La banda oriental
P. Pauselli, 1936. Fuente: BNE
Imperdibles uruguayos
Viernes 12 de febrero de 2016
Por Valeria Tentoni.
En Buquebús, en avión, en auto o leyendo un libro: Uruguay siempre estuvo cerca. Tan cerca que, a veces -como acá, por ejemplo-, un escritor rosarino es uruguayo, y un nacido uruguayo es reclamado como argentino, en el limbo de la selva. ¿Quiénes fueron los maestros y referentes nacionales de los jóvenes escritores contemporáneos al otro lado del Río de la Plata? Aprovechamos a consultar a cuatro de ellos para llegar a una lista posible de lectura producida con criterio local. La pueden encontrar al final, después de los testimonios de Diego Recoba, Natalia Mardero, Sebastián Pedrozo y Fernanda Trías alrededor de las lecturas que les cambiaron la vida y los volvieron, en mayor o menor medida, escritores también a ellos.
Sebastián Pedrozo
Nació en Montevideo en 1977. Es poeta, maestro y autor de literatura juvenil e infantil. Publicó, entre otros, Gualicho, Cómo hacer reír a una vieja sin que pierda la dentadura, Gato con guantes, La piel del miedo y Capítulo cero.
Fue Juan José Morosoli, con su breve colección de relatos Perico, quien me acercó a la pasión por libros, a la lectura, a la letra impresa. Y fue un gran choque. El impacto aun es visible, la marca está intacta. En estos cuentos, austeros y directos, que en sus primeras ediciones contaban con un subtítulo donde se los catalogaba como “relatos para niños”, sentí que la literatura era algo vivo, que era algo que podía morir, desaparecer. Con Morosoli supe que en los buenos libros había textura y color, aroma, que eran mucho más que palabras puestas una al lado de otra. La literatura hacía cosas contigo, con los demás, afectaba todo a su paso y, a veces, te cambiaba para siempre. Porque en Perico, sus personajes eran tan cercanos, tan visibles, que se podía hablar con ellos, reprocharles cosas, invitarlos a quedarse.
Después vinieron otra lecturas importantes, el inmenso Quiroga, violento y perfecto. La imaginación desbordante de Felisberto. Y finalmente encontré a Tarik Carson, con su prosa fantástica e inabarcable, que me acercó a un mundo que, como lector y escritor, no he dejado atrás, un mundo que aun habito y del que sé, perfectamente, no podré salir.
Fernanda Trías
Nació en Montevideo en 1976. Es escritora. Publicó las novelas La azotea, Cuaderno para un solo ojo y Bienes muebles, y el libro de relatos El regreso.
Lo primero fue El pozo de Onetti, por esa economía de recursos que me permitía pensar, siendo muy joven y aspirante a escritora, que podía hacerse algo muy bueno con muy poco: un hombre solo en un cuarto de pensión y algunos recuerdos. Luego vino la fascinación por el Onetti complejo y más adulto, pero no en cuanto a su uso inimitable del lenguaje (copiar el uso onettiano de los adjetivos es meterse en un callejón sin salida), sino en las atmósferas densas y oscuras, incluso claustrofóbicas en su densidad. Eso y el desencanto y pesimismo de Onetti, que es tan uruguayo...
Después vino Felisberto y su observación minuciosa y original, esa manera de mirar, levemente desplazada. Felisberto trajo algo luminoso a la oscuridad onettiana y también trajo el humor. En ese sentido, de la observación precisa y absolutamente personal, también me impresionó Morosoli, que además tiene una capacidad asombrosa para ver "lo humano" en cualquier tipo de persona (o personaje).
Nombraría también a Armonía Somers por sus atmósferas, oscuras aunque de otro modo, más violentas y eróticas. Últimamente me he interesado por el lado experimental de Armonía, pero al principio fueron esos los aspectos que más me impactaron.
Imposible no mencionar a Levrero. Sin embargo, Levrero me influyó desde otro lado, no de manera directa desde su literatura. Me influyó como maestro, con sus recomendaciones de lecturas, con sus ideas sobre la ética del escritor y como persona en general.
Diego Recoba
Nació en Montevideo en 1981, actualmente vive en Córdoba, Argentina. Es poeta, periodista y editor en La propia cartonera. Publicó Mocasines blancos, Diario de un viaje al Chuy y Los violines de Lavoe.
Llegué tarde a maestros como Felisberto Hernández, Armonía Somers, Mario Levrero, Marosa Di Giorgio o Elvio Gandolfo (debo admitir que nunca fui muy onettiano). Cuando me topé con ellos ya había leído la obra de otros escritores uruguayos que me habían marcado y que me hacían descubrir (siendo un niño es difícil, muchas veces, darse cuenta) que en el mismo lugar donde yo había nacido, también lo habían hecho creadores importantísimos. Así surgió mi primer canon personal y la lista de escritores a los que copiaba burdamente cuando comencé a escribir.
