La invención de un lector
Viernes 12 de julio de 2024
Leé un adelanto de la novedad de Gris Tormenta: el libro de Cecilia Fanti sobre la vida de las librerías.
Por Cecilia Fanti
El movimiento de algunos clientes en la librería es silencioso, casi espectral. El de algunos ladrones de libros también. Deambulan con las manos en los bolsillos, luego se las llevan a la barba —en general son hombres—, se agachan frente a un anaquel, extienden el dedo índice para tomar el canto del libro y despegarlo de sus compañeros de estantería. A veces no del todo, sino apenas para mirar mejor, aunque de reojo, la tapa. El dedo permanece apoyado y en una flexión sutil. Otras veces lo retiran; mi ojo librero vislumbra y retiene el hueco, me vuelvo hacia la mano primero, me detengo en el título después. El libro es inseparable de su ubicación. Cada libro tiene su lugar en la librería y en mi memoria. De ese conjunto desando el camino de los huecos y los faltantes. ¿Qué había acá antes? ¿Este libro se vendió o anda perdido? ¿Alguien metió la mano? ¿Hay otro ejemplar para reponerlo?
Los ladrones, por ejemplo, no buscan un libro determinado, sino más bien fundirse en la oportunidad: la distracción del librero, la aparición de un cliente, el punto ciego del salón. Aunque permanecen poco tiempo —todo ladrón pretende salir airoso y volver para repetir la mecánica sin ser reconocido—, dejan señuelos. Libros apenas asomando en estanterías o superpuestos a otros en zonas alejadas del salón. Algunos son demasiado audaces: todavía no sabemos cómo es que se robaron el voluminoso (y carísimo) La cuchara de plata de la sección de cocina —situada, inconvenientemente, en el fondo de la librería. Cuando las cámaras no los persuaden y la torpeza los delata, se retiran farfullando humillación mientras entregan el botín que aparece entre los elásticos de la ropa deportiva oportunamente elegida; o en los bolsillos internos de sobretodos que despiertan alertas y risas en las temporadas estivales. Los números impresionan en cada inventario, pero carecen de grandes variaciones año a año: los libros robados representan —más o menos— el tres por ciento de la venta anual.
Los clientes, en cambio, permanecen en la librería. Algo de experiencia vital cristaliza en esa estadía. Se instalan en los recovecos, no se dejan engañar por la mesa con novedades, ni por las luces o el sonido —que imagino les llegan desde lejos, apenas un ruido blanco— de las recomendaciones que ocurren en paralelo y hacia otros clientes en el salón. El movimiento que dibujan por el espacio nos invita a contenernos, mordernos la lengua. Son clientes que retiran, evalúan, devuelven el libro a su estantería y ante cualquier comentario apenas levantan la mirada. Un sonido gutural, un asentimiento con la cabeza, antes de dar media vuelta y continuar su recorrido. Eluden el contacto y la cercanía. Los libreros sabemos esperar el momento y contener nuestra intervención. Dejan nuestras bocas llenas de palabras y comentarios acerca de aquellos libros que se parecen o son del mismo autor al que ellos tienen en sus manos. Los deseamos, queremos hablarles, que nos escuchen y hechizarlos con nuestro canto librero. Pero no siempre lo conseguimos. La oportunidad, a veces, llega cuando pagan su selección de libros.
Después de haber recorrido —largo y a conciencia— la librería, de haber agradecido y rechazado la ayuda de los libreros, el cliente coloca sobre el mostrador la pila de libros que hasta hace segundos tenía en la mano. Antes de envolver su compra, tengo la oportunidad de decirle que uno de los libros que eligió me gustó mucho. Asiente, una vez más, y solo me aclara que es para regalo. Señalo la tapa y le pregunto por la faja.
—¿Se la saco?
En realidad es una afirmación mientras me dispongo a retirar el rectángulo de papel que mide en general unos seis centímetros de ancho por unos sesenta centímetros de largo —lo suficiente para envolver un formato clásico de libro catorce por veintiuno. El cliente me responde que no, aunque por su mirada entiendo que en realidad me dice —educado y distante, tal como se mostró durante su estancia en la librería— que de ninguna manera.
—Se la dejo entonces —le repito, con una elevación en el tono, interrogativa, para comprobar que está seguro y que estamos hablando de lo mismo: de dejarle a la tapa de un libro un rectángulo de cartulina que la cubre parcialmente, que corta la imagen, la interviene y que tiene dos o tres frases halagüeñas dichas por otros escritores.
—Sí —me dice—. No se la saques. Dejásela.
Es posible que si ese libro hubiera pasado antes por las manos de cualquiera de nosotros, los libreros, la faja no hubiera hecho su camino hasta el mostrador. Sin preguntárselo, la habríamos retirado antes de entregarle el libro y la habríamos depositado en algún bolsillo, junto a los pedazos de retractilado, ese plástico insalubre que recubre los libros para que no se dañen en los almacenes, y que se van acumulando a lo largo del día. Es muy probable que si se tratara de un libro exhibido le habríamos retirado la faja —y el retractilado— al primero de la pila antes de acomodarlo en la mesa.
