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Prólogos

La permanencia en lo negativo

Por Slavoj Žižek

"¿Y si el terror es una especie de punto cero necesario para limpiar el marco para el nuevo comienzo?" El prólogo de Slavoj Žižek a la edición argentina de su libro, a cargo de Ediciones Godot.

Por Slavoj Žižek.

La revista Rolling Stone recientemente llegó a esta conclusión después de las violentas protestas en Ferguson:

Nadie está dispuesto a decirlo aún. Pero después de Ferguson, y especialmente después del caso de Eric Garner que explotó en Nueva York después de otra decisión de no acusar a un oficial tras la muerte bajo custodia de un miembro de una minoría, la policía de pronto tiene un problema de legitimidad en este país. Los recursos policiales están ahora distribuidos de manera tan despareja y la justicia se está administrando con una incoherencia tan descarada que todo el mundo va a empezar a cuestionar la autoridad política de base de la policía. 

En tal situación, cuando la policía deja de ser percibida como el agente de la ley, del orden jurídico, para ser percibida como otro agente social violento, las protestas contra el orden social predominante también tienden a dar otro giro, el de explotar la negatividad abstracta. Cuando, en su Psicología de grupo, Freud describe la “negatividad” de desvincular los vínculos sociales (Tánatos en oposición a Eros, la fuerza del vínculo social), descarta, con demasiada facilidad, las manifestaciones de esta desvinculación como fanatismo de la multitud “espontánea” (como opuesto de las multitudes artificiales: la Iglesia y el Ejército). Contra Freud, nos quedamos con la ambigüedad de este movimiento de desvinculación: es un nivel cero que abre el espacio para la intervención política. En otras palabras, esta desvinculación es la condición prepolítica de la política y, con respecto a ella, cada intervención política propiamente dicha ya va “un paso demasiado lejos” y se compromete con un nuevo proyecto (o Significante Amo). Hoy en día, este tema aparentemente abstracto vuelve a ser relevante: la energía “desvinculante” está ampliamente monopolizada por la nueva derecha (el movimiento del Tea Party en Estados Unidos, donde el partido republicano cada vez está más dividido entre el Orden y su Desvinculación). Sin embargo, aquí también, cada fascismo es un signo de revolución fallida, y la única manera de combatir esta desvinculación derechista será que la izquierda participe en su propia desvinculación, y ya hay indicadores de esto (las importantes manifestaciones en toda Europa en 2010, de Grecia a Francia y el Reino Unido, donde las manifestaciones de los estudiantes contra las tasas universitarias se volvieron violentas inesperadamente). Al afirmar la amenaza de la “negatividad abstracta” al orden existente como característica permanente que jamás puede ser aufgehoben, Hegel es aquí más materialista que Marx: en su teoría de la guerra (y de la locura), es consciente del constante retorno de la “negatividad abstracta”, que desata violentamente los vínculos sociales. Marx vuelve a agregar la violencia en el proceso en que surge un Nuevo Orden (la violencia como “partera” de una nueva sociedad), mientras que en Hegel la desvinculación sigue siendo no suprimida. Uno de los nombres de esta “negatividad abstracta” es “violencia divina”, sobre la cual escribió Walter Benjamin. En su entrada de diario del 20 de mayo de 1934, Werner Kraft informa la respuesta de Benjamin sobre su relación actual. más de una década después, con “Para una crítica de la violencia”. 

Una derecha justa [gerechtes Brecht] es lo que sirve a los oprimidos en la lucha de clases. […] La lucha de clases es el centro de todas las cuestiones filosóficas, incluidas las más altas. […] Lo que antes llamaba “violencia divina” (“dominante”) era un espacio vacío, una noción liminar, una idea reguladora. Ahora sabe que se trata de la lucha de clases. […] La violencia justificada nada tiene que ver con una sanción; no agrega nada a la cosa; carece de una imagen sensible como la “corona” de un rey, etc. Uno puede matar, cuando lo hace de esta manera, como cuando mata un buey. La “guerra justa” al final del artículo sobre la violencia: la lucha de clases.

