Lectura rumiante
Lunes 27 de noviembre de 2023
Visitamos las primeras páginas de Una lectora de provincia, de María Teresa Andruetto, novedad de Ampersand.
Por María Teresa Andruetto.
Los rumiantes tiene un sistema digestivo tan curioso como único. Un sistema adaptado para obtener de la fermentación de las fibras vegetales intensos precursores de energía; se pasan un tercio de su tiempo pastando y otro tercio rumiando. El pasto entra por la boca y pasa por la lengua para trasegar el alimento. Comen rápidamente, tragando primero y regresando el bocado a la boca para masticarlo otra vez, todo lo que sea necesario.
Luego, lo sólido se mueve lentamente hacia el rumen para su fermentación y allí permanece en una capa densa hasta transformarse en alimento.
Cursé Letras entre los años 1971 y 1975 y paralelamente milité en el Frente Estudiantil de la Izquierda Maoísta. Fue un tiempo fuerte de lectura de textos políticos: Mao, sobre todo, pero también Lenin, Marx, Engels, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Gramsci, la historia argentina de Milcíades Peña y cierta literatura peronista como Jauretche y Hernández Arregui leída con espíritu crítico (así decíamos). Cuando a fines del 75, apenas recibida, decidí resguardarme e irme de los lugares conocidos hacia la Patagonia, repartí los libros de literatura que tenía entre amigos y llevé los más comprometedores -los de política- a la casa de mis padres para guardarlos en una cómoda grande de cinco cajones. Luego me fui.
1976/77. Insilio patagónico Un año y medio en Trelew, muy ligera de equipaje, en donde solo tenía conmigo tres libros: las obras completas de Borges, aquellas de Emecé con sobrecubierta de color verde, regalo de las compañeras de la casa donde vivía; Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, en la edición de Minotauro; y un libro de Carlo Emilio Gadda del Centro Editor de América Latina, del que me desprendí en la más tonta de las situaciones.
Así fue que, en ese tiempo, leí y releí una y otra vez esos dos libros y los cuentos y poemas de Borges. Ahora me resulta curioso que, en el primer año de dictadura, a dos mil kilómetros de mi gente, hayan sido esos los escritores y la escritura que de algún modo me entretuvieron y me protegieron, ocupada en los secretos de sus ficciones. "Para leer bien un libro hay que leerlo como si uno lo estuviera escribiendo. Empezando por no sentarse en el estrado con los jueces y en su lugar permaneciendo de pie en el banquillo con el acusado", dice Virginia Woolf. Esa relectura sostenida, en un tiempo como ese de tanta soledad e introspección, fue un gran aprendizaje.
En 1976, apenas después del golpe de Estado, alquilé una cama en lo de Marta. Allí convivimos todas las especies: muchos hombres, la mayoría ya no jóvenes, trabajadores precarizados, peones, tal vez refugiados, camuflados, quién sabe; más tarde supe que por persecuciones, despidos o miedo se habían ocultado por allá varios periodistas del diario La nueva provincia, de Bahía Blanca.
Y también algunas mujeres, todas más grandes que yo, trabajadoras sexuales a bajo costo en un prostíbulo adentrado en la meseta: el Hotel Marina. Recuerdo especialmente a una de ellas, muy alta y muy delgada, que también se llamaba Marta como la dueña de la casa.
Ahí compartí una habitación que había sido antes una cocina con una profesora de manualidades en un colegio. Éramos las únicas que no trabajábamos para el hotel. El único entretenimiento, la única grieta hacia alguna luz, era la lectura. De modo que leía y releía mis tres libros. Las ciudades invisibles, todo subrayado, maltrecho, desarmado y pegado, aún está conmigo. En una de sus páginas encontré esta anotación: "No tiene abriles este marzo del 76". El otro libro, además de las obras completas de Borges, era El zafarrancho aquel de via Merulano de Carlo Emilio Gadda.
