posible de la presencia de un médico e impedir que se vaya, sacando de la galera algún problemita extra de salud. Don Lucho y Marisol se hicieron a un lado. Lugones avanzó como una estatua. Sin necesidad de pensarlo adoptó los modales de un médico; dirigiéndose a la chica, como familiar más cercano de la herida, antes de mirar siquiera la pierna, se presentó: Soy el doctor Ferraguto. Mucho gusto, Marisol González, le dijo ella tendiéndole la mano. Lugones había adoptado el nombre del más prestigioso cirujano de Buenos Aires. Llevó más lejos todavía la comedia: sacó los anteojos del bolsillo interior de la chaqueta y se los puso para darle más aire de eficacia al examen. Eran anteojos sin marco, con vidrios culo de botella; no los usaba por coquetería, pero su miopía era fabulosa. Cuando los tuvo calados en la nariz todo se aclaró. Le habría gustado echar una mirada al paisaje, pero lo dejó para después. A todo esto la viuda se había puesto a gritar con los dientes apretados, con el curioso resultado de que parecía soltar bufidos de impaciencia. Seguía aferrando el ruedo del vestido como si fuera una baranda sobre el abismo. Al bajar la cabeza Lugones no pudo evitar mirarle la cara.