¿Acaso esto no nos lleva de nuevo a Ferguson? En agosto de 2014, estallaron protestas violentas en Ferguson, un suburbio de St. Louis, luego de que un policía le disparara y matara a un adolescente negro desarmado, sospechoso de un robo: durante varios días, la policía trató de dispersar mayormente a los manifestantes negros. Aunque los detalles del accidente no están claros, la mayoría negra y pobre de la ciudad lo tomó como una prueba más de la sistemática violencia policíaca en su contra. En los barrios pobres y guetos estadounidenses, la policía funciona en efecto cada vez más como una fuerza de ocupación, algo parecido a las patrullas israelíes que entran en el territorio palestino en Cisjordania; los medios de comunicación se sorprendieron al descubrir que incluso sus armas son cada vez más las armas del Ejército de Estados Unidos. Incluso cuando las unidades de la policía solo intentan restaurar la paz, distribuir la ayuda humanitaria u organizar medidas sanitarias, su modus operandi es el de controlar a una población extranjera. ¿Acaso estas manifestaciones violentas, “irracionales” y sin demandas programáticas concretas, sostenidas solo por un pedido de justicia, no son casos ejemplares de la violencia divina en la actualidad? Tal como lo expresó Benjamin, son medios sin extremos, que no son parte de una estrategia a largo plazo. Benjamin opone aquí los medios a las (de)mostraciones: mientras que la violencia mítica es un medio (ilegal) para imponer la ley, la violencia divina es una demostración pura, o, antes bien, una mostración (exhibición pública) que no sirve a nadie, que no tiene ningún objetivo: “En cuanto al hombre, es impulsado por la ira, por ejemplo, a los estallidos más visibles de una violencia que no está relacionada como medio para un fin determinado. No es un medio sino una manifestación”.

¿Esto mismo acaso no aplica, además de a otras protestas que siguieron a Ferguson, como los disturbios en Baltimore en abril de 2015, a los disturbios en los suburbios franceses en otoño de 2005, cuando vimos miles de automóviles en llamas y un importante brote de violencia pública? Lo que llama la atención es la ausencia total de alguna perspectiva utópica positiva entre los manifestantes: si el Mayo del 68 fue una revuelta con una visión utópica, la revuelta de 2005 fue solo un arrebato sin pretensiones. Si el tan repetido lugar común de que vivimos en una era postideológica tiene algún sentido, es aquí. Los manifestantes en las afueras de París no estaban haciendo ninguna demanda en particular. Solo insistían en ser reconocidos, basados en un resentimiento vago y no articulado. La mayoría de los encuestados mencionó lo inaceptable que era que el entonces ministro del Interior Nicolas Sarkozy los hubiera llamado “escoria”. En un extraño cortocircuito autorreferencial, protestaban contra la reacción misma a sus protestas. Y aquí es donde la “razón populista” encuentra su límite irracional: lo que tenemos es una protesta de nivel cero, un acto de protesta violenta que no reclama nada. Había algo de ironía en ver a sociólogos, intelectuales y comentaristas tratando de comprender y ayudar. Intentaban, con desesperación, dar sentido a los actos de protesta: “Debemos hacer algo acerca de la integración de los inmigrantes, acerca de su bienestar, de las oportunidades de trabajo que proclamaron y, en el proceso, complicaron el gran enigma que presentaron los disturbios”.

