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La pequeña gran Natalia Ginzburg

Por Virginia Higa

La autora de Los sorrentinos se interna en Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg, "un libro pequeño y de género indeterminado que puede leerse como la contracara de su novela más famosa, y que resulta imprescindible para entender la mirada que atraviesa la totalidad de su obra". 

Por Virginia Higa.

 

En 1963, Natalia Ginzburg publicó Léxico familiar, novela en la que contaba la historia de su familia -los Levi, judíos antifascistas del norte de Italia- y la de muchos otros personajes que orbitaron su mundo entre los años treinta y cincuenta. Un año antes, la misma editorial (Einaudi, fundada por su marido Leone Ginzburg y sus amigos, Giulio Einaudi y Cesare Pavese, en la que ella misma trabajó) le había publicado a Las pequeñas virtudes, un libro pequeño y de género indeterminado que puede leerse como la contracara de su novela más famosa, y que resulta imprescindible para entender la mirada que atraviesa la totalidad de su obra.

En 2016, cuando se cumplieron cien años del nacimiento de la autora, un renovado interés fomentó la reedición de varios de sus libros, durante mucho tiempo inhallables en nuestra lengua. ¿Por qué volver a leer Las pequeñas virtudes (Acantilado, traducción de Celia Filipetto)? Por dos razones, al menos: porque contiene perlas de verdadera sabiduría y porque es una clase magistral de literatura. Un libro que, si la palabra no sonara tan pobre, podría calificarse de auténtica y verdadera autoayuda.

Pequeño solo en términos de su extensión -once relatos breves, que oscilan entre la autobiografía y el ensayo-, se trata de un libro cuyas reflexiones van desde el análisis atento de las afecciones del alma a la preocupación generacional por el destino de una sociedad devastada por la guerra. Siempre con el tono a la vez luminoso y melancólico de la Ginzburg, la obra está dividida en dos partes. La primera, más narrativa y ligada a la memoria, incluye piezas que son como apéndices de Léxico familiar y relatan eventos que tienen lugar durante el mismo período temporal que la novela: la Segunda Guerra, los años previos y sus secuelas. La infancia y la juventud de la autora. Los dos libros se complementan a la perfección: los textos de Las pequeñas virtudes vienen a llenar los espacios vacíos, las zonas que la narradora del Léxico elegía no iluminar. Allí, Ginzburg estaba a la vez presente y ausente, contándolo todo sobre los otros pero poco y nada sobre sí misma. Aquí, en cambio, sí tenemos acceso a su interioridad y la agradecemos.

En “Invierno en los Abruzos”, el texto que abre la colección, se nos revela un poco más de la historia de Natalia y Leone, episodio que en Léxico familiar ocupaba unas poquísimas líneas. Este texto narra el período en que la autora y su marido vivieron exiliados, escondidos de los fascistas en un pueblo del centro de Italia, una zona rural y desdibujada donde “hay sólo dos estaciones: el verano y el invierno” y donde “las mujeres pierden los dientes a los treinta años a causa de las fatigas y la mala alimentación, del desgaste de los partos y las lactancias que se suceden sin tregua”. La maestría de Ginzburg no está en el hecho de que sus textos reparen en los gestos mínimos, sino en su capacidad de posar la mirada en los detalles verdaderamente reveladores, aquellos que, como unidades significativas de un sistema, permiten distinguir una cosa de otra. En el pueblo en los Abruzos todos usan la misma ropa y los mismos zapatos, pero los ricos y los pobres se diferencian por el tipo de fuego que encienden en las cocinas, por ejemplo.

En otro ensayo, “Los zapatos rotos”, reflexiona sobre la pobreza y la niñez, y la importancia de construir para los hijos un primer refugio de seguridad y calidez desde el que puedan, más tarde, asomarse al mundo con las armas necesarias para enfrentar los sufrimientos de la vida. También esboza un largo y bellísimo perfil de Cesare Pavese en “Retrato de un amigo”, sin nombrarlo jamás.

