¿Vos seguís filmando?
Jueves 20 de marzo de 2014
Un nuevo perfil de 3/4. Hoy: Mario Levrero.
Por Valeria Tentoni.
“Me miro en el espejo y veo a alguien que no me gusta del todo, pero es alguien en quien puedo confiar”, escribió Mario Levrero en El discurso vacío. “Soy sumamente adorable, aunque todo el mundo opina lo contrario: que soy maniático, irritable, cascarrabias, tiránico, etc.”, respondió en una entrevista de El País Cultural.
Hay una filmación de marzo de 1991, Alea jacta est, que subió Eduardo Giménez hace pocos meses a YouTube. Son imágenes tomadas en la casa del escritor en Colonia del Sacramento, Uruguay, para un corto policial casero. Lo interesante del aunto es la toma final, de casi cuatro minutos, en la que Levrero está redactando los créditos que se usarán para la composición. Lo vemos fumando despacio, con la camisa abierta y una musculosa blanca debajo, frente a su máquina de escribir eléctrica. Los grandes anteojos de marco grueso, dos lupas estancadas siempre en el teclado. La luz le da en la espalda, venida de una ventana abierta. Y de fondo suena Strawberry fields.
Giménez no deja de apuntar a Jorge (o Mario) en esa que es, al parecer, la única imagen en movimiento de Levrero tipeando. No se da cuenta hasta que se da cuenta, levanta la vista y pregunta: “¿Vos seguís filmando?” Mira por sobre los lentes para volver a fumar y a escribir, después de hacer un gesto mínimo y dulce de reprobación.
Más adelante en los años se pasaría a la computadora, pero a esa compañera de trabajo la definiría como a una “máquina estupenda”.
Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo el 23 de enero de 1940. De chico leía revistas de chistes, novelas policiales o pulp: “Me gustaban personajes como Doc Savage, la Sombra, el Vengador, el Pato Donald, la Pequeña Lulú”. Mario Julio Varlotta, su padre, era empleado en la tienda montevideana London-París. A su cargo, en el negocio, estaba la atención de los clientes extranjeros. Hablaba muy bien el inglés, idioma que enseñaba en clases particulares primero y, después, en una academia que instaló en el piso donde vivía con su familia, según apunta Jesús Montoya Juárez en Levrero para armar. Los Varlotta vivían en Peñarol, y el padre pasaba poco tiempo en la casa, una ausencia que Jorge describiría como angustiante para él, cuando era chico.
Cursó el secundario en el Liceo Rodó: en segundo año abandonó (era 1973), y lo retomó tiempo después. Tenía 14 años. Se pasaba los días leyendo, escuchando discos y grabando radionovelas con sus amigos. Y las vacaciones en las playas de Piriápolis. Elvio Gandolfo escribe que también circula el dato de que la madre de Levrero era sobrepotectora y habría retirado a su hijo de la cursada en el establecimiento por un soplo en el corazón.
“La imaginación es un instrumento; un instrumento de conocimiento, a pesar de Sartre. Yo utilizo la imaginación para traducir a imágenes ciertos impulsos -llamalos vivencias, sentimientos o experiencias espirituales. Para mí esos impulsos forman parte de la realidad o, si lo preferís, de mi ‘biografía’. Las imágenes bien podrían ser otras; la cuestión es dar a través de imágenes, a su vez representadas por palabras, una idea de esa experiencia íntima para la cual no existe un lenguaje preciso”. Antes de dedicarse a escribir, Levrero trató de hacer cine. Pero entendió pronto que escribir “era mucho más barato”. “No cultivo las letras sino las imágenes; y las imágenes están muy próximas a la materia prima, que son las vivencias”, explicaría hacia el final de sus días. No se consideraba un literato y no tenía por costumbre conservar sus textos hasta que su amigo, el artista plástico Tola Invernizzi, lo motivó a hacerlo en 1966: “La novela La ciudad fue lo primero que conservé, tenía fecha lº de julio a su término y fue escrita en 10 ó 15 días”, refirió en una entrevista con Gabriela Bernardi, y agregó: “No me fue fácil asumirme como escritor, sentía que escribir me consumía y me inhabilitaba para vivir, lo cual en parte es cierto. Me llevó mucho tiempo aceptar que soy escritor y aceptar una cierta notoriedad que viene con el hecho de escribir”.
