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Ficción argentina

La hija de la cabra: un adelanto de la novela de Mercedes Araujo

Penguin acaba de reeditar la premiada novela de la escritora argentina, y aquí dejamos unas páginas a modo de adelanto.



Por Mercedes Araujo.


Médanos y montes. El sol subió y el viento arrastró animales. Las ropas, andrajos; la cara, mugrienta. Una máscara de tierra blanca lo cubre. Sus carnes cuelgan talladas en el aire. Intenta hablar mientras se zarandea, suspendido desde una rama, con las manos asidas por una correa de cuero. Sacude con fuerza, pretende aflojar las cinchas que le amoratan las muñecas y el cuerpo se ondula en un movimiento convulsivo, esforzado y corto. Sabe que va a morir. Cabecea intentando limpiar el polvo que le cubre los ojos. Pregunta, pero no le contestan. Conoce la respuesta: no le darán sepultura y ninguna mujer llorará. La carne colgada será gentileza para las aves rapaces. Ya las ve, lo acechan: aleteando bajo, con los ojos avizores, un aguilucho de espalda color canela le enseña el pico rapiñero; se posará sobre el costado herido, hurgará el cuero, decidido, punzante. La noche le cae encima y desde abajo, un lobo de pelo lo mira y aguarda la carroña.

La vida, la otra, cómo rodé hasta acá. Escarbemos: silencio, soledad, traición, nada más; acá colgado, el hocico sangrando.

Momia, cadáver, piltrafa.

Desguarnecido, cubierto de barro. Morir de sed. Intenta flexionar las rodillas y acercarlas a la panza. La espalda extendida, los brazos rígidos resistiendo todo el peso. Agarrotado, el viento caliente lo hamaca.

Noche cortada por un viento caldeado que me columpia y se pega. La imagen viva de la hembra, Juana, mula traidora, hilando.

Me mira con los ojos que aletean, reanuda el tejido, con la mirada vaga. Mataría, le daría mi vida al mierda que me alcanzara un trapo roñoso. La noche es larga y Juana capaz se arrima. ¡Qué va a venir! Como aparecida me mira, el pelo negro, el ceño plegado en surcos de furia, el cuerpazo de piedra. La estoy soñando.

Lo envuelve un zumbido desfondado de mosquitos retorciéndose en el aire, latigando el aire, mosquitos chupasangre.

Estira el cuerpo e intenta tocar el suelo con la punta de los dedos. La cincha le marca la piel y las venas de los dos brazos le laten. Inútil, es inútil, el piso está lejos. En un movimiento seco y corto, levanta las rodillas y arquea la espalda.

Cómo rodé hasta acá. Una saliva amarga le nace en la garganta y escupe. Si me hubieran matado, pero no, los lagartos te cuelgan y te dejan morir.

Dormir hasta que me llegue la hora. Dormir, soñar que me chupo, que me mamo hasta quedar volteado. Y que llegue la muerte, la imagino, es manca, la cabeza como un remolino oscuro de viento que arrastra porquerías y te ciega, un tornado hecho de enjambre de bichos: moscas, mosquitos y luciérnagas. ¿A qué hora me vence?

La jeta partida por el viento, los brazos entumecidos, se balancea. Un perro me escucha con las orejas tiesas. No levanta los ojos, no mira. Los animales saben.

¿Cómo rodé hasta acá? Pájaros aulladores, los espanto, pataleo, estoy vivo, no soy carroña, todavía no, carniceros. Rezo por rezar. Quisiera dormir, me meo encima. El polvo en los ojos, rezar otro ruido, no el chillido de los rapiñeros. Las piernas tensas, la boca seca; es tiempo de perder todo, olvidarme de dónde vengo.

El perro abandona la inmovilidad y se levanta. El olor podrido de su pelo. El del mío. Un lengüetazo tibio sobre los pies, por piedad, perrito. Se aleja sin acercarse, los animales saben.

Despunta el amanecer, un velo lechoso y blanquecino se levanta desde la tierra, lo rodea y envuelve.

Lo descolgaron muerto y picoteado de la rama del algarrobo seco. El árbol de la justicia y del suplicio. Alguien llevó el cuerpo hasta un cerro y lo echó a rodar.

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