La casa donde vivía estaba muy en las afueras, en la meseta; caminando hacia el pueblo, me encontré cierto día con una mujer llorando, unos diez años mayor que yo. No recuerdo exactamente qué le pasaba; creo que era algo familiar, la violencia del marido. Hablamos, nos abrazamos (que es lo que una hace cuando no sabe qué hacer) y entonces sucedió algo que me hace sentir una tonta cada vez que lo recuerdo. Yo quería darle algo a esa mujer, un regalo que la consolara un poco, pero no tenía nada, ni una moneda, solo el libro de Gadda en la mano. Así que se lo dí. Recuerdo que ella (bastante más sensata que yo) me dijo que no y que no, pero yo insistí; me pareció que ella se negaba para no quitarme el libro, cuando tal vez quería decir: "No me sirve... ese zafarrancho no me sirve". A mí me gustaba (y me gusta) tanto ese libro que sentía que desprenderme de él era hacerle un verdadero regalo. Es probable que lo haya dejado pronto en algún pilar, una ventana; ni siquiera sé si sabía leer, o en qué hubiera podido ayudarle su lectura. Pero yo, con mi cabeza de recién egresada de Letras, con mi corazón universitario, con mis veintiún años recién cumplidos, no entendía (en los diez durísimos años que siguieron, la vida se encargaría de enseñarme), y como no entendía, poco podía ayudar.
Hace un par de años, un 8 de septiembre, día de la alfabetización, vi en las redes la foto de una mujer que estaba aprendiendo a escribir mientras le daba de mamar a una niña de ojos oscuros, vivaces. A ella no se le veía el rostro, solo una parte del cuerpo: una mano tomándose el pecho en el gesto de amamantar y la otra avanzando sobre el cuaderno. La niña entre el pecho de la madre y la mirada de la fotógrafa, el banco, el cuaderno, el lápiz. La estudiante tiene treinta y ocho años, seis hijas, dos hacen la primaria con ella. "La perspectiva de la foto es la que tengo mientras les enseño", dice Mónica Lungo, educadora popular y gestora de la escuela de alfabetización y de vida Alegría Ahora, en el barrio Bella Vista de Córdoba. A ese lugar concurren personas en la mayor de las marginalidades, mujeres rescatadas de redes de trata o de violencia familiar, jóvenes adictos al paco, personas en situación de calle. La perspectiva va tanto más allá de una foto; en esa escuela, en una visita que hice poco antes de la pandemia, una mujer de mi edad estaba aprendiendo a contar y pudo al fin contar cuántos hijos tuvo: once.
Dice Eduardo Galeano en uno de sus relatos que, en Sergipe, nordeste del Brasil, Paulo Freire inicia una jornada de trabajo con un grupo de campesinos que se están alfabetizando y que uno de ellos confiesa que no ha podido dormir porque "ayer escribí mi nombre por primera vez". El relato sintetiza el sentir de un adulto que se inicia en el camino de la lectura y la escritura, que hasta entonces le había sido negado. La alfabetización de adultos y el trabajo con obreros y campesinos fueron marcas vitales en la historia de Freire, ese que dijo que en la educación había que imprimir belleza, y de cuyo nacimiento se han cumplido ya más de cien años. Pero "Cipriano, yo pienso que/primero debemos alfabetizar/a los que saben leer libros,/pero no saben leer el dolor de los hombres", dijo Julio Zabala, poeta nicaraguense en el primer encuentro de alfabetizadores, al finalizar la Campaña de Alfabetización en Cuba, en 1961.
En un viaje a ese país, en 2005, por una invitación a un congreso con maestros y escritores en Sancti Spíritus, en el corazón de la isla, dos gestas me impresionaron especialmente entre tantas otras: la militancia alimentaria de las mujeres, verdaderas heroínas de los fogones en el período especial, y las brigadas de niños alfabetizadores.
La Campaña Nacional de Alfabetización (que incluyó la creación del Consejo Nacional de Cultura, una red de bibliotecas para facilitar a la población el acceso a los libros, la Editorial Nacional de Cuba y la enseñanza de carácter público estatal garantizada) fue iniciativa del Che. Comenzó a prepararse en 1960 y terminó el 22 de diciembre de 1961. En nueve meses redujo el analfabetismo a un 3%, cuando en el interior de la isla y las zonas rurales superaba el 47%: un millón de personas completamente analfabetas, más de un millón de semianalfabetos, más seiscientos mil niños sin escolarización.