Los manifestantes, aunque en efecto no privilegiados y excluidos de facto, de ninguna manera estaban sufriendo de inanición. Tampoco se encontraban reducidos a un nivel de supervivencia. Personas en una situación material mucho más terrible, ni hablar de las condiciones de opresión física e ideológica, habían logrado organizarse como agentes políticos con agendas claras o incluso algo confusas. El hecho de que no hubiera un programa en la quema de los suburbios de París es en sí un hecho que debemos interpretar. Nos dice mucho sobre nuestra situación ideológico-política. ¿En qué clase de universo vivimos que celebramos ser una sociedad que elige pero la única opción disponible para un consenso democrático forzado es una representación ciega? El triste hecho de que una oposición al sistema no pueda articularse como alternativa realista, o al menos como un significativo proyecto utópico, sino solo tomar la forma de un estallido sin sentido, es una grave crítica a nuestra situación. ¿Para qué sirve nuestra célebre libertad de elección si la única opción es la que existe entre las reglas del juego y la violencia (auto)destructiva? La violencia de los manifestantes estaba dirigida casi exclusivamente contra los suyos. Los automóviles quemados y las escuelas incendiadas no pertenecían a los barrios más ricos. Eran parte de las adquisiciones ganadas con el esfuerzo del propio estrato del que provenían los manifestantes.

Al ver los impactantes informes e imágenes de los suburbios de París en llamas, debemos evitar lo que llamo la “tentación hermenéutica”, buscar un significado más profundo o un mensaje oculto en estos estallidos. Lo más difícil de aceptar es precisamente la falta de sentido de los disturbios: más que una forma de protesta, constituyen lo que Lacan llama un “passage a l’acte”, un movimiento impulsivo a la acción que no puede traducirse en palabras ni pensamientos, y lleva consigo una intolerable carga de frustración. Esto no solo da testimonio de la impotencia de los autores, sino, más aún, de la falta de lo que Fredric Jameson ha llamado “mapeo cognitivo”, una incapacidad para inscribir la experiencia de su situación en un todo significativo.

El contraargumento inmediato esta aquí: ¿pero estas manifestaciones violentas no suelen ser injustas? ¿No afectan a los inocentes? Si queremos evitar las sobrecargadas explicaciones políticamente correctas según las cuales las víctimas de la violencia divina no deberían resistirse con modestia por su responsabilidad histórica genérica, la única solución es simplemente aceptar el hecho de que la violencia divina es en efecto brutalmente injusta: suele ser algo aterrador, no una intervención sublime de la bondad y justicia divinas. Un amigo mío, liberal de izquierda, de la Universidad de Chicago me contó su triste experiencia: cuando su hijo llegó a la edad de la escuela secundaria, lo inscribió en una escuela al norte del campus, cerca de un gueto negro, donde la mayoría eran niños negros. Pero su hijo casi siempre regresaba a casa con moretones o dientes rotos. Entonces, ¿qué debería haber hecho? ¿Cambiar a su hijo de escuela donde la mayoría fuera blanca o dejarlo allí? El punto es que este dilema es erróneo: el dilema no puede resolverse en este nivel porque la brecha misma entre los intereses privados (la seguridad de mi hijo) y la justicia global da testimonio de una situación que debemos superar. 

¿Cómo podemos superarla? Hay una larga tradición de intentos radicales para “salir”, correr el riesgo de una ruptura completa, seguir la tendencia de los colectivos autoorganizados en áreas fuera de la ley de la ciudad. Podría decirse que el mayor monumento literario de una utopía semejante viene de una fuente inesperada: La guerra del fin del mundo (1981) de Mario Vargas Llosa, la novela sobre Canudos, una comunidad fuera de la ley en el interior de Brasil, hogar de prostitutas, bichos raros, mendigos, bandidos y los más miserables pobres. Canudos, dirigido por un profeta apocalíptico, era un espacio utópico sin dinero, propiedades, impuestos ni matrimonios. En 1987, fue destruido por las fuerzas militares del gobierno brasileño. Los ecos de Canudos pueden discernirse claramente en las favelas de hoy en las megalópolis de América Latina: ¿no son, en cierto sentido, los primeros “territorios liberados”, las células de las sociedades autoorganizadas del futuro? ¿Las instituciones como los comedores comunitarios no son un modelo de la vida local comunal “socializada”? El territorio liberado de Canudos en Bahía será para siempre el modelo de un espacio liberado, de una comunidad alternativa que niega profundamente el espacio estatal existente. Todo debe ser aprobado aquí, incluso el “fanatismo” religioso. Es como si, en tales comunidades, el otro lado benjaminiano del Progreso histórico, los vencidos, adquirieran un espacio propio. La utopía existió aquí por un breve período. Esta es la única manera de explicar la violencia “irracional” y excesiva de la destrucción de estas comunidades (en el Brasil de 1897, todos los habitantes de Canudos, niños y mujeres incluidos, fueron sacrificados, como si el recuerdo de la posible libertad hubiera sido borrado, y por un gobierno que se presentaba a sí mismo como liberal, democrático, republicano y “progresista”). Hasta ahora, estas comunidades explotaron de vez en cuando como fenómenos pasajeros, sitios de eternidad que interrumpieron el flujo del progreso temporal. Deberíamos tener el valor de reconocerlos también en las reducciones (misiones) jesuitas del Paraguay del siglo XVIII (brutalmente destruidas por la acción conjunta de los ejércitos de España y Portugal).

