La carta de una desconocida
Por Patrick Modiano
Lunes 06 de marzo de 2017
"No se sabe qué fue de Françoise Frenkel después de la publicación de Una librería en Berlín. (...) Si pensamos en las primeras lecturas de obras literarias que hacíamos a los catorce años, tampoco sabíamos nada acerca de sus autores, ya se tratara de Shakespeare o de Stendhal. Pero esa lectura ingenua y directa te marcaba para siempre".
Por Patrick Modiano.
El ejemplar de Una librería en Berlín que, por lo que me contaron, había sido hallado recientemente en Niza en un tenderete de la Comunidad de Emaús, me ha causado una curiosa impresión. Quizá sea debido a que había sido impreso en Suiza en el mes de septiembre de 1945 por la editorial Jeheber, de Ginebra. Esta editorial, que hoy en día ya no existe, había publicado en 1942 L’aventure vient de la mer, traducción francesa de una novela de Daphne du Maurier aparecida en Londres el año anterior, una de esas novelas inglesas o americanas prohibidas por la censura nazi y que se vendían a escondidas en el mercado negro en el París de la Ocupación.
No se sabe qué fue de Françoise Frenkel después de la publicación de Una librería en Berlín. Al final de su libro, ella misma nos cuenta cómo cruzó clandestinamente la frontera suiza desde la Alta Saboya en 1943. Según se indica en la parte inferior de una de las hojas preliminares, escribió Una librería en Berlín en Suiza, «a orillas del lago de los Cuatro Cantones, 1943-1944». A veces hay extrañas coincidencias: en una carta que Maurice Sachs envió pocos meses antes, en noviembre de 1942, desde una casa del Orne donde estaba refugiado, encuentro, como quien no quiere la cosa, una frase con el título del libro de Françoise Frenkel: «Parece que mi línea, si no mi destino, es no tener ningún sitio donde descansar».
¿Qué se sabe de la vida de Françoise Frenkel después de la guerra? Hasta hoy, las escasas informaciones que he podido reunir sobre ella son las siguientes: en su relato evoca la librería francesa que ella misma había abierto en Berlín en los años veinte — la única librería francesa de la ciudad— y que regentó hasta 1939. En el mes de julio de aquel año, abandona Berlín precipitadamente en dirección a París. Por un estudio de Corine Defrance, «La Maison du Livre français à Berlin (1923-1933)», sabemos que dirigía esta librería con su marido, un tal Simon Raichenstein, de quien no dice ni una palabra en su libro. Es de suponer que este marido fantasma habría salido de Berlín hacia Francia a finales del año 1933 con un pasaporte Nansen. Las autoridades francesas le habrían denegado un carné de identidad y en su lugar le habrían enviado una notificación de expulsión. Pero él se quedó en París. Desde Drancy lo llevaron a Auschwitz en el convoy del 24 de julio de 1942. Había nacido en Rusia, en Moguilov, y en París parece que vivió en el distrito XIV.
Volvemos a encontrar el rastro de Françoise Frenkel en los archivos estatales de Ginebra, en la lista de personas registradas en la frontera ginebrina durante la Segunda Guerra Mundial, es decir, aquellas que obtuvieron la autorización para quedarse en Suiza después de haber cruzado la frontera. Esa lista nos indica sus verdaderos nombre y apellido: Raichenstein-Frenkel, Frymeta Ide sa; su fecha de nacimiento: 14-07-1889, y su país de origen: Polonia.
Último rastro de Françoise Frenkel quince años más tarde: un expediente de indemnización a su nombre fechado en 1958. Tiene que ver con un baúl que ella había consignado en mayo de 1940 en el guardamuebles del Colisée, sito en el número 45 de la rue du Colisée, de París, y que fue embargado el 14 de noviembre de 1942 como «posesión judía». En 1960 fue indemnizada con 3.500 marcos por la incautación de su baúl.
¿Qué contenía ese baúl? Un abrigo de piel de nutria. Un abrigo con cuello de zarigüeya. Dos vestidos de punto. Una gabardina negra. Una bata de Grünfeld. Un paraguas. Una sombrilla. Dos pares de zapatos. Un bolso de mano. Una almohadilla eléctrica. Una máquina de escribir portátil Erika. Una máquina de escribir portátil Universal. Guantes, zapatillas, pañuelos...
¿En realidad hace falta saber más? No lo creo. La gran singularidad de Una librería en Berlín procede justamente de que no podamos identificar a su autora de una manera precisa. Ese testimonio de la vida de una mujer acorralada entre el sur de Francia y la Alta Saboya durante el periodo de la Ocupación es más impresionante cuanto más anónimo nos parece, como sucedió durante mucho tiempo con Una mujer en Berlín, publicado también en Suiza en los años cincuenta.
Si pensamos en las primeras lecturas de obras literarias que hacíamos a los catorce años, tampoco sabíamos nada acerca de sus autores, ya se tratara de Shakespeare o de Stendhal. Pero esa lectura ingenua y directa te marcaba para siempre, como si cada libro fuese una especie de meteorito. En nuestra época, el escritor aparece en las pantallas de televisión y en las ferias del libro, se interpo ne sin cesar entre sus obras y sus lectores y se convierte en un viajante de comercio. Añoramos aquel tiempo de nuestra infancia en que leíamos El tesoro de Sierra Madre firmado por un nombre falso: B. Traven, un hombre cuya identidad ignoraban hasta sus editores.
