La posibilidad de una aventura
Por Hernán Ronsino
Jueves 29 de noviembre de 2018
Una reseña de la reciente novela del escritor y dramaturgo suizo Lukas Bärfuss, Halcón, a cargo del autor de Glaxo. "Phillip es un agente inmobiliario que mantiene una vida ordenada, burguesa, y espera en el centro de Zúrich una cita con un cliente. El cliente se demora y Phillip decide no esperarlo": así arranca una trama de persecución inesperada.
Por Hernán Ronsino.
Antes de que lo planteara Walter Benjamin en la década del treinta, George Simmel comienza a desmenuzar el entramado que sostiene a la sociedad moderna y anticipa, ya desde principios del siglo XX, una tendencia a la cosificación de la vida cotidiana. Una cosificación que anula la posibilidad de una experiencia vital, profunda y renovadora, y, en consecuencia, impide o redefine la idea de aventura.
La reciente novela del escritor y dramaturgo suizo Lukas Bärfuss, Halcón, explora sin duda la temática que destaca Simmel como un síntoma de que algo anda mal en el mundo moderno. Pero, en la novela, no se trata de aquel mundo moderno de principios del siglo XX sino de este mundo contemporáneo, atravesado por un híper desarrollo de la tecnología que ha perfeccionado todo lo que Simmel intuía como alienación. Es decir, un mundo social y monetario mucho más desarrollado y complejo pero en el que también la posibilidad de aventura o de encontrar espacios de vitalidad se vuelven escasos. O imposibles. Lo interesante de Halcón, entonces, es que instala este tema en el corazón mismo de la elite europea, allí donde, supuestamente, todo puede ser posible.
Phillip es un agente inmobiliario que mantiene una vida ordenada, burguesa, y espera en el centro de Zúrich una cita con un cliente. El cliente se demora y Phillip decide no esperarlo. Cuando sale a la calle se cruza con una mujer (a la que nunca le ve la cara) que lo atrapa. Y lo atrapa literalmente: Phillip queda fascinado con los zapatos azules de la mujer y, en ese mismo instante, comienza a seguirla. Primero cautelosamente, tomando el mismo tranvía, observándola de lejos, bajándose en las mismas estaciones, caminando a distancia de ese cuerpo al que, poco a poco, comenzará ahora a perseguir obsesivamente. Una persecución que durará unas treinta y seis horas y que estará marcada en su temporalidad por el porcentaje de descarga que va indicando la batería de su celular.
En esa deriva incesante, apretado por la amenaza de la incomunicación, no sólo el tiempo transcurre como si fuera otro en donde las coordenadas temporales “reales” —es decir, esas treinta y seis horas— van pasando pero con un ritmo más frenético, con otra velocidad; también su vínculo con el mundo cotidiano empieza, en consecuencia, a descascararse y a volverse extraño: esa rutina que unas horas antes lo volvía un hombre integrado en la mecánica del día ahora se le presenta ajena, deformada. Empieza a ver con otros ojos a esos que transitan por las estaciones de trenes regidos por una estricta moral: “Ayer él era uno de ellos, hoy siente desprecio por esa gente (…) Jamás antes los ha visto así. Están saciados, pero aún duermen. Él está muerto de hambre, pero despierto”.
Phillip entonces deja de “seguir” –de estar fascinado por esa leve alteración de su vida cotidiana– para hundirse, poco a poco, en una “persecución”. Quiere saber todo de esa mujer (llega a pasar la noche observándola por la ventana desde un auto; arriesga a viajar como un polizonte en los trenes) pero sin atreverse a mirarle la cara. Porque para Phillip ver una cara es interpretarlo todo: saber sus gustos, conocer lo que piensa. Y teme que esa fantasía que lo arrastra a una supuesta aventura pierda sentido. Es decir, que esa mujer no sea lo que imagina que es a partir de lo que irradian sus zapatos azules. “Descifrarás su rostro. Interpretarás. Y cuando interpretas, ya no ves más (…) En todas las cosas debe persistir un misterio que nos lleva a ver. Lo que hemos comprendido está perdido”.
¿Qué es lo que lleva a Phillip, entonces, a perseguir a esa mujer desconocida? ¿La búsqueda de una vitalidad que puede desprenderse de la ruptura de un orden estricto y mecánico? ¿O, por el contrario, el fetichismo del mundo actual, encarnado en ese par de zapatos azules, en esa cantidad de objetos que el personaje va perdiendo (la billetera, su zapato, el celular una vez que queda sin batería) y que lo llevan hacia los márgenes?
Phillip transita su propia ciudad y anda cerca de su casa, de su hijo, de su trabajo. Es decir, puede volver cuando quiera. Pero hay una pulsión que lo arrastra. Comprender es estar perdido, dice. Esa puede ser, entonces, una de las grandes claves de la novela. Por un lado la búsqueda, casi como una droga, como un estímulo de sensaciones nuevas, de revitalización del mundo, de renovación; pero a la vez esa búsqueda aparece fetichizada, arropada por una fantasía que, a la vez, atrapa al lector hacia un final igualmente amargo.
Si la aventura, según Simmel, es “aquella parte de nuestra existencia que transcurre en su sentido más hondo fuera de la normal continuidad de esa existencia”, Phillip al torcer su vida tranquila, al salirse del cauce, podría estar aproximándose a esa idea. Pero no. Phillip es un urbanita que no logra transformar ese quiebre en aventura. Porque la aventura, además de la alteración en la continuidad de la vida, supone un regreso enriquecido por la experiencia. Es decir, el regreso que hace posible lo vivido como una unidad temporal, autónoma, propia. Y Phillip nunca vuelve. O se hunde, mejor, en el fragmento; no hace otra cosa que llevar al extremo, barranca abajo, su propia alienación que es, sin duda, un reflejo alargado del mundo actual.