Podemos encontrar otro ejemplo entre los ismaelitas nizaríes: el 17 del mes de Ramadán (8 de agosto) de 1164, su gobernante Hasan II pronunció un sermón en el castillo de Alamut, proclamando la Qiyamat, o Gran Resurrección. A mediados del mes de ayuno, Alamut rompió su ayuno para siempre y proclamó días festivos perpetuos, incluyendo sexo y alcohol libres. La justificación doctrinal para esta interrupción de la Ley era que un creyente “muere antes de la muerte” cuando se da cuenta de la naturaleza ilusoria de su En sí y luego vuelve a nacer en el cuerpo, como individuo, con el “alma en paz”. Cuando Hasan II proclamó la Gran Resurrección que marca el fin de los tiempos, levantando el velo del Ocultamiento y derogando la Ley religiosa, ofreció a sus seguidores una participación comunal e individual en la libertad perfecta de la mística. Sin embargo, el anverso de esta actualización instantánea de la dichosa libertad es que esos ismaelitas nizaríes también son conocidos como “asesinos” que fascinaron a la mirada occidental desde el siglo XII: según el mito, eran asesinos despiadados que obedecían incondicionalmente las órdenes de su amo, sin tener en cuenta su propia vida.

De acuerdo con la doxa liberal tradicional y posmoderna, el milenarismo debe ser rechazado como un caso de fanatismo autodestructivo: la entrada en vigencia directa de una utopía imposible del “fin de los tiempos” debe terminar en una orgía de violencia, en una explosión catastrófica de la negatividad social. Desde la habitual perspectiva posmoderna, estos intentos (generalmente catalogados como “Mal radical”) representan el abismo de la solución instantánea cuya realidad es siempre la destrucción furiosa, por lo que la tarea es resistir esta tentación y detenerla antes del abismo. Aquí, ya, las cosas se complican: para Robespierre, el terror revolucionario era una etapa intermedia que debía crear las condiciones para una futura sociedad de la abundancia y la libertad, y el problema era que esta etapa intermedia tendía a reproducirse indefinidamente hasta su autodestrucción. Las sociedades milenarias reales pueden, entonces, ser definidas por esta superposición inmediata de opuestos: el final feliz está aquí, pero no todavía, y el presente es el paso violento en curso hasta el final...