En 1969 se fue a vivir a Rosario. Un año antes se había publicado Gelatina, en la revista Los huevos del Plata. En ese relato ya aparecería uno de los elementos que se iba a repetir después; una canilla abierta. Tuberías, baños, lavamanos, azulejos, caños. Agua que corre, oculta, por las venas de los edificios, esos animales robustos de concreto. Una velocidad silenciosa mientras todo parece quieto. Gelatina, que podría leerse en juego, por caso, con El año del desierto de Pedro Mairal, o con algunas historias de J.G. Ballard, y quizás con El país de las últimas cosas de Paul Auster, entre otros libros, narra la historia de algo que crece comiéndose la ciudad, incluyendo la confitería a donde el personaje principal quiere ir a buscar a una mujer –las mujeres, esa otra maravilla que irá a repetirse como motor del deseo y justificativo de las acciones en la obra del uruguayo–, al igual que la “intemperie” de Mairal. En ese cuento, también, ubicamos que el narrador se dice: “Más vale que no siga pensando” y, después: “Mejor buscaré una cosa para hacer”. Ricardo Strafacce apunta, en el prólogo de los cuentos reunidos en Irrupciones, entre las características centrales del estilo del uruguayo a la de “la inagotable invención de peripecias que se encadenan sin otro fin aparente que mantener la continuidad del relato”. Los escenarios o Strawberry fields Levrerianos (quizás un buen ejemplo sea el bosquecito ese al que cae el niño de El sótano, después de correr y correr) son como cintas aeróbicas en las que los personajes avanzan y avanzan: “Caminé hasta el burdel haciendo un esfuerzo terrible para hacer rodar la Tierra con mis pies faltos de energía”, escribe, justamente, en La cinta de Moebius.
En 1972, Levrero se muda a “Burdeos, Francia, por unos meses más en 1972 junto con Marie-France, que trabajaba en la Alianza Francesa de Montevideo (cuya revista Maldoror fue un refugio para sus textos), y con la que se fue cuando ella volvió a su país”, según repasa el autor de Boomerang, a cuya clase magistral parcialmente publicada en La Nación hago caso en todo en este texto, para ordenar fechas y recorridos –Gandolfo, además, ha publicado la compilación de conversaciones Un silencio menos.
“Soy un escritor (…) pero aquí no existre la profesión de escritor, y el escritor está obligado a hacer cualquier cosa, excepto -naturalmente- escribir, si quiere continuar sobreviviendo”, se lee en Dejen todo en mis manos. Trabajó como librero, guionista de cómics, humorista, fotógrafo, editor y redactor. También coordinó talleres literarios (inclusive virtuales, cuando tuvo computadora). Con el dibujante argentino Lizán incursionó en el comic, y publicó la obra de divulgación Manual de parapsicología. Empujado por la necesidad económica, se trasladó en 1985 a Buenos Aires para trabajar en una revista de ingenio que terminaría dirigiendo, Cruzadas. Tenía encima una deuda por una operación de vesícula que intentó esquivar sin suerte. “Cuando acepté que debía inevitablemente sufrir esa operación, primero discutí con el cirujano para postergar la fecha todo lo posible, y conseguí una prórroga de algunos meses. En esos meses completé cuatro libros que venían siendo largamente postergados, mientras me lanzaba a la furiosa escritura de esos capítulos de la novela luminosa. Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo al dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar. (…) Fue en ese lapso que me creé una deuda, para mí importante, y la deuda fue lo que me llevó después a Buenos Aires, a trabajar”, del prefacio a La novela luminosa.
Vivió en un pequeño departamento en calle Montevideo, en Congreso. Dormía en un sofá cama junto a la mesa donde reposaba su gran máquina de escribir eléctrica. Alicia Hoppe, quien fuera su pareja, explicó en la presentación de un libro en Uruguay: “Cuando decidió irse a Buenos Aires, in extremis desde el punto de vista económico, aceptó ese trabajo. Primero estaba muy contento pero después lo fue inundando y sintió que ese no era su lugar (…) En toda su vida anterior él se permitió, y pensó, que siempre iba a tener para vivir, siempre iba a poder vivir, y estaba como en otra cosa, más divagante… Esa no es la palabra, pero ir a Buenos Aires fue un contacto muy duro con la realidad para él. Con esa realidad que tenemos todos a diario, pero de la que Jorge logró mantenerse bastante aparte. Pasó a ser otro después de esa estadía en Buenos Aires”.
