Las hermanas Requena
Por Mariana Sández
Martes 16 de marzo de 2021
"Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si el amor no hubiera roto algo": leé uno de los cuentos del libro Algunas familias normales, de Mariana Sández (Cía. Naviera Ilimitada).
Por Mariana Sández.
Por lo menos en la etapa en que yo tuve más trato con ellas, las mellizas andaban cosidas del codo. Resultaba tan gracioso ver a un par de octogenarias moverse por duplicado, idénticas. Con el pelo blanco, lacio, muy corto, peinado hacia un costado, en un porte distinguido aunque minúsculo, levemente encorvado, y la ropa perfecta. Las dos usaban anteojos de vidrios espesos y zapatos ortopédicos. El color de los ojos las diferenciaba. Y el temperamento.
Según esos mitos que les encanta construir y arrastrar a las viejas de cada familia, María Luisa había nacido siete minutos antes y tenía ojos azules. Amelia se había resistido a salir durante el parto, complicando las cosas. Los de ella eran pardos. Ese primer pie afuera les había dejado el estigma de que la mayor estaba marcada por un carácter dominante, independiente y práctico, mientras que la segunda dudaba de todo y se movía insegura, como una extensión de su madre o de su hermana.
Así parecía realmente. Yo me enteraba de sus historias porque mi abuela era vecina de ellas. Pero además, cuando empecé la carrera de Letras, tuve a María Luisa como profesora de Gramática Española. Aunque se había jubilado hacía ya unos quince años, su cátedra seguía siendo de las más requeridas, porque ella conservaba la naturalidad y la lucidez de los grandes maestros. Sabía expresarse con una oratoria maravillosa, que nos mantenía imantados a pesar de lo árido de la materia, y el aula se llenaba en sus lecciones. Solo el rigor exagerado acerca de las normas del lenguaje la hacía un poco anacrónica; seguía pensando el idioma desde su raíz latina y se remitía a la construcción gramatical del griego antiguo como modelo del mejor análisis sintáctico. Nos repetía de manera agobiante que consultáramos a diario el diccionario. Más de una vez, en los recreos del bar, llegamos a jurarnos que no tenía idea de que el mundo había sido colonizado por las computadoras y por Internet. Se despedía hasta la clase siguiente con un “Dios mediante”, se colgaba la cartera al hombro, abrazaba sus papeles y se enganchaba del brazo de la hermana, que la acompañaba como una sombra —o como un lazarillo— a todas partes. Salvo durante esos meses en que María Luisa vino sola y muy desmejorada.
Mi abuela las conoció cuando ya rondaban los setenta años. Pero le contaron ellas, o supo de alguna otra forma, que la profesora se casó joven y que con su marido formaban un buen matrimonio. Viajaron por el mundo, juntaron ahorros trabajando sin descanso.
A Amelia, en cambio, apenas se le conoció algún novio. Se resistió a vivir en una casa que no fuera la de su infancia y jamás se dedicó a nada distinto de las tareas domésticas. En el barrio se especuló con que le gustaban las mujeres: una atrocidad impronunciable en su tiempo. Por eso —se suponía— se encerraba como una monja de clausura, rendida al cuidado de los padres. Hasta que se la vio parar, tarde por medio, a conversar con el violinista, y las voces oscuras cambiaron el mensaje: Amelia Requena no era lesbiana, pero había perdido la cabeza por un indigente.
Amelia nació y murió en la misma casa de Belgrano. También hizo ese recorrido María Luisa que, después de enviudar a los cincuenta, vendió su departamento y se fue a vivir con la hermana. Cuando llegó la hora, enterraron a los padres y anidaron puertas adentro. Se volvieron más inseparables que antes. Con los años, parece que diseñaron un régimen de rutinas extraordinario. Yo creo que a mi abuela, como hija única, le daba un poco de envidia, porque hablaba demasiado de ellas, de la suerte de estar acompañadas, y conocía hasta el mínimo detalle sus ocupaciones cotidianas.