A lo largo de estas líneas, en su Left in Dark Times, Bernard Henri-Levy propone su idea de por qué la terrible experiencia del reino de los jemeres rojos en Camboya (1975-1979) era tan importante para la izquierda: nos obliga a descartar de una vez por todas la noción estándar de que hasta el momento todas las revoluciones fallaron por no ser “suficientemente radicales” porque, en lugar de seguir su lógica hasta el final, cedieron ante lo que intentaban superar. Lo único que podemos decir de los jemeres rojos es que iban a fondo, hasta el extremo de una transformación social tan profunda como se podía imaginar: se saquearon ciudades enteras, se abolieron el dinero y el mercado, toda la educación se llevó a un punto muerto para crear un Hombre Nuevo desde cero, la unidad familiar misma fue interrumpida (pronto los niños fueron separados de sus padres), etc. Y el resultado fue una pesadilla... Sin embargo, contra esta observación aparentemente convincente, debemos insistir en que los jemeres rojos no eran suficientemente radicales: aunque llevaron a un extremo la negación abstracta del pasado, no inventaron ninguna nueva forma de colectividad; solo la reemplazaron con un régimen primitivo de control igualitario y explotación despiadada, donde las relaciones sociales quedaban, por así decirlo, reducidas a la paradoja más elemental de la obscenidad del poder: el poder de los jemeres rojos se trataba a sí mismo como una obscenidad ilegal. Indagar sobre la estructura del poder del Estado era considerado un delito: se hacía referencia a los líderes en forma anónima, con nombres como “Hermano n° 1” (Pol Pot, por supuesto), “Hermano n ° 2”, etc., y el partido gobernante se llamaba simplemente “Angka”, generalmente traducido como “organización”. Aquí están plenamente justificadas las connotaciones gánster, no solo en el sentido común de los crímenes cometidos, sino en el sentido de la organización tratándose a sí misma como un cuerpo secreto, una Cosa Nostra maoísta.

En un caso único de ironía, el nombre “Pol Pot” significa en esloveno “mitad del camino”, y desde el punto de vista hegeliano, el problema con las explosiones milenarias es que cuanto más autodestructiva es su “radical” violencia, menos suficientemente radicales son, incapaces de establecer un nuevo orden. Ocurre lo mismo con el arte moderno: los cuadros negros de Malevich que reducen la imagen a su mínima diferencia, a un marco que lo separa de su entorno, no son el punto final que debe posponerse eternamente: son un punto cero desde el cual hay que volver a empezar. El problema con los intentos revolucionarios hasta ahora, pues, no fue que eran “demasiado extremos”, sino que no eran suficientemente radicales, que no cuestionaban sus propios presupuestos.

Por más loco e insípido incluso que parezca, el problema con Hitler fue que no fue suficientemente violento: el nazismo no fue suficientemente radical, no se atrevió a perturbar la estructura básica del espacio social capitalista moderno (razón por la cual tuvo que inventarse un enemigo externo, los judíos, y enfocarse en destruirlo). Es por esto que debemos oponernos a la fascinación con Hitler que indica que era una mala persona, por supuesto, responsable de la muerte de millones, pero que definitivamente tenía agallas. Hitler perseguía con voluntad de hierro lo que quería... Este punto no solo es éticamente repugnante, sino que simplemente es erróneo: no, Hitler no “tenía agallas” para cambiar las cosas de verdad; en realidad no actuaba. Todas sus acciones fueron en esencia reacciones. Es decir, actuó para que nada cambiara en realidad; puso en escena un gran espectáculo de la Revolución para que el orden capitalista pudiera sobrevivir. Si realmente queremos nombrar un acto realmente audaz, para el cual había que “tener agallas” para intentar lo imposible, pero que a la vez fue un acto horrible, un acto que causó más sufrimiento del que podemos comprender, fue la colectivización forzosa de Stalin a fines de la década de 1920 en la Unión Soviética. Pero incluso en este caso puede hacerse el mismo reproche: la paradoja de la “revolución estalinista” de 1928 fue eso, en toda su radicalidad brutal: no fue suficientemente radical para transformar efectivamente la sustancia social. Su destrucción brutal debe leerse como un passage a l’acte impotente.

¿Pero hay alguna “forma correcta” de hacer un pasaje revolucionario? ¿Y si Hegel tiene razón y el primer intento de una ruptura revolucionaria debe culminar en un terror autodestructivo para que solo por repetición pueda surgir la “forma correcta”? ¿Y si el terror es una especie de punto cero necesario para limpiar el marco para el nuevo comienzo? ¿Y si el terror juega este papel precisamente en tanto es (experimentado como) un inútil punto muerto?