El núcleo de la campaña se desarrolló principalmente a través de brigadas de voluntarios que iban al campo, a la montaña, al monte con un manual, un farol y una cartilla. El manual estaba destinado a servir de guía al alfabetizador; la cartilla era un cuaderno de trabajo con ejercicios para ser realizados por el alumno y material fotográfico como apoyo para las clases. Estas brigadas estaban compuestas por más de cien mil estudiantes, niños y jovenes de entre siete y diecinueve años. Con autorización de sus padres, los estudiantes fueron formados durante varias semanas en un campamento y se los equipó con un uniforme especial, ropa, una manta, y una lámpara de aceite con la que podrían viajar por el campo de noche, lámparas (haces de luz) que se convirtieron en símbolos. Claro que había riesgos y que hubo muertos: diez jóvenes brigadistas cuyos nombres están en los altares y los corazones cubanos, como Conrado Benítez, voluntario de 18 años, que fue asesinado por la CIA, según órdenes del presidente Kennedy.
Conocí a varios ex brigadistas alfabetizadores. Uno de ellos, el escritor Julio Llanes, me dijo: "Yo tenía once años y fui al Escambray con mi farol, mi manual y mi cartilla, porque íbamos a donde no había luz, no había nada. Todo eso duró casi un año y yo en algún momento le escribí a mi padre; le pedí regresar, porque extrañaba a mi madre y a mi casa, pero mi papá me respondió: ´´Manténgase en su sitio´´. Eso nos dijeron nuestros padres. Y eso hicimos".
"La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra", dijo Freire, quien, en sus reflexiones sobre el acto de leer, explica cómo en su primera infancia lo primero que aprendió a leer fue su mundo inmediato, que, aunque pequeño, le brindaba una gran riqueza de experiencias, sonidos, olores, colores. Esta primera lectura se ve fecundada por la lengua de los mayores, que, en sus conversaciones, a las cuales se ven expuestos los niños, expresan sus creencias, sus gustos, sus valores. "Toda acción educativa debe ir precedida de una reflexión del hombre y de un análisis del medio en el que vive", dijo. Algo parecido pensaba Gramsci. Desde la cárcel escribió a su hermano y a su cuñada en Cerdeña, preocupado por la educación de su sobrino:
¿En qué lengua habla? Espero que lo dejen hablar en sardo. No debes cometer error con tus niños. Te recomiendo que no incurras en ese error y que dejes que tus niños absorban todo el sardismo que quieran y se desarrollen espontáneamente en el ambiente natural en el que nacieron: eso no será un obstáculo para su devenir, sino todo lo contrario. Por lo pronto el sardo no es un dialecto, es una lengua. Además, el italiano que ustedes le enseñen, será una lengua pobre, mutilada, hecha de pocas frases... Te ruego de corazón, no cometas ese error y deja que tus hijos absorban y se desarrollen espontáneamente en su ambiente.
Insiste el gran pensador en el amor por sus sobrinos y en la dimensión política de la lengua en la conciencia de que toda lengua es una lengua impura, un territorio complejo que conserva huellas del pasado muchas veces reprimido, porque la diversidad de la lengua es un modo de la diversidad humana y están ahí las huellas de lo que se ha sido y el germen de imprevisibles futuros.
La lengua, las lenguas. EI 21 de febrero del 52, la policía y el ejército pakistaní, que por entonces ocupaban Bangladesh, abrieron fuego contra una multitud hablante u oyente de lengua bengalí que se manifestaba por sus derechos lingüísticos. Por eso ese es el día de la lengua materna. La Embajada de España en Turquía publicó en ladino un tuit que se convirtió en tendencia porque muchos pensaron que era un castellano mal escrito y otros muchos salieron a aclarar.
Latino. Ladino. Lengua de las comunidades hebreas sefardíes, de los judíos españoles antes de ser expulsados por los Reyes Católicos. Un castellano de otro tiempo, todavía en tránsito desde el latín hacia este castellano nuestro, tal como se estabilizó más tarde; solo que, al ser expulsados, llevaron esa lengua tal y como estaba en el momento de la diáspora y la mantuvieron viva a través de los siglos.