María Luisa se bañaba primero, mientras Amelia preparaba el desayuno. Miraban las noticias frescas de la mañana para saber todo sobre el clima, los precios y el tráfico. Hacían las compras, almorzaban, dormían la siesta, merendaban. Desde la tardecita, reordenaban la casa o escribían cartas, revisaban las cuentas, cenaban, leían, se acostaban en el mismo cuarto, temprano. Amelia rezaba y apagaba el velador a las nueve en punto, como le habían enseñado de chica. María Luisa leía novelas españolas hasta las diez menos cuarto, dejaba un margen de quince minutos para conciliar el sueño.
Los lunes y los jueves tocaba universidad y almorzaban en el bar de enfrente. Las demás mañanas las ocupaban con consultas o estudios médicos. Martes y viernes por la tarde hacían mandados o trámites. Los sábados se destinaban al cine, primera función de la tarde porque costaba la mitad de precio, y los domingos, misa de once. Para su cumpleaños, todos los años invitaban a las mismas amigas y primas a tomar un café en la casa con masas finas y sándwiches.
La primera discusión importante la tuvieron poco después de cumplir los setenta y nueve. Cuando Amelia quiso hacer el camino de todos los días hasta la verdulería pero por una calle diferente. Se empacaron las dos en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. María Luisa se puso a temblar: su hermana nunca la contradecía. Ella le pedía mantener el criterio habitual y Amelia se obstinaba en seguir hasta Virrey del Pino, sin ninguna razón lógica. Casi levantaron el tono de voz, con los dientes apretados, para que los vecinos no sospecharan lo que estaba pasando. María Luisa insistió en que se hiciera como decía. Amelia respondió que no, con una convicción totalmente nueva. Y se fue por donde ella quería.
Mi abuela no había visto llorar a una Requena hasta ese día, cuando María Luisa le describió el episodio. Estaba indignada, según exageró al contarme, le estallaban los ojos. Yo creo que mi abuela lo disfrutó en parte porque esa distancia entre las hermanas les agrandaba la soledad que ella sufría horrores.
Mucho después se supo que tardaron en reconciliarse y que, a partir de ese hecho aislado, se les rompió entera la rutina. Empezaron a hacer algunas cosas por separado. Primero las compras, después el orden del baño o el horario del cine. Se mantuvieron juntas en las salidas en las que era necesario sostener las apariencias. Ir a clases, por ejemplo. O a misa. En esos lapsos solo se dirigían la palabra para decirse formalidades frente a otras personas.
Lo que más le enervaba a María Luisa era la alegría inexplicable de Amelia y —en realidad yo sospecho esto— que se negara a compartirla. Se moría de ganas, pero se abstuvo de preguntarle por qué estaba dejando que le crecieran hilos sueltos a la convivencia. En particular, la enloquecía escucharla cantar mientras se duchaba, silbar cuando planchaba o hablar por teléfono —excesivamente— con alguna amiga.
Verla mirando programas idiotas en la televisión, riéndose, con comentarios en voz alta dirigidos a nadie en particular. Comprarse chocolates o galletas de manteca, tomarse una copita de vino alguna noche. Todas cosas que nunca hacía, menos que menos por su cuenta. Lo que más la enojaba, desde luego, era verla salir de la casa a cada rato, sin avisar a dónde o si volvía.
Desconozco si por esa razón o por otra María Luisa empezó a enfermarse. Quizá porque la rutina que antes era pareja ahora estaba coja. Recuerdo clarísimo que hubo un momento, como a mitad de ese año, en que comentamos con mis compañeros que la memoria le estaba fallando. Nos corregía construcciones bien elaboradas y después se contradecía, llegaba tarde, no entregaba las notas en fecha. Entonces se lo atribuimos a la edad y seguimos yendo a sus clases por no hacerla sentir peor.