¿Acaso no estamos enfrentando aquí la alternativa de Bataille de la “economía restringida” y la “economía general”? La negatividad hegeliana claramente queda dentro de los límites de la “economía restringida”, donde todos los gastos (la explosión de la negatividad), sin importar cuán radicales, violentos o (auto)destructivos sean, se economizan y sirven como un desvío necesario en el progreso general de la totalidad racional. Justamente, cuando nos acercamos al abismo de la autodestrucción total, la negatividad se convierte como por obra de magia en su opuesto; es suprimida (aufgehoben) como una positividad nueva y más alta. No es de extrañar que el propio Hegel use la palabra “mágica” en un pasaje crucial sobre el poder de lo negativo en la introducción a Fenomenología del espíritu: “Esta permanencia [en lo negativo] es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser”. ¿Y si Hegel realmente realiza aquí un truco de magia que ofusca el abismo destructivo de la negatividad radical? Tomemos el ejemplo de Hegel del estallido autodestructivo supremo de la negatividad social, el terror revolucionario jacobino de 1792-1794. ¿Hegel lo justifica como un paso intermedio necesario? ¿Debemos atravesarlo para llegar a la libertad concreta en un estado racional? Enseguida podemos ver que las cosas son mucho más complejas; este es el pasaje clave de la famosa descripción de Hegel:

Lo único que logró exclusivamente la libertad universal es, pues, la muerte; una muerte que no logra nada, no tiene nada al alcance de la mano, porque lo que se niega es la entidad puntual incumplida e inalcanzada del en sí absolutamente libre. Por lo tanto, es la muerte más fría y más insulsa, sin otra significación que la de cortar una cabeza de repollo o la de beber un sorbo de agua.

Si la víctima es una “entidad puntual incumplida e inalcanzada del en sí absolutamente libre”, que en última instancia significa cualquiera, cualquier persona (ya que lo que me hace una víctima potencial no son mis propiedades ni actos, sino el hecho formal-abstracto de que soy una persona), su contrapunto, la universalidad en nombre de la cual se ejerce el terror, no es menos vacía ni abstracta: el último año del gobierno jacobino, Robespierre promovió una nueva religión que, en lugar de un dios o dioses individuales y concretos, celebra un Ser Supremo (être supreme) sin nombre, que, debido a su abstracción desprovista de contenido positivo, no puede funcionar como un agente activo de la movilización y desencadenar el entusiasmo revolucionario. Esto significa que, ya antes de su pérdida real de poder en la contrarrevolución de Termidor, los jacobinos estaban espiritualmente muertos, de modo que con un leve empujón se desplomarían. En su Fenomenología del espíritu, una vez más, Hegel cita el famoso pasaje de El sobrino de Rameau de Diderot sobre el “silencioso y continuo tejido del Espíritu en el simple interior de su sustancia”. 

Se desliza cada vez más profunda y penetrantemente por el interior de las partes nobles, y pronto se ha adueñado profundamente de todas las entrañas y [los] miembros del ídolo inconsciente, y “un buen día empuja con el codo a su caramara, y ¡patapaf!, he ahí el ídolo en el suelo”: un buen día, cuyo mediodía no es sangriento, cuando el contagio ha penetrado ya en los órganos de la vida espiritual.

La razón por la cual los jacobinos cayeron del poder tan fácilmente fue, tal como quedó claro con la nueva religión del Ser Supremo, que su reinado fue revelado finalmente en su vacuidad, como desprovisto de toda sustancia espiritual. Como dice Hegel, el Más Allá remoto al cual los jacobinos se referían como su Absoluto “se cierne allí solo como una exhalación de gas rancio, del être suprême vacío”. La metáfora de Hegel es maravillosamente precisa aquí: la Causa suprema ya no es el violento y fresco viento de las pasiones revolucionarias, sino un mero “gas rancio”. Entonces, Hegel opone esta libertad abstracta autodestructiva a la libertad real y concreta que, 

