La vida de quienes traducen: escenas de oficio por Laura Wittner
Diarios de trabajo
Viernes 01 de abril de 2022
"A veces para traducir un poema intentamos meternos en la mente del autor bastante más hondo de lo que se metió él mismo", cuenta la poeta argentina en su último libro, publicado por Entropía. Así comienza:
Por Laura Wittner.
El profesor Costa Picazo entra al aula y, en lugar de pasar lista como de costumbre, apoya su maletín en el escritorio, agarra una tiza, se pone a escribir en el pizarrón. A sus espaldas el murmullo sigue. Lo observo: tengo la impresión de que está haciendo algo sagrado.
Por fin deja la tiza, se limpia el polvo de los dedos y nos mira. La clase queda en silencio. Al lado suyo, en el pizarrón, hay dos versiones de un poema breve: el original –en inglés– y su traducción al castellano. “In a Station of the Metro”, de Ezra Pound.
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¿Qué es traducir?
¿Cómo es que leo una oración en inglés y mi cerebro elige y ordena palabritas en castellano? A veces trato de frenar el mecanismo en algún punto para observarlo y creo enloquecer.
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Y en las épocas en que no traduzco, ¿en qué empleo ese mecanismo tan específico de traspaso? ¿En procedimientos mentales que no lo necesitan, entorpeciéndolos?
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Durante un año viví en Nueva York gracias a una beca Fulbright. Cada mañana me instalaba en el octavo piso de la biblioteca de la universidad. Traducía los poemas que el inglés Charles Tomlinson había escrito en Nueva York, hacía décadas, gracias a una beca Fulbright. Y como él, y como todo extranjero, escribía (¿por qué iba a escapar yo del cliché si no habían escapado Calvino, ni Lihn, ni Simone de Beauvoir ni García Lorca?) un largo poema sobre Nueva York (que era en verdad sobre mí).
Así desde los libros, los parques, los subtes y las calles iba, sin proponérmelo, tras mi traducido: Caminamos por Madison. Es el final/ de una tarde de invierno, escribe Tomlinson, y por Madison volvía yo a mi casa, y era el final de una tarde de invierno, y elegía [...] la calle/ que parece un hogar al que se vuelve, convertida/ de pronto en fiesta cuando entramos en ella/ con el olor de las castañas en los braseros de la esquina.
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Traducir es pensar en una.
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&: ¿gesto intraducible del autor?
Conversación con Shira sobre el ampersand, a raíz de un poema que tradujo y estamos corrigiendo: es un gesto sutil, me dice. Hagamos otro gesto sutil, digo yo. Dejar el ampersand no es tan sutil: es introducir una grafía de otro idioma. ¿Poner un “+”? Pero el + existe también en inglés. Es una intención abreviativa, dice Shira. Una notación, agrego. Pero coloquial. Sí, un gesto de rapidez: ahorrar dos caracteres de los tres del “and”. ¿Y qué hay más breve, en castellano, que el “y”?
A veces para traducir un poema intentamos meternos en la mente del autor bastante más hondo de lo que se metió él mismo.
Realmente no sé quiénes nos creemos que somos.
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La preposición: ese artefacto inquieto que nos mantiene despiertos.
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Todo lo que tiene que funcionar bien, dinámicamente hablando, para que una pueda sentarse a traducir: los ojos (a veces desenfocan), la respiración (a veces pierde el paso), las manos (a veces duelen), la muñeca que dirige el mouse (hay ahí una inflamación permanente), el cuello con toda esa larga y problemática continuación que es la columna.
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Si la traducción se traba hay que pararse.
Ir al baño, ir a buscar agua, ir a buscar el esmalte de uñas.
Si la traducción se traba hay que destrabar el cuerpo.
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Se puede seguir traduciendo mientras se llora.
El cotoneaster en el mundo real me fue anunciado por la dueña del vivero El girasol, cerca de Abasto. Lo dijo como si tal cosa, pero para mí la palabra estalló, granate, y unió un objeto visible, palpable y trasplantable a ese sonido esquivo cuya traducción había tenido que consultar con un botánico (internet recién nacía). Y no se modificaba: cotoneaster era cotoneaster.
Con los primeros días del verano, las mínimas flores rosadas se convirtieron en unas bolitas duras color granate. Al mes siguiente avanzaron hacia el verde, como tratando de emparejarse con las hojas; yo había esperado que un día amanecieran frutos; “bayas rojas”, como indicaba el diccionario.
Si poseer el modo de traducirla fue poseer la palabra, tener en el balcón mi propio ejemplar de cotoneaster fue parecido a caminar, unos pasos detrás de James Schuyler, por el sendero que en su poema rodea la casa del médico, la casa en venta que se hunde en la opulencia/ de unas plantas de base desbordadas/ acá enfrente, subiendo la ladera (tejo, cotoneaster).
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La mitad de las búsquedas relacionadas con una traducción nos llevan a un lugar que no buscábamos pero que nos es, sin embargo, muy cercano. Sospechosamente cercano.
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Traducir es ir pegada a la espalda de alguien.