A estos tres textos de la primera parte les siguen otros tres, más cercanos en el tiempo a la fecha de publicación del libro, donde la autora recuerda su vida en Inglaterra con su segundo marido, el profesor de literatura Gabriele Baldini (retratado en el ensayo “Él y yo” con la misma mezcla de cariño y crudeza que los personajes de Léxico familiar). “Alabanza y menosprecio de Inglaterra” y “La Maison Volpè” son crónicas exquisitas de su vida inglesa, repletas de un humor burbujeante y a la vez un poco oscuro. Es como si, después del sufrimiento, los ojos que miran no pudieran encontrar la belleza pero acabaran evocándola de una manera paradójica, en textos tan bellos como tristes son las cosas que describen. Su inteligencia, su alegría y su melancolía son profundamente italianas. Sus comentarios sobre la comida inglesa, por ejemplo, son juicios tajantes como los de casi cualquier italiano en el exilio. La comida inglesa es algo genérico y melancólico, dice, en claro contraste con la gran publicidad y pompa que rodea a los restaurantes y los alimentos: “En todas partes se comen los mismos platos, los mismos bistecs oscuros y rizados con un tomatito hervido al lado y una hoja de lechuga sin aceite ni sal”. La comida inglesa es simplemente food, “es decir, nada”. “Los dulces de las tumbas de los faraones, junto a las momias, deben tener ese mismo sabor”.

La segunda parte del libro es menos narrativa y también más seria. En esos seis ensayos, Ginzburg explora a fondo algunas de sus preocupaciones esenciales: la familia, el trabajo y el dinero, la responsabilidad, la crianza de los hijos y las relaciones humanas. Aparece en esos textos la escritora “moralista”, como la llamó Ítalo Calvino, aunque quizás sería acertado pensar lo moral en términos de su antiguo sentido latino -costumbre-, porque si hay algo que ella nunca se permite es juzgar con la vara del bien y el mal el comportamiento de los otros. Y, si es severa, lo es siempre primero consigo misma.

En esta segunda parte se ocupa también de las consecuencias de la guerra, la culpa, “el silencio como enfermedad mortal”. Estos ensayos podrían emparentarse con la Minima Moralia de Adorno, porque ambos piensan modos de reconstruir la sociedad y la vida cotidiana después del horror del nazismo. Pero Minima Moralia es demasiado amargo, y después de leerlo sentimos que hemos reflexionado sobre algunos temas pero que esta reflexión nos ha oscurecido el espíritu. Las pequeñas virtudes produce el efecto contrario. Basta leer el comienzo del ensayo que da nombre al libro para entender su ethos:

“En relación con la educación de los hijos, pienso que se les debe enseñar no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia respecto al dinero; no la prudencia, sino el valor y el desprecio del peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber.”

Suele decirse de Natalia Ginzburg que es una autora “menor”, una “gran escritora pequeña”. Apodos que surgen, probablemente, del universo temático que desarrolla, y de una prosa límpida que puede resultar engañosa (es límpida, entre otras cosas, porque está pulida). O quizás tenga que ver con la manera en que ella misma se describía en “Mi oficio”, otro ensayo potente y grave de la segunda parte de Las pequeñas virtudes: como un “pequeño, pequeño escritor (...) una pulga o un mosquito entre los escritores” (como Elsa Morante, prefería que se la llamara “escritor” y no “escritora”, porque, decía, “cuando uno escribe trasciende el propio género, es decir, lo conserva pero lo supera. Es algo difícil de explicar. El hecho de ser mujer es para un escritor lo mismo que para Svevo era ser triestino: está en las raíces de su escritura, pero es algo que se trasciende”). Acerca de su valoración como escritora “pequeña” o “grande” tal vez sea mejor confiar en lo que leemos y no tanto en lo que ella dice de sí misma. Posee, después de todo, un rasgo excepcional y escaso: en ella el ojo que observa y la mano que escribe están en perfecta armonía. Libro-tesoro, guía para la vida y la escritura, Las pequeñas virtudes es fruto y ejemplo de ese don.

 

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