Prefiero no conocer el rostro de Françoise Frenkel, ni las peripecias de su vida tras la guerra, ni la fecha de su muerte. De ese modo, su libro será siempre para mí la carta de una desconocida, olvidada en la lista de correos desde hace una eternidad y que parece que recibes por error, aunque tal vez eras en realidad su destinatario. La curiosa impresión que he experimentado al leer Una librería en Berlín ha sido como oír la voz de una persona cuya cara no se distingue en la penumbra y que te cuenta un episodio de su existencia. Y esto me ha recordado a los trenes nocturnos de mi juventud, no «en sleeping», sino en los compartimentos con asientos en donde se creaba una intimidad muy fuerte entre los viajeros y en donde alguien, bajo la luz mortecina de la lamparilla, acababa por hacerte alguna confidencia o incluso alguna confesión, como en el secreto de un confesonario. Lo que daba tanta fuerza a esa brusca intimidad era el sentimiento certero de que nunca más volveríamos a vernos. Breves encuentros. Guardamos de ellos un recuerdo en suspenso, el recuerdo de una persona que no tuvo tiempo de decírnoslo todo. Lo mismo ocurre con el libro de Françoise Frenkel, redactado hace setenta años pero en medio de un confuso presente y bajo una gran conmoción.
He acabado por averiguar la dirección de la librería de Françoise Frenkel: Passauerstrasse, 39; teléfono: Bavaria 20-20, entre el barrio de Schöneberg y el de Charlottenburg. Me imagino en esa librería a ella y a su marido, que está ausente en su libro. En el momento en que lo escribía, no cabe duda de que ella ignoraba la suerte que él había corrido. Simon Raichenstein tenía un pasaporte Nansen, ya que formaba parte de los emigrantes originarios de Rusia. Se calcula que en Berlín había más de cien mil al principio de los años veinte. Se habían establecido en el barrio de Charlottenburg, a causa de lo cual empezaron a llamarlo Charlottengrad.
Muchos de esos rusos blancos hablaban francés, y supongo que serían los principales clientes de la librería del señor y de la señora Raichenstein. Parece más que probable que Vladimir Nabokov, que vivía en el barrio, cruzara una noche el umbral de esta librería. No hay necesidad de consultar los archivos ni de rebuscar en las fotos. Creo que basta con leer las nouvelles y las novelas «berlinesas» de Nabokov, escritas en ruso y que son la parte más emocionante de su obra, para seguir el rastro de Françoise Frenkel por Berlín. Podemos imaginárnosla en las avenidas crepusculares y en los pisos mal iluminados que describe Nabokov. Hojeando La dádiva, la última novela que Nabokov escribe en ruso y que es un adiós a su lengua materna, hallamos la descripción de una librería que debía de parecerse a la de Françoise Frenkel y el enigmático Simon Raichenstein. «Al atravesar la plaza Wittenberg, donde, como en una película en color, unas rosas se estremecían por la brisa en torno a una antigua escalera que descendía hasta una estación de metro, él se dirigió a la librería... Todavía había luz... Aún servían libros a los taxistas nocturnos y, a través de la opacidad amarilla del escaparate, reparó en la silueta de Micha Berezovski...»
En las últimas cincuenta páginas de su libro, Françoise Frenkel evoca su primera tentativa de cruzar la frontera suiza, que terminó en fracaso. Es conducida a la gendarmería de Saint-Julien en compañía de «dos chicas llorando a lágrima viva, un muchacho con cara de pasmado y una mujer muerta de agotamiento y de frío». Al día siguiente, es trasladada en autocar a la prisión de Annecy junto con otros fugitivos arrestados.
Soy sensible a estas páginas por haber pasado largos años en esa región de la Alta Saboya. Annecy, Thônes, la meseta de Glières, Megève, el Grand-Bornand... El recuerdo de la guerra y de los maquis era aún muy vivo en esa época de mi infancia y de mi adolescencia. Huellas digitales. Esposas. Ella es puesta a disposición de una especie de tribunal. Afortunadamente es condenada a la «mínima pena con libertad condicional y declarada libre». Al día siguiente, termina para ella el encarcelamiento. Al salir de la prisión, pasea por las soleadas calles de Annecy. El camino por el que ella va al azar me es familiar. Oye el mismo murmullo de un chorro de agua que yo también oía, el silencio de la primera hora de la tarde y el bochorno cerca del lago, al final de la alameda de Pâquier.
Su segunda tentativa de cruzar clandestinamente la frontera suiza será la buena. A menudo, en la estación de autobuses de Annecy, yo cogía un autocar que me llevaba hasta Ginebra. Me había dado cuenta de que el vehículo cruzaba la aduana sin que jamás hubiera el menor control. Sin embargo, al acercarnos a la frontera por la parte de Saint-Julien-en-Genevois, siempre se me encogía ligeramente el corazón. Quizá fuera porque todavía sobrevolaba el recuerdo de una amenaza en aquel ambiente.