La librería es un gran cementerio de fajas de todos los colores, un mar de halagos, un montón de papeles que solo dicen cosas buenas y que están descartados en un cesto de reciclables que vaciamos a diario. Papeles que en la librería a nadie le importan, que son odiosos porque se enganchan con otros libros en los anaqueles, en cuyo dorso hago a veces una cuenta, escribo un recordatorio, anoto un faltante. La tinta de la lapicera se corre sobre la faja, mancha los dedos. No es, tampoco, el mejor material reutilizable. A veces recortamos alguna frase, improvisamos un sticker para que, cercenada, diga algo prometedor o simplemente gracioso. En la pantalla del mostrador hay una frase robada de una faja que dice: «Cómo se puede ser tan malo y tan tonto». En una de las estanterías hubo, como un talismán, una figurita de Roberto Bolaño, que ahora habita una de las patas de mi escritorio. Un teléfono tiene pegados unos retratos de Leonard Cohen en miniatura.
¿Cuál es el valor de una faja? Para las editoriales, cumplen sus objetivos. Otorgan solidez y representan resultados en algunos puntos de venta —especialmente grandes superficies como supermercados o libródromos. Ahorran argumentos, comunican y a la vez eluden conversaciones que quizá el cliente no quiere entablar mientras elige el libro que quiere comprar para sí o para regalar. ¿Qué se puede agregar si Paul Auster dice que es lo mejor que leyó en su vida? ¿Quién podría negar que cincuenta mil ejemplares vendidos hablan por sí mismos? Hay fajas de una sola frase. Por ejemplo aquella que señala que determinado libro recién salido al mercado de un autor clásico y ya fallecido hace tiempo tiene el carácter de inédito. Algunas fajas dialogan con otras formas de cultura popular. En una edición reciente de 1984, de George Orwell, la faja, de un fucsia furioso, con letras blancas y mayúsculas indicaba: «El libro en el que se basa Gran Hermano».
El costo de una faja, por otra parte, es bajo. Hace algunos años, Fernanda Ares, quien era en ese momento editora de Salamandra (una editorial española de fajas llevar) y férrea defensora de las fajas, fue contundente. En una discusión sobre usos, abusos y utilidades de las fajas, argumentó que el enfajado costaba en una producción y colocación de cinco mil ejemplares (que por otra parte se hace de manera manual) alrededor de 350 euros. Es decir, 0.07 centavos por libro. Con lo cual no importa que luego se tire, se rompa, se deseche, se guarde dentro del libro, se utilice como señalador o como bandana ninja. Las fajas son una ganga y son parte del paisaje. El debate sobre su utilidad es silencioso e interminable.
La presencia del retractilado es, quizá, más tediosa por vana e injustificable. En principio un ejemplar envuelto en plástico permite acceder solo a la tapa y a la contratapa. Para poder apreciarlo, hay que encontrar el ángulo exacto para que el brillo de las luces no funda la imagen a blanco, velándola o volviéndola ilegible. Un libro retractilado es, en definitiva, inaccesible, se cierra a la experiencia posible de un lector. No puede abrirse para leer una página al azar —primer encuentro entre un lector y un libro—; no se puede hojear ni tampoco oler. En definitiva, no puede manipularse como todos manipulamos un libro y sobre todo no puede elegirse. Algunas casas editoriales argumentan que es la mejor manera de preservar los libros en sus almacenes y que el papel, al no entrar en contacto con el aire, no amarillee con el paso del tiempo. Su costo de producción hoy en Argentina también es bajo. La imprenta lo coloca como un servicio adicional y le cuesta a la editorial aproximadamente 0.075 centavos de dólar por libro, que, en promedio, se vende a 18 dólares al público. Durante la pandemia, el retractilado se impuso como una forma de mantener lejos, de acuerdo a los protocolos vigentes, al coronavirus: bastaba con echarle un poco de alcohol al setenta por ciento y limpiarlo con una franela antes de despacharlo. En la actualidad, las librerías llenamos cestos con ese plástico que no encontrará ningún otro uso fuera de abultar nuestros bolsillos, ensuciar el piso en pequeños pedacitos o indigestar a nuestras mascotas. Sacamos el retractilado del primer libro de cada pila, de todos los libros que van a vidriera y, por supuesto, de todos los libros que fotografiamos. Si alguno se nos pasa por alto, nos volvemos hacia el cliente —que mira, indeciso, el plástico— para pedirle que nos lo entregue por unos segundos. Utilizamos las uñas, una trincheta, la punta de una birome o cualquier objeto cortante para liberar al libro antes de devolvérselo para que, finalmente, pueda entrar en él. Si el cliente pide que la faja no se toque, no lo contradecimos. Aceptamos su decisión y su determinación, como la de aquellos clientes que miran una punta apenas doblada o machucada en un ejemplar, una mala terminación, un hilo colgando de la encuadernación y nos preguntan, con algo de pudor, si tenemos otro cerrado —es decir, retractilado— porque ese tiene una falla y les da pena. Preferirían un ejemplar lo más inmaculado posible, no solo porque están comprando un libro nuevo, eso pareciera ser lo de menos, sino porque ese libro va a salir de la librería y va a ocupar un lugar sagrado, cuidadosamente elegido y ubicado en su biblioteca. La relación de los lectores con los libros está llena de detalles que son personales, que encierran una promesa, una obsesión y también un vínculo. Un valor y un detalle. La intervención del librero es, casi siempre, ambas.