Levrero se sorpendió, era más conocido en la capital argentina que en Montevideo (en este país se publicaría, por ejemplo, La máquina de pensar en Mario, primer volumen de textos críticos sobre su obra): “Fue algo raro. Una experiencia intensa en un medio intelectualizado y también muy desgastante. Hay muchos estímulos y recompensas, pero todo parece girar y girar en torno al dinero”. De esos años en Buenos Aires se lamentaría de tener poco margen de descanso, de no poder escribir, de atravesar un tiempo “sin sustancia, de mala calidad”. Se sacaba las ganas escribiendo algunas cartas a amigos, breves apuntes. Definió a ese periodo como un “autosecuestro”: “Me estoy obligando a trabajar para ganarme la vida”.
“Fue un periodo de estabilidad económica –salario a fin de mes, horario de oficina–, tal vez el único de su vida, pero también de remordimientos por haber abandonado su lado espiritual por razones de supervivencia”, repasa Cecilia Boullosa. “Yo no estoy en contra del dinero, como mucha gente piensa. Estoy en contra del precio del dinero y hay precios que no quiero pagar, prefiero moverme con poca plata y mucho tiempo libre”, declaró en 1998. En ese sentido, también dijo: “Nunca me sentí diseñado para vivir en este mundo. Me costó mucho acomodarme a la realidad. Todavía me cuesta y sigo descubriendo falsedades”.
Se suelen distinguir, por lo menos, dos etapas en su escritura –El discurso vacío, de 1996, se pega al Diario de un canalla a esos fines, como bloque de ruptura. “La escisión entre escritura y realidad, presente como problema en la primera época de su narrativa y canalizada a través de lo fantástico, desaparece y se transforma en la asimilación del yo ficcional con el yo autor”, indica Jorge Olivera. Helena Corbellini explica que Diario de un canalla, escrito entre 1986 y 1987 y dado por terminado en 1991, inicia el género autobiográfico en Levrero: “Es la necesidad de escribir la vida”.
Encontramos: “Pero no estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo, es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo que han quedado adheridos a la mesas de operación (iba a decir de disección), a ciertas mujeres, a ciertas ciudades, a las descascaradas y macilentas paredes de mi apartamento montevideano, que ya no volveré a ver, a ciertos pasajes, a ciertas presencias”. En El discurso vacío, la escritura del diario funciona a su vez como terapia: una terapia grafológica. Ahí hallamos, por caso: “Claro que no sé hasta dónde mi alma es mía; más bien yo pertenezco al alma y esta alma no está, como señala más de un filósofo, necesariamente dentro de mí. Es simplemente algo que no conozco; el ‘yo’ no es otra cosa que una parte modificada, en función de cierta conciencia práctica, de un vasto mar que me trasciende y sin duda no me pertenece; un espécimen surgido, o emergente, de un vasto mar de ácidos nucleicos”.
Antes, contamos la trilogía involuntaria; La ciudad, escrita en diez días y con primera edición en 1970, París, de 1979 y El lugar de 1984. También Dejen todo en mis manos, La máquina de pensar en Gladys, Todo el tiempo, Aguas salobres, entre otros. “Fuera de los períodos de inspiración, soy totalmente incapaz de escribir, y en los períodos de inspiración no soy exactamente yo mismo”, explicó Levrero, dueño de una imaginación libre, desbordante y desaforada, hija de sus sueños y de la puesta en duda constante del límite entre realidad y ficción. Sin embargo, en el prólogo de Felipe Polleri a Irrupciones, leemos: “Ya se habló demasiado del Levrero 1, del Levrero 2, del Levrero 3, etcétera, de la influencia de Kafka, de la originalidad deslumbrante de sus últimas novelas. Pero hay un solo Levrero, el autor de un hipertexto lleno de abismos, de cimas, de humor (y el humor cuenta mucho en este libro), de sueños. Cualquiera de las Irrupciones podría ser intercalada en La novela luminosa sin el menor esfuerzo. Muchas de las Irrupciones podrían ser cuentos de La máquina de pensar en Gladys o fragmentos de sus primeras novelas o de las últimas. Lo digo por centésima vez: cuando estamos frente a un gran escritor toda su obra se une (lo quiera o no) a sus espaldas, porque viene del mismo lugar, todo forma parte del mismo gran sueño, del mismo ensueño, del mismo Espíritu”.
