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La poesía chilena encajada

Por Vicente Undurraga

Las cuatro cajas en que se ha parapetado la poesía chilena en su audaz existencia: Artefactos de Nicanor Parra, La poesía chilena de Juan Luis Martínez, Cartas al azar de Elvira Hernández y Verónica Zondek y Bello Barrio de Mauricio Redolés.

Texto y fotos por Vicente Undurraga

 

 

 

Como las de zapatos, de cartón y con tapa que se ensambla por arriba, son las cuatro cajas en que se ha parapetado la poesía chilena en su audaz existencia. 

Pero tanto o más que el soporte, su materialidad tan llamativa y relevante, interesa el plan de fuga –o de restitución, ya se verá– que cada una a su manera ejecuta. Son cuatro cajas pero cinco poetas, que en sus operaciones posibilitaron una nueva determinación, aire y circulación poética: Artefactos, Nicanor Parra, 1972; La poesía chilena, Juan Luis Martínez; Cartas al azar, Elvira Hernández y Verónica Zondek, 1989; y Bello Barrio, Mauricio Redolés, 2000. 

No es la única forma en que la poesía chilena se ha salido de sí –ahí están por ejemplo los poemas pintados de Huidobro, las escrituras en acantilados y cielos de Raúl Zurita o los versos-hilo de Cecilia Vicuña–, pero la de estas cajas es una salida especial. Porque la palabra aparece en el límite, deshaciéndose o rehaciéndose, en directo contacto con las cosas, casi confundida con ellas entre aforismos y puñados de tierra, versos cortados y certificados de defunción, dibujos y aire embotellado. Así extreman esa “necesidad de condensación… de atajos” que defendía Joseph Brodsky. 

Conforman una gran pequeña tradición. Riman, conversan y discrepan, se citan y se alejan, como las tradiciones, como las amistades. Y hay siempre una risa en ellas. Aun desplegadas en tiempos de oscuridad y presentadas como clausuras, estas cuatro cajas alumbran y ensanchan. 

  

Toda caja proyecta una expectativa. Vivimos y morimos entre cajas de todo tipo. Por qué no iba a tener cabida en ellas la poesía. Cada una de estas tiene su propia razón de ser. En el contexto de la poética de cada autor o del momento literario y político en que aparecieron, evitaron que la poesía se desencajara. 

El primero fue Parra al publicar, en plena Unidad Popular, los Artefactos bajo el sello de la Universidad Católica, cuestión significativa dada la índole blasfemante y obscena de la obra. Parra había publicado ya su obra gruesa: entre los inmortales endecasílabos de los primeros antipoemas (“Juro que no recuerdo ni su nombre / mas moriré llamándola María”), las cuecas, los monólogos y las canciones rusas, la mano antipoética ya estaba desplegada y urgía una salida, como no fuera el silencio, que diera forma o contención, literalmente, a la explosión del antipoema. 

En sus Conversaciones con Leonidas Morales, Parra relaciona los artefactos con el método de la física cuántica, “que no concibe la realidad como continua sino como discontinua”, y los equipara a un proceso de desintegración atómica “con liberación de grandes cantidades de energía”. Esta atomización, espejo del sujeto contemporáneo, deja esquirlas que, a la manera de un mensaje publicitario, el antipoeta buscaba que fuesen “un pinchazo a la médula”, que galvanizara al lector, lo cual se cumple no en todos pero sí en los mejores casos. “Antes sí / ahora no”, dice uno, breve y bravo. 

Son aforismos, diálogos mínimos y frases sueltas de Parra que el artista Juan Guillermo Tejeda ilustró con fotos y dibujos. 250 postales –aproximadamente porque en cada caja hay repetidas y faltantes; el azar no ha quedado fuera– que aglutinadas permiten el despliegue cabal de la contradicción, que es la forma de conocimiento central de la antipoesía, auxiliada por la risa y la nota lírica o melancólica, cabiendo así el constante recuerdo de Violeta Parra, la sátira política a diestra y siniestra y la mera observación de hechos sociales. En 1983, Parra se repitió el plato con otra caja: Chistes para/parra desorientar a la policía/poesía.

Con los Artefactos tiene especial resonancia Cartas al azar, de Zondek y Hernández, quien firma con su nombre civil, María Teresa Adriasola, en el primer paso de una gran maniobra de cesión de la palabra. También esta caja consta de una serie de cartas, pero ya no en su acepción de postales, sino de naipes. Ilustrados vehementemente por cuatro artistas, en su reverso cada uno lleva un poema de medio centenar de poetas chilenos, desde Gabriela Mistral, única muerta al momento de la edición, hasta algunos que el tiempo ha alejado o que consolidó, como Lihn, Díaz Varín, Millán, Vicuña, Zurita o Redolés. Las ilustraciones dialogan con los textos difusa, directa o grotescamente. Se lo podría leer como una suerte de impetuoso oráculo poético. 