En esos años lo que leía principalmente eran relatos, y por diversos motivos recuerdo haberme fanatizado por la obra injustamente escondida de María Inés Silva Vila y sus historias de una aristocracia venida a menos. También por las historias rurales de Yamandú Rodríguez, las cuales en una primera lectura daban la sensación de ser más de lo mismo pero en una segunda era posible descubrir que era ni más ni menos que la superación de la gauchesca. Mario Arregui y cómo dominar a la perfección los tiempos de un relato, o Por si el recuerdo, el único libro de cuentos de Alfredo Zitarrosa, con su prosa oscura y tiernamente atormentada. Y, principalmente, Horacio Quiroga y un libro que sobrevivió mis cambios y sigo teniendo en mi top 3, un libro que me hubiese encantado escribir: Los desterrados.
Una vez que me animé a textos más largos, la obra fundamental de Héctor Galmés entre perdedores, pesimistas, cultos y seres comunes, y novelas sueltas sobre lo marginal como Tierra en la boca, de Carlos Martínez Moreno, y Aviso a la población, de Clara Silva, fueron lecturas importantes.
Natalia Mardero
Nació en Montevideo, en 1975. Es escritora y periodista. Publicó los libros Posmonauta, Guía para un Universo, Gato en el ropero y otros haikus y Cordón Soho.
Recuerdo claramente el entusiasmo que me provocó Pepe Corvina (1974), una gran novela del escritor Enrique Estrázulas. Un libro un tanto surrealista y delirante, una aventura que habla sobre el mar, la locura, la pobreza, llevado adelante a través de personajes curiosos y misteriosos. La costa uruguaya es el escenario donde distintas voces cuentan un plan descabellado. Aparecía ese río revuelto que estaba lejos de casa pero que era tan importante para la identidad de la ciudad. Como siempre estaba leyendo escritores foráneos, me gustaba eso de leer algo que se desarrollara en Montevideo. Dato curioso: Pepe Corvina se acodaba en el mostrador del Bar Tabaré, hoy reducto chic de la ciudad.
Otro libro que marcó mi adolescencia fue Trajano (1962) de Sylvia Lago. Es la historia de un niño humilde y su perro, un viaje iniciático a la vida adulta y sus asperezas. El libro desborda ternura y pinta una época lejana en el barrio del Buceo. El pasaje de la infancia al mundo adulto, lleno de dolor y sordidez, está plasmado de manera formidable. Quedé encantada con el modo cristalino y claro de narrar de la autora. Pasada la adolescencia, y con un interés cada vez mayor por escribir, fui al taller literario de Sylvia, la primera escritora “de carne y hueso” que tuve la oportunidad de conocer.
Mi gran amor de la literatura uruguaya sigue siendo Roberto de las Carreras. Más que sus textos (que son provocadores, irónicos y floridos) adoro al personaje que creó de sí mismo. Fue un dandy del 900, un hijo bastardo que defendía el amor libre y se pavoneaba por las calles de la aldea montevideana con excentricidad, espíritu crítico y encanto. El texto que me cautivó fue Psalmo a Venus Cavalieri y otras prosas, una recopilación que descubrí en la biblioteca de mis padres, publicada por la legendaria editorial Arca, que reunía algunos de sus textos más sonados, como “Amor libre” y “Psalmo a Venus Cavalieri”.
Felisberto no puede faltar. Él me provocaba (y me sigue provocando) una suerte de melancolía profunda, una nostalgia y un deseo de volver a una época que no conocí, pero que con él se me hace carne. En sus mujeres reconozco a las tías de mi madre y la casona del Prado donde íbamos a visitarlas; el barrio Atahualpa, que conocí bien en la infancia, siempre está presente, como las vías del ferrocarril que aún se asoman en el pavimento. Creo que lo que más me gustó la primera vez que lo leí era el particular sentido del humor; siempre me pareció que era un tipo inusual, simpático, que se divertía como loco contando historias. “Nadie encendía las lámparas” es de esos textos que siguen sorprendiéndome.
Bonus track
Una lista de escritores uruguayos para disfrutar, como resultado de todas las recomendaciones recibidas más arriba. ¿Cuáles agregarías?
Tarik Carson
Roberto de las Carreras
Enrique Estrázulas
Héctor Galmés
Sylvia Lago
Carlos Martínez Moreno
Juan José Morosoli
Yamandú Rodríguez
Clara Silva
María Inés Silva Vila
Alfredo Zitarrosa