“Se trata de una masa de materiales oníricos modificados radicalmente por el trabajo del escritor”, define Strafacce, sumándose a la indicación generalizada del abundante universo onírico al que echa mano (o que construye) Levrero. “Al despertar por la mañana; a veces uno se queda un buen rato como enredado en ese fragmento de ensueño, y a veces eso se disipa después de un rato, y a veces no. Puede volver, espontáneamente, o evocado por algo, en otros momentos del día. Cuando esto se mantiene durante varios días, es para mí una señal de que allí hay algo que es imprescindible atender, y el modo de atenderlo es recrearlo”, se respondería. “Llegando a comprender el mensaje del llamado ‘inconsciente’, que por lo general se relaciona con hechos importantes en la vida de uno que uno ha dejado pasar sin ocuparse de ellos, sin tomar consciencia de su verdadera importancia. Claro que ésta es una forma bastante superficial de autoterapia; pero me es útil”, concedió luego Mario. “El personaje se duerme, sueña dormido y despierta y sueña despierto, repetidas veces a lo largo del texto”, escribe Montoya Juárez sobre París. (But you know I know when it's a dream, sigue sonando en esa filmación casera). En Los muertos podemos leer el párrafo que sigue: “Lo que realmente quería hacer, de todo corazón, era echarme a dormir. Durmiendo es como encuentro las mejores ideas para resolver situaciones difíciles, y muy a menudo las situaciones difíciles se resuelven solas mientras duermo; uno está demasiado consustanciado con la noción de actividad, y muchas veces, casi siempre, se dedica a entorpecer las cosas en lugar de darles oportunidad de resolver su curso a la manera de ellas, a pesar de la advertencia de Lao-Tsé hace ya tantos siglos”.
Esto puede relacionarse con su valoración del ocio como necesaria ventilación de la mente creativa. “Escribir no es sentarse a escribir; ésa es la última etapa, tal vez prescindible. Lo imprescindible, no ya para escribir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio. Mediante el ocio es posible armonizarse con el propio espíritu, o al menos prestarle algo de la atención que merece. Yo no soy escritor profesional, no me propongo llenar tantas carillas, y no quiero ni puedo escribir sin la presencia del espíritu, sin inspiración”, dijo. Y, también: “Yo soy muy haragán; me pongo a escribir cuando me resulta imperioso, ineludible, del mismo modo que me pongo a hacer cualquier otra cosa cuando me resulta imperioso e ineludible. Vivo de stress en stress. Mi ideal de vida es el reposo absoluto. Para que me ponga a hacer algo hace falta un estímulo, y en el caso de la literatura es necesario un estímulo a dos puntas: la necesidad de sacar algo a la luz, y la necesidad de comunicarlo a alguien”. Sin embargo, no se olvidaba: “Debo luchar contra las fobias y contra la inmovilidad, la pasividad, sobre todo porque detrás de esta pasividad se oculta una poderosa fuerza destructiva”. Es que Levrero jamás negó que no se llevaba bien con las ideas fijas: "Uno de mis grandes placeres es reconocer mis errores. No confío en las ideas; son como una jaula”.
Como lector, se definiría hedonista: “Tiendo a leer lo que tengo ganas de leer y no lo que debería leer”. “En mi caso es imposible la transformación en un novelista profesional; tal vez por haraganería, pero sobre todo por falta de interés. El dinero no es estímulo suficiente, y soy totalmente incapaz de ponerme a escribir algo que me va a dar mucho trabajo, y que no sé hacer sin la inapreciable colaboración de eso que llaman ‘Inconsciente o ‘musa’”, apuntaría en una de sus notas, donde consideraría a Kafka como al más claro ejemplo de escritor aficionado, “el más puro y el mejor”.