El hilo de la Embajada de España en Turquía dice: “Keridos amigos i amigas de la Komunidad Sefaradi. Para mi es una grande onor i un privilejio de pueder adresarme a vozotros en una data tan importante komo la de oy". Las diferencias son básicamente ortográficas y de pronunciación, de modo que cualquier persona que hable o escriba castellano puede entender un texto en ladino; pero el efecto sonoro y emotivo que producen esos textos en una u otra lengua son distintos, trasmiten otros matices y desplazamientos. Algo parece haberse endurecido en ese devenir lingüístico desde aquel estadio arcaico hacia el castellano contemporáneo y entonces este último tal vez pueda prestarse más al desarrollo del pensamiento o a otras cuestiones, pero aquel se aviene deliciosamente con la poesía, por cierto, con su aire candoroso que proviene de un mundo y un tiempo quizás aún más candoroso.
Dice Juan Gelman acerca de Dibaxu: “Sé que la sintaxis sefardí me devolvió un candor perdido y sus diminutivos, una ternura de otros tiempos que esta viva y, por eso, llena de consuelo". Y le ruega al lector que lea los poemas en voz alta en un castellano y en el otro para escuchar, tal vez, entre los dos sonidos, algo del tiempo que tiembla y que nos da pasado desde el Cid.
Solo por hacerle caso, comparto unos versos en uno y otro castellano:
il batideru di mis bezus / quero dizer: il batideru di mis bezus si sintirá in tu pasadu cun mí in tu vinu / avrindo la puarta dil tempu
el temblor de mis labios / quiero decir: el temblor de mis besos se oirá en tu pasado conmigo en tu vino / abriendo la puerta del tiempo
¿ óndi sta la yave di tu curasón? / il páxaru qui pasara es malu a mí no dixera nada / a mí dexara timblandu
¿dónde está la llave de tu corazón? / el pájaro que pasó es malo / a mí no me dijo nada / a mí me dejó temblando.
Los poemas de Dibaxu surgen del intercambio con la poesía de Clarisse Nicoidski. Francesa, nacida en el seno de una familia judía proveniente de Sarajevo, Clarisse escribió varias novelas, un drama, un libreto de ópera, ensayos sobre arte y una autobiografía, todo eso en francés; pero su obra poética, bastante breve, esta escrita en ladino como un homenaje a sus ancestros, para que esa hermosa lengua que le había enseñado su madre no se perdiera.
Dice Liliana Ancalao sobre el mapuzungun de sus ancestros:
Solo fue hace cien años, sin embargo, para mi generación parece que hubiese sido en un tiempo mítico. Mapuzungun significa el idioma de la tierra. La tierra habla, todos sus seres tienen un lenguaje y todos los mapuches lo conocían. Era la primera lengua, se enseñaba y se aprendía. A la sombra de los ancianos crecían los nuevos brotes, el verde perfecto que luego estaba delante de los rituales. Cerca del agua. Las mujeres cantaban los tayüles que transmitian la fuerza, y estaba el orgullo de ser quien se era. Pero el mapuzungun se volvió
idioma del desgarro cuando el reparto de hombres, mujeres y niños como esclavos. Un susurro en los campos de concentración. El idioma del consuelo entre los prisioneros de guerra, el del extenso camino del exilio, la distancia del destierro, la larga marcha de nuestros bisabuelos hacia las reservas. Hablo de una lengua milenaria y de la ignorancia de los hombres que proyectaron un país sobre un territorio pleno de nombres, fuerzas y significados; silenciándolo. Hablo de lo que nos perdimos. Todos. Todos los que nacimos sin saber el nombre de cada planta, cada piedra y cada pájaro de esta tierra. Yo desperté en el medio de un lago, a boqueadas intenté decir gracias y no supe las palabras.
De chica, un vecino, cuando se emborrachaba, decía de memoria unos versos que mucho después supe eran de Celedonio Flores, del tango “Por qué canto así”:
Porque cuando pibe me acunaba en tangos
la canción materna que llamaba al sueño,
y escuché el rezongo de los bandoneones
bajo el emparrado de mi patio pobre (...)