como sustancia universal, se hiciera objeto y ser permanente. Este ser otro sería la diferencia en la libertad, con arreglo a la cual se dividirá en masas espirituales subsistentes y en los miembros de poderes diversos; en parte, en que estas masas fuesen las cosas del pensamiento de un poder legislativo, judicial y ejecutivo, pero, en parte, las esencias reales que se desprenderían como resultado en el mundo real de la cultura, en que fuesen, considerando más de cerca el contenido del obrar universal, las masas particularizadas del trabajo, ulteriormente se distinguirán como los estamentos más especiales. La libertad universal, que de este modo se disociaría en sus miembros y se convertiría precisamente con ello en sustancia que es, quedaría así libre de la individualidad singular y distribuiría la muchedumbre de los individuos entre sus diversos miembros. 

La fórmula más concisa del sueño fascista es: “Un lugar adecuado para todos, y cada uno en su lugar adecuado”. Ya en este nivel puramente formal, deberíamos tener en cuenta cómo esta fórmula invierte el axioma fundamental de la lógica del significante: en todas las estructuras significantes, hay un lugar vacío que siempre carece del elemento adecuado para llenarlo, elemento que jamás podrá encontrar su lugar apropiado; son estructuralmente la misma entidad, y sus dos lados jamás pueden tocarse. Aquí tenemos a Hegel en su peor momento, el Hegel de la corporación protofascista para quien la libertad concreta significa que cada individuo cumple con su papel particular dentro de la totalidad social orgánica. Si estas distinciones concretas se disuelven, volvemos a una libertad abstracta que es como la noche cuando todas las vacas (sociales) son negras, una vorágine destructiva de lo Real, un abismo primordial aterrador, que se traga todo, disuelve todas las identidades, es bien conocido en la literatura en sus múltiples formas, desde el torbellino de Poe y el “horror” de Kurtz al final de El corazón de las tinieblas de Conrad hasta Pip de Moby Dick de Melville, quien, al ser arrojado al fondo del océano, experimenta el demonio de Dios:

[S]e la había llevado viva allá abajo, a las maravillosas profundidades, donde extrañas formas del intacto mundo prístino se deslizaban de un lado para otro ante sus ojos pasivos […]. Pip veía esos animalillos, como los del coral, multitudinarios y divinamente omnipresentes, que elevaban las colosales esferas desde el firmamento de las aguas. Vio el pie de Dios en el pedal del telar del mundo y así lo contó, y de ahí el que sus compañeros le llamaran loco. 

Pero, ¿qué ocurriría si esta noción de lo Real como la Cosa insoportable y traumática última, que no podemos enfrentar directamente porque su presencia directa es demasiado cegadora (al igual que la idea subyacente de que la engañosa realidad cotidiana es un velo que oculta el Horror a la Cosa insoportable), fuera falsa? ¿Qué ocurriría si el velo último que oculta lo Real fuera la noción misma de la Cosa horrible detrás del velo? La estructura es aquí la de una banda de Moebius: el horror que vemos dentro del marco, todo su contenido, se saca de la realidad y así también el sujeto es tomado de la realidad. En resumen, hay solo una realidad única, con una pantalla que hace que la realidad que se coloca dentro del marco de esta pantalla parezca de otra naturaleza. 

Por lo tanto, el desplazamiento propiamente dialéctico es, pues, el desplazamiento de la Cosa (el abismo caótico de lo Real, el contenido sin marco y sin forma) al Marco vacío, del Vacío que traga todo al Marco dentro del cual puede surgir lo nuevo. Entonces, “la Cosa es un Marco vacío” debería ubicarse en la larga serie de lo que Hegel llamó “juicios infinitos”, juicios que afirman la identidad de opuestos radicales, la inversión inmediata de un polo en su opuesto. El movimiento aquí es doble: primero se invierte la libertad absoluta en terror autodestructivo; luego, este terror mismo colapsa, se convierte en un marco vacío que abre el espacio para un nuevo comienzo. (Ocurre lo mismo con el arte moderno: el punto cero que representan los cuadros negros de Malevich no es el final, el abismo autodestructivo, sino el punto cero de un nuevo comienzo, el violento vaciamiento del plato que abre el espacio para la supresión (recordemos el vínculo de Freud y Lacan entre la pulsión de muerte y la supresión).