Ricardo Strafacce, en el prólogo de los relatos escogidos en Nuestro iglú en el ártico, anota que, al igual que Kafka, “Levrero escribía contra sí mismo” e incluye, en una nota al pie, la cita de La novela luminosa que reza: “Kafka representó para mí algo así como un hermano mayor, que había llegado antes a una visión del mundo parecida a la que yo estaba descubriendo; pero, sobre todo, me convenció de que no era necesario escribir bien”. También, dice, “Levrero escribía contra ‘la vida’. O, menos dramáticamente, escribía para que sus libros abrieran la posibilidad (para él mismo, para sus lectores) de ‘vivir’, al menos por un rato, otra vida. Una vida feliz, feliz como un nuevo relato que comienza”. En 1998 encontramos más respuestas de Levrero sobre esa marca: “Kafka fue lo que estaba leyendo cuando empecé a escribir, fue una influencia muy directa. La ciudad está plagiada de Kafka, traté de imitarlo, yo quería ser Kafka, aunque, claro, no llegué a su nivel. Lo intenté, y no traté de disimularlo tampoco. Estaba totalmente compenetrado con leerlo. Me parecía que esa manera de relatar era la única manera de decir la verdad. Esa influencia después se atenuó mucho, nunca más hice el intento de escribir como otro o de ser otro”.
El autor de Frío de Rusia también atiende, en ese prólogo de esos cuentos luminosos, a lo que llama la concepción de los espacios de la obra de Levrero, “poblada de pasillos, corredores, vestíbulos sin salida, habitaciones que no se encuentran donde deberían estar, puertas ocultas, etc., y cuya disposición disgresiva, lateral, la trama va minando, como si no pudiera (o no quisiera) marchar en línea recta y solo le fuera dado avanzar tomando atajos, pasadizos, senderos inesperados”. En el cuento que le da nombre a esa antología, encontramos con claridad un ejemplo, cuando la historia comienza al encontrar, el personaje, una puerta oculta en la habitación por el ropero de la esposa.
“La prosa de Levrero es una prosa tersa y honesta cuyo único imperativo es el proceso incesante del relato”, acota. “Creo que en las experiencias más triviales y cotidianas hay material artístico; la condición es que en ellas esté presente el espíritu del artista”. Levrero escribía como “haciendo la digestión”: sin saber cómo ocurría eso dentro de sí. En la auto entrevista que se hace, leemos:
–¿Qué es para vos la literatura?
–Es el arte que se expresa por medio de la palabra escrita.
–¿Y qué es entonces el arte?
–Es, a mi criterio, el intento de comunicar una experiencia espiritual.
–Deberías explicar, entonces, a qué llamás “experiencia espiritual”.
–A cualquier experiencia, en la medida que pueda advertir en ella la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu. Y antes de que vuelvas a intercalar una de tus preguntas, me apresuro a ampliar el concepto: el espíritu es algo viviente inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos y aun de los estados habituales de consciencia. De modo que la literatura es una de las formas posibles de comunicar a otros seres una experiencia personal que cae fuera de las formas habituales de percepción.
Regresó a Montevideo en 1993 y allí vivió hasta el año de su muerte. En el año 2000 recibió una beca de la Fundación Guggenheim para corregir los capítulos de la luminosa: “Durante ese lapso, que fue de julio de 2000 a junio de 2001, sólo conseguí dar forma a un relato titulado ‘Primera comunión’, que quiso ser el sexto capítulo de la novela luminosa pero no lo logró: yo había cambiado mi estilo, y habían cambiado muchos puntos de vista, de modo que lo conservé como relato independiente”. Esa novela se publicaría, al final de cuentas, póstumamente. “Sé que mi literatura es un arte menor. Pero también sé que es un arte. La valoro como algo auténtico”, había declarado antes.
“El tiempo no corre junto a nosotros ni nosotros sabemos jugar con el tiempo; el tiempo es sólo un asesino, lento pero seguro, que nos mira con un dejo de burla por debajo de su guadaña, y nos permite ir disfrutando en cómodas cuotas del frío que nos está esperando en la tumba que lleva nuestro nombre”. Falleció en Montevideo el 30 de agosto de 2004. “La verdad de los hechos es que no somos otra cosa que un punto de cruce entre hilos que nos trascienden, que vienen no se sabe de dónde y van no se sabe adónde...”
“La gran cualidad de Levrero es la de comunicar con la experiencia lo que está contando y hacerla deslumbrante. Puede estar contando un cuento fantástico rarísimo o puede estar contando sus días aburridos, tratando de escribir, y