Y yo me hice en tangos,
porque es bravo, fuerte,
tiene algo de vida,
tiene algo de muerte...
Porque quise mucho, porque me engañaron,
y pasé la vida barajando sueños (...)
Porque tengo odios que nunca los digo,
porque cuando quiero me desangro en besos...
Porque quise mucho y no me han querido...
Versos que más tarde vi salir de un long play en la voz de Julio Sosa. Esa poesía grandilocuente, melodramática, me gustaba -me gusta— mucho también. Tragedias de un minuto. En los años de estudiante universitaria empecé a escuchar (y leer en los cuadernillos de canto) con más atención a los poetas del tango (los Expósito, Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Enrique Cadícamo, Rosita Melo, Celedonio Flores, Alfredo Le Pera, Cátulo Castillo, José María Contursi, Héctor Pedro Blomberg, Horacio Ferrer). Las letras (“Su piel, magnolia que mojo Ia luna”; “Cerrame el ventanal, que arrastra el sol / Su lento caracol de sueño”; “Parece un pozo de sombras la noche, /'Y yo en las sombras camino muy lento”; “Hay una tranquera por donde el recuerdo vuelve a la querencia, / que el remordimiento de no haberla amado siempre deja abierta”), sus metáforas (“en el aire, en vez de un trapo, / parece que flameara una bandera") y sus personajes y situaciones que reflejan el deseo de un salto que permita salir de pobres hacia una vida con algunos lujos:
“Señora, pero hay que ver tu berretín de matrona / Sí te acordás de Ramona, abonale el alquiler / No te hagás la rastacuer desparramando la guita, / Baja el copete m’hijita”, el relato de ascenso a las cachetadas que es “El tortazo” compuesto por Razzano y Maroni. O el espléndido “Pipistrela” que, con letra de Fernando Ochoa, inmortalizó Tita Merello, donde se puede ver la gracia en el ingreso de la lengua oral en las letras:
Er’ botén de la esquina de casa
cuando salgo a barrer la verera,
me se acerca el canalla y me dice:
“Pipistrela, Pipistrela”.
Tengo un guso ar mercau que me mira,
es un tano engrupido de crioyo,
yo le pongo lo ojo pa’rriba,
mientras le afano un repollo.
Me llaman La Pipistrela,
y yo me dejo llamar
es mejor pasar por gila
si una es viva de verdá.
Los relatos e historias de las mujeres, especialmente las de Cadícamo, son una galería de retratos sobre diversos modos de encarnar la condición femenina: la que nunca tuvo novio, la pebeta de barrio que por salir de pobre se mete en los cabarets, la milonguera, Ia flor de fango, la pobre mina, la muñeca brava, la madama francesa, la amante linda y fatal de “Los Mareados”. Es que cada tango, “ese obsceno garabato / que dibujan con sus pubis las parejas”, es una pequeña obra teatral.
Bastante más tarde, en los años ochenta, en la familiaridad con grupos musicales de amigos, leí (y escuché) con atención a letristas y músicos del folclore nacional (Manuel Castilla, Armando Tejada Gomez, Ariel Petrocelli, Ramon Ayala, César Perdiguero, Albérico Mansilla, Jaime Davalos, Lima Quintana, Pancho Cabral, Andrés Chazarreta, el Chango Rodriguez, los hermanos Di Fulvio; también aquí son todos o casi todos varones) y aquella preciosa zamba de Marta Mendicute (“Cuando ya no alumbre / el candil arisco de mi corazón / volvete a mi tierra, / llevate mis coplas y cantalas vos").
Un verano, poco antes de que apareciera Como agua para chocolate y cocina y escritura se pusieran de moda, mientras le explicaba a una de mis hijas como hacer una comida que me había enseñado mi madre, tuve conciencia del traspaso cultural que hacemos en la cocina.
Una forma de memoria.
Como en la escritura, quien cocina se somete a leyes, al mismo tiempo que explora nuevas posibilidades. Repeticion, regreso, combinaciones: un buen cocinero abandona pronto la rigidez de las recetas, se arriesga a probar formas, sustancias, modos de cocción, hace del mismo modo, y al mismo tiempo, de un modo diferente, lo que ya fue hecho.
Así fue que empecé a revisar recuerdos y lecturas que tenían que ver con la cocina, y hubo un modo de leer desde ahí (¡se puede leer desde tantos sitios!) viejos libros. Más allá de aquellos promocionados como expresión de la dupla cocina/escritura, hay una galaxia de textos que remiten al asunto. Gadda hizo de su risotto a la milanese una obra maestra de la prosa italiana, todo nombrado con minuciosidad: el tipo de grano, la piel del arroz, las fases de cocción; como en la semilla de mostaza bíblica, en el grano de arroz encuentra el centro de una red infinita. El entenado, de Juan José Saer, nos arroja al pavor de la antropofagia, la caja negra de la cocina. Calvino en Bajo el sol jaguar hace un recorrido tenebroso por la cocina mexicana y construye el envés de El camino de San Giovanni, donde la figura del padre viejo que regresa de la huerta con su canasto de verduras (“las papas, los tomates, los botellones de leche y de vino, y a veces un conejo tieso ya desollado”) me trae a mi padre y su huerta.
“La cocina, que debería ser y es el lugar más alegre de la casa ahora es vista por la mujer como el lugar de la opresión, por el hombre como el lugar del remordimiento”, escribia Calvino a comienzos de los setenta en “La poubelle agréée", y hacía exquisitas comparaciones entre la basura doméstica y la basura de la escritura, entre la cocina y el escritorio, el cesto de papeles y el tacho de basura. Comida, escritura y desechos es, quizás, otro aspecto del mismo tema: como quitar lo inservible, como quedarse con lo esencial, como sacar el mayor provecho a los ingredientes que tenemos entre manos.
Un recorrido por las comidas es un viaje, como el de Tununa Mercado en Canon de alcoba o el de Crucero ecuatorial de Diana Bellessi. La rebanada de pan de miel que Miss Brill compra los domingos en el cuento de Katherine Mansfield; la Anne Desbaresdes que bebe compulsivamente en Moderato Cantabile, como otros y otras que beben en las obras de Marguerite Duras; las cartas que Rilke le escribe a su mujer, desde Paris, a comienzos del siglo pasado, donde le cuenta acerca de dos granadas compradas en Pontín (“No he probado a abrirlas, quizá no estén aún maduras, porque si no se abren solas, según creo, en toda su plenitud y tienen unas rajas teñdas de rojo, como los nobles en traje de gala...”) para arrojarnos a esos patios de infancia con granados e higueras que había en todas partes y ahora ya no estan. En Montale hay limones amarillos y un olor de melones que entra por el tabique de la casa en la que el poeta se ha refugiado, melones perfumados y amargos porque “¡la vida que te fabula es todavía demasiado breve si te contiene!”. José Gorostiza, con una sencillez de agua, nos entrega naranjas (“Quién me compra una naranja / para mi consolación? / Una naranja madura / en forma de corazón”), y en La comida de Babette, de Isak Dinesen, una mujer es capaz de poner todo en su obra (¡qué importa que se trate de una cena, de un amor o de un libro!), por el puro deseo de hacer lo que le gusta. Pero es “Unidad”, un poema de Circe Maia el que me llevó a la importancia de los rituales domésticos:
Una pequeña tarea como esta
de cortar el pan y llevarlo a la mesa,
empieza y luego acaba
—círculo de sentido que se cierra-
la pequefia molécula de un proyecto cumplido.
¿Trivial? Tal vez, pero mira dibujarse
con perfección acabadísima
cada gesto enlazado en el siguiente
anillado en la suave
espiral invisible
que va del pensamiento hacia la mano
del ojo hacia el cuchillo.
Ya lo decía Yourcenar, que era sobria y vegetariana: la escritura es como un pan, un pegote que primero se nos queda en las manos y que hay que amasar, sobar, ligar, dejar leudar, y solo después cocer. Es lo mismo que en un libro, salvo que, en un libro, el leudado puede llevar años.