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La identidad violenta de la lengua

Por Carolina Bartalini

"Alejandro López ha vuelto a entregar otra escena vital a la constelación de la literatura contemporánea". La Licenciada en Letras y compiladora del libro Escribir Levrero se encarga en esta reseña de una de las novedades del catálogo de Blatt & Ríos, Las malas lenguas.

Por Carolina Bartalini.

Las lenguas de Alejandro López han vuelto, para ventura de todos nosotros y para el ronroneo silibante de nuestros sueños y pesadillas. Se dicen a sí mismas malas, pero no es tan así. Las malas lenguas son más bien afiladas y amorosas, un tanto punzantes también. Sobre todo poderosamente vitales. Las lenguas de Alejandro López son las voces heterogéneas de nuestra constelación social: una herencia violenta que se impone a los personajes de este micro cosmos y los habla. Las malas lenguas son aquellas que se dicen en contra de sí mismas. Una estructura coral, constelativa, genealógica con líneas de encuentro y fuga, una zona de embriagadora sonoridad política, que es decir, familiar y subjetiva, corrosivamente disidente.

La novela se dispone en seis partes, que refieren a los múltiples personajes de una familia rizomática en la que se perciben las marcas corporales de nuestra historia común. Las primeras cuatro recorren fragmentariamente, y con diferentes narradores, algunos episodios en torno a una historia truculenta: hay restos humanos en el jardín de la casa que Maxi, el personaje nodal de la trama, hereda de su tía, o más bien le roba en una estafa que resulta justa dada su peculiar relación. Los restos humanos en el jardín se formulan como una invitación al suspenso policial que atrapa la lectura desde el comienzo. Sin embrago, la peripecia de género resulta desplazada por un foco detestivesco que se detiene en pequeñas escenas del presente y del pasado de los personajes, como si la respuesta a los motivos del cadaver enterrado bajo el árbol estuviera en los gestos y acciones de cada uno de ellos, o mejor dicho, como si los huesos en el fondo de la casa fueran la irrupción de lo oculto en las lenguas primorosamente dinonantes de nuestra cultura popular. Los últimos dos capítulos refieren a la contelación de Cielo y Violeta, que es decir, las voces que las hablan y giran a su alrededor. Un universo experimental de mundos discursivos enredados a través de un hilo conductor que nos guía, con musicales ondulaciones, entre los ecos públicos y los susurros del lenguaje más cercano. López no olvida las tres dimensiones de lo vital: lo público, lo privado y lo secreto. Más aún, lo complejiza con un trabajo detallista de yuxtaposición e hibridación genérica. Las malas lenguas es también una cartografía de lectura, un collage intempestivo que reflexiona sobre los modos en que leemos desde y contra los géneros, una indagación sobre la multiplicidad y la identidad como repetición y resistencia.

Las lenguas malas se apropian de nosotros como de los personajes y escuchamos en ellos las voces que también nos formaron y atraviesan. La atmósfera sensible que se crea en la novela, corroe la visualidad y la completa con sonidos y silencios que también se escuchan. Son las fantasmáticas imágenes de nuestro entramado íntimo-social las que convocan desde los modelos arquetípicos y reclaman su presencia en el aquí y ahora del relato vital. Con un tono primoroso pero no menos ácido, López recompone un frondoso árbol genealógico en horizontal cuyas raíces se entroncan en los episodios más clásicos de la novela nacional, con sus torturas, violaciones y apropiaciones ilegítimas, para dar a oír un caleidoscopio de la memoria reloded, vuelto a decir, a la manera que solo la potencia de la literatura candente puede expresar el deseo y la represión, que es decir la tradición sonora de la lengua.

El tono no se queda en lo tenebroso de la gesta íntimo-política que da sustento a la historia, sino que ondula en frescura y calidez, como un río musical que trae en su corriente la sangre pero fluye en equilibrio para que podamos nadar entre los fantasmas amorosos y trágicos del pasado actualizados en la cotidianidad. La trama coral es revulsiva y amorosamente política. En el sentido del entre-nos que supo analizar Hanna Arendt, como aquello que fluye entre los hombres y mujeres y moldea sus formas de actuar y de decir. ¿Qué otra cosa son las lenguas sino? Aquello que nos comunica y nos distancia, partes minúsculas de un mosaico en relieve que pretende representar un mundo, y que a la vez lo crea.

El mundo creado por Alejandro López en Las malas lenguas se vuelve un ritornello que en última instancia reflexiona sobre la identidad en múltiples figuras del deseo, la violencia y la represión. La historia nacional se vuelve una atmósfera agobiante en un presente continuo que va y que viene. No hay relato total, como tampoco existe más el prestigio de la gramática, lo sabemos. La lengua es una marca en el cuerpo, la imagen que una vidente ciega logra encontrar en el grito de un bebé. La oscuridad se cuenta con luz, la historia con emergentes figuras modales del discurso social que son la fábula que siempre vuelve, el horinzonte del agobio de la familia, como célula madre cuyo código se hereda y se recrea.

Los materiales, como en toda la narrativa de López, son plurales. La idea es el collage, como en la tapa: los fantasmas de los mitos salvajes se encuentran superpuestos a mujeres glamorosas que fuman frente a un río aparentemente tranquilo. Pero las rejas y lo punzante del edificio social las penetra sin que nada pierda su aparente comodidad. Sin embargo, Las malas lenguas es una novela incómoda. Para nuestra ventura y la de nuestros novelados sueños, el relato fluye hacia los recortes cotidianos del mal. Y el mal es la lengua, que es decir la cultura.

Los lectores de Alejandro López esperamos Las malas lenguas como en una procesión. Leerla se vuelve inevitablemente un ritual íntimo que requiere de sus formas. Y las formas son las de cada cual. Sin embargo, la sensación es comunitaria: flotar en un río calmo que hace sentir su barro al pisar el fondo. El barro es la figura de las voces que nos escuchamos decir en ella, las voces de esas lenguas que culturalmente naturalizamos. ¿Hay río sin barro? ¿Hay lengua sin violencia? ¿Hay violencia sin lengua?

La forma de la lengua puede ser placer o asco. Húmeda, táctil, porosa, tibia, la lengua que chupa a su objeto lo desubjetiva. Los personajes aquí hacen lo que tienen a su alcance para escapar de la succión, aunque también se entreguen a ella. El humor, el sexo, el abuso, el poder, lo más revulsivo de la imagen presente del pasado hablada en su propia lengua como en un folletín violaceo, ni rosa ni gris. ¿Qué es la lengua sino la literatura del goce y del espanto?

Alejandro López ha vuelto a entregar otra escena vital a la constelación de la literatura contemporánea, que es decir, un episodio novedoso a la tradición de la erótica de la violencia de nuestra querida y revulsiva historia familiar.

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