Cartas al azar es la más pequeña de las cajas y se publicó el 28 de diciembre de 1989, al final de la dictadura. En su breve texto de contracaja, las antologadoras le hablan al “malaxado lector”, mencionando, y no puede ser casual, las palabras “artefactos” y “la poesía chilena” –y adentro hay poemas de Parra y Martínez. Respecto a su trabajo junto a Zondek en esos tiempos de oscuridad, Hernández comenta: “Delirábamos en ese ambiente irrespirable. ¿Cómo respirar? El humor permite, si tiene cierto estilo, salir de la gravedad y no perder la perspectiva de lo que se perseguía: mostrar poesía chilena”. 

Aparte de las 52 cartas-poemas antologadas, que igualan en número al mazo de las barajas inglesa y francesa, hay tres naipes más. Uno es una carta blanca. Carta blanca, en ese entonces en Chile, no tenía cualquiera: la poesía recupera terreno. Y los otros dos, que podrían considerarse las cartas marcadas, contienen poemas de las propias Zondek y Hernández, que aunque ceden la palabra, no se privan de ella en esta caja-celebración de la vitalidad de la poesía chilena que sigue en el tiempo a la caja que había sido su lápida: la de Juan Luis Martínez. 

La poesía chilena de Martínez vino a culminar el trabajo que el poeta había mostrado un año antes con su magnética obra La nueva novela, esto es, llevar el lenguaje a sus extremos, desquiciarlo. Lo que hace Martínez con su caja en 1978 es un acta de defunción de la poesía chilena: negra, fúnebre, contiene en su interior una bolsa sellada con “Tierra del Valle Central de Chile” y un catálogo bibliográfico con las fichas, timbradas por la Biblioteca Nacional, de cuatro libros clave de la tradición poética chilena. A cada ficha se le ha adherido el certificado de defunción (real, legal) de su autor: Mistral, Neruda, De Rokha y Huidobro. Luego vienen 33 fichas vacías acompañadas de una bandera chilena de papel volantín y al final, en una última ficha, se menciona sólo un título, “Tierra del Valle Central de Chile”, y se le adhiere el certificado (real, legal) de defunción del padre de Martínez. 

Antes, en la primera página del catálogo, encajado en un parche negro y en lo que constituye la única escritura propiamente tal de la caja, se lee, bajo el encabezado “Ab Imo Pectore”, frase proveniente de La Eneida que significa “desde el fondo de mi pecho”, lo siguiente: “Existe la prohibición de cruzar una línea que sólo es imaginaria / (La última posibilidad de franquear ese límite se concretaría mediante la violencia): / Ya en ese límite, mi padre muerto me entrega estos papeles”. 

No es una obra mezquina con las interpretaciones, pero es irreductible. Que la tierra, señalada como la obra del padre, representa el destino fatal de todo, incluida la poesía. Que la poesía no puede hablar en medio de tanto horror. O al contrario, que todo no es sino un “levántate y anda”. Son lecturas posibles para un gesto desafiante. 

Elvira Hernández lo leyó con lucidez y se situó en las antípodas, atrincherándose en la palabra escrita, esa que pese a toda opresión o descrédito, resiste: “Emocionalmente me afectaba esa caja funeraria y parricida pues yo estaba instalada en el conocimiento de esa tradición y por ningún motivo iba a darle la espalda, aunque sólo fuera gestualmente”. ¿Y qué hizo? Lo ya señalado: “Pasé de esa expiración timbrada a otorgarle otro aire –vida, por tanto– en un espacio protegido: la caja”. Invitó entonces a Zondek y juntas reabrieron el horizonte de la palabra. 

En 2000 apareció la cuarta caja: la vuelta al ruedo de lo que en 1987 había aparecido como casete casi clandestino: Bello Barrio, de Redolés. Esta caja, la más grande, dialoga con la de Parra en la risa; con la de Zondek y Hernández en tanto le deja espacio preferente a otros y al azar (convocando voces como la de un fan o la de Roque Dalton); y con la de Martínez en la medida en que se junta con las cosas, incorporando también una bolsa con tierra, aunque ya no de una zona amplia como el Valle Central sino del barrio Mapocho, lo mismo una botella con aire y un espejo en donde se reflejó un día la luz de dicho barrio santiaguino. Es una vuelta al ruedo, a la vida y a la calle.

Redolés incluye unas postales que en su reverso son anuncios de sus conciertos y el CD con las canciones y los poemas recitados. Y un cuadernillo con las letras, la lírica: el Bello Barrio situándose de lleno en su condición de gran obra poética. “Verde susurro pa’ Georgina”, “Chaos”, “Descripción de la casa de Harrow Road” o el mismísimo “Bello Barrio” lo corroboran al primer googleo.

Si la existencia de la poesía chilena ha sido audaz lo es porque en sus derivas está la marca del atrevimiento y de un desasosiego que es probablemente el primer motor de tal audacia.

El acorralamiento de la palabra –por los discursos cerrados, por el horror, por los consensos– es el caldo en que se cultivó el ingenio de los poetas para encajar la poesía chilena y permitirle de ese modo seguir siendo lo que siempre ha sido, un quiebre y un renuevo de la lengua radicales. 

 

 

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