También debemos señalar aquí las diversas maneras en que puede funcionar un marco. En primer lugar, está el marco que aísla (demarca) la realidad normal en el caótico mar de lo Real, que así crea una isla de realidad “normal” dentro de sus coordenadas; luego, está el marco opuesto, un marco que aísla la mancha anamórfica de lo Real dentro de la realidad constituida (como la famosa mancha prolongada en Los embajadores de Holbein); por último, está el dominio entre los dos marcos, o lo Real entre la realidad exterior y la realidad. En una pintura moderna, el marco que vemos delante de nosotros no es el verdadero marco; hay otro marco, invisible, el marco que implica la estructura del cuadro, el marco que demarca nuestra percepción de la pintura, y estos dos marcos, por definición, jamás se superponen: los separa una brecha invisible. El contenido fundamental del cuadro no se encuentra en su parte visible, sino que está en esta dislocación de los dos marcos, en la brecha que los separa. Esta dimensión entre los dos marcos es evidente en Malevich (¿qué es su “Cuadrado negro sobre fondo blanco” si no la marca mínima de la distancia entre los dos marcos?), en Edward Hopper (recordemos sus figuras solitarias en edificios de oficinas o cenas, donde pareciera que el marco del cuadro tuviera que redoblarse con otro marco de ventana, o, en los retratos de su esposa cerca de la ventana abierta, expuesta a los rayos del sol, el exceso opuesto del contenido pintado respecto de lo que efectivamente vemos, como si solo viéramos el fragmento del cuadro completo, la toma con una contratoma faltante), o, en “Madonna” de Munch (con las gotas de esperma y la figura de El grito como un feto apretado entre los dos marcos). 

Volvamos a Hegel: su limitación no reside en el truco de magia barata de la inversión de lo negativo en positivo. Es decir, sería muy fácil decir que su análisis es demasiado abstracto: Hegel sabía muy bien que las instituciones estatales racionales que describe en su Filosofía del derecho solo pueden surgir en el marco de la negatividad radical representada por el terror revolucionario; en pocas palabras, dan cuerpo a esta negatividad. El verdadero problema es que la autodiferenciación concreta de una totalidad social no reside solamente ni principalmente en la articulación orgánica de la sociedad; la principal forma de lo que diferencia a una sociedad desde y dentro de sí misma es un antagonismo social no orgánico (la “lucha de clases”), y la articulación orgánica es un intento de domesticar este antagonismo. La relación de explotación y/o dominación siempre se basa en una no relación (un antagonismo entre el hombre y la mujer, o entre clases) que luego, en una operación que es ideológica en el sentido más elemental del término, es traducida/confundida como una nueva relación (la armonía de clases; la dualidad orgánica armónica de los “principios” masculinos y femeninos). En esto reside el frágil equilibrio de la explotación o dominación: el antagonismo es su fuente misma, por lo que tiene que estar allí, aunque ideológicamente ofuscado. En el caso de las diferencias sexuales, sin duda es la mujer la que paga el precio de esta operación: como podemos ver de manera ejemplar en el fundamentalismo musulmán, la armonía forzada de los sexos se basa en la contención de las mujeres en el “lugar que les corresponde”; es decir que una mujer sexualmente activa liberada es considerada la principal amenaza para la estabilidad social. En el caso de la diferencia de clases, el antagonismo es ofuscado a través de metáforas de la sociedad como un organismo cuya unidad puede verse alterada por enemigos entrometidos.Por lo tanto, existe una homología entre el antagonismo sexual (la no relación) y el antagonismo de clase (la no relación): el antagonismo nunca es claro; siempre hay otro elemento que da cuerpo a la no relación en cuanto tal (la plebe o los “judíos” en una sociedad, los individuos sexualmente “desviados” en la sexualidad).

 

 

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