La primera biblioteca de Ida Vitale
Fuente: Filba
Viernes 10 de mayo de 2024
La poeta uruguaya recuerda su contacto con los libros: tomado de Léxico de afinidades (Estuario Editora)
Por Ida Vitale
Si giraba la cabeza, niña sentada en el feo sofá, veía una biblioteca pequeña, afluente de otra mayor y al nivel de mis ojos, una nublada colección, con tapas de algodonoso papel gris, por donde desfilaban los Maestros del Louvre. Las damas flotantes de Rubens tenían sus carnes divididas en tajantes zonas lácteas y zonas de rubor, los luminosos canales de Guardi usurpaban el color mortecino de algunos cielos de Corot y los verdes Veronese camaleonizaban bajo luces arbitrarias siempre que les tocaba aparecer. Me sorprende aún que la escala de valores y las simpatías e indiferencias construidas a partir de tan precarias versiones se conservaran intactas después de enfrentarme a los originales –a las carnes truculentas e hiperbólicas que se alejan hacia los techos en vastos espacios determinantes o en nudos somníferos o a la ligereza feliz de una verdura llena de puentes y de góndolas–. En devoción tuve desde entonces al misterioso Pisanello, a Antonello de Mesina; a Patinir, cuyos paisajes huidizos, cuyas aguas mitológicas busco como premio, muy espaciado, en rincones sin codiciosos.
Acostado, celeste y dorado, un Summa Artis acumulaba mastabas, pirámides, pectorales, maravillas de lapislázuli y turquesas y la prodigiosa belleza de Nefertiti; en él confirmé mi simpatía por Tut-ank-amón, iniciada años antes en otras fuentes (subterráneas: un sótano que conservaba volúmenes encuadernados de L’Illustration) y mi parcialidad para juzgar su gradual ajuste de cuentas con lord Carnavon y su equipo, aunque a estos les debiéramos tanta belleza recuperada. Al nivel de la mano empezaban las “letras”. Tenía, y quizás nunca exulté todo lo necesario, Guerra y paz en versión completa, en la que ningún atrevimiento había mutilado la iniciación masónica de Pedro, en busca del nihil obstat. En las primeras lecturas (luego hubo otras) me atrajeron, no la figura leve de Natacha ni la pareja de Vera y Andrés, sino el trasfondo bélico y los arabescos de la estrategia, de ahí que piense con espanto en la primitiva inclinación del ser humano por los manejos del poder y la muerte.
A su lado, ocupando un lugar tímido, Vida de bohemia, de Murger, me ofrecía elegir entre el melodrama y el humor. Fortalecida con este, eludí la anfractuosa proximidad de Zola mediante los recursos de la imaginación modesta. Antes de pasar a Swift, La isla de los pingüinos, obra tan caída en desuso como en olvido el affaire Dreyfus, me descubrió las posibilidades de la ironía en un texto a dos aguas, un modo posible de acercarse al hypocrite lecteur cuando este no quiere ver la realidad que lo rodea. Después ya estuve preparada para seguir a Gulliver en sus viajes.
Donde los pies, humillados, porque allí el polvo buscaba con empeño mayor su serenidad natural, la Corina de Mme. de Staël, no sé qué de Samuel Smiles, el sonrosado Bernardin de Saint Pierre y algún Carlos Reyles se odiaban a la espera del inmerecido goel que los liberara a unos de otros.