Un día decidió seguir a Amelia sin que su hermana se diera cuenta. Caminó detrás de ella unas cuantas cuadras hasta Virrey del Pino y O’Higgins. La vio conversar con aquel violinista de la calle. Descubrió el modo en que se sonreían. Cómo él le mostraba la caja con cuerdas que oficiaba de instrumento, mientras ella estrujaba una punta de su pulóver de lana hasta que la mano se le ponía roja. Cuánto él perdía el control de las monedas que caían en el estuche, la forma en que ella le ofrecía una magdalena rellena con dulce.
Le resultó absurdo que una mujer educada como su hermana, a esos años, anduviera con un hombre así de descalabrado y sucio, desafinado y hasta un poco loco. Nadie sabía dónde vivía o pasaba las noches el músico.
A pesar de lo mucho que le costaba sincerarse, se atrevió a aclarar los puntos con Amelia. Discutieron. María Luisa le dijo que no pensaba mantenerla para que ella anduviera dando vergüenza por el barrio, como una pordiosera. Con un roñoso, con un vago. Se jugaba el honor de la familia. Amelia tosió forzada. Le respondió que para empezar se podía arreglar sola y no precisaba su sacrificio. Además le preguntó qué honor le enrostraba si ya todo el mundo estaba al tanto de que su marido había tenido amantes surtidas. De todos los colores, proveniencias y rangos. Había sido un adicto a los caballos y a la bebida. De qué nobleza y de qué pilares estaban concretamente hablando.
María Luisa se tapó la boca escandalizada por el modo en que la trataba su hermana. Y se mudó de cuarto. Reabrió la habitación intacta de los padres. Olía a museo, a naftalina y a lápida. Llevó el jarrón con las cenizas a un rincón del living. Aireó, cambió las sábanas, puso flores y trasladó sus cosas. La ropa, los libros de la cátedra, sus lápices negros con punta fina para el análisis sintáctico, la colección de gomas de borrar, los remedios para el asma, sus perfumes.
Eso fue un domingo de octubre. Justo cuando a nosotros nos alarmó que un lunes por esas fechas viniera sola a dar clases. No nos animamos a preguntarle, por si acaso la hermana se hubiera muerto. Supimos que no, que estaba mal de salud pero a salvo, según explicó el portero de la facultad (fue una versión de María Luisa para no hacer público el desastre con su melliza). Nos alivió enterarnos de que estaban bien, les teníamos cariño a las dos.
Lo tremendo que debió ser para la profesora volver esa tarde a la casa y descubrir que la hermana también se había mudado, pero afuera. Era la primera vez en su historia octogenaria que Amelia ponía ropa en una valija y dormía en otra cama, o en cualquier otro sitio que —según le confesó alarmada María Luisa a mi abuela— se imaginaba como un cuarto con aspecto de caverna en un hotelucho cualquiera.
Después hay un período del que no se sabe nada. Por lo menos, de Amelia. Pasó seis meses en otra parte. El hombre del violín siguió rayando las calles con esa eufonía insoportable, transportado en un rictus como de ensueño. De compositor realizado. Incluso hay quienes comentan que en ese periodo se le notaba la expresión del enamorado, que solía afeitarse y perfumarse más seguido. Desde el día en que Amelia se fue, María Luisa empezó a pasar por esa esquina para ir a hacer los mandados. Veía al violinista de lejos. Alguna vez le pareció que él le hacía una reverencia, pero ella dio vuelta la cara. Nunca se hubiera rebajado a preguntarle por su hermana.
Dicen también que Amelia volvió cuando cumplían ochenta. Entró con su llave, arrastró la valija. Por un momento se hizo un silencio. Saludó a las amigas y primas que conversaban animadamente en el living, tomaban café y té con masas. Mi abuela estaba esa tarde ahí. La vio mirar la torta que tenía las dos velas, sacarse el abrigo, cargar un plato de sándwiches en la cocina y repartirlo entre las invitadas. Nunca nadie preguntó. Ni se supo dónde había estado o por qué volvía.
Sin haberlo determinado, las mellizas Requena fueron retomando la vida cotidiana tal cual la habían dejado el día antes de aquella pelea inicial en la esquina. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si el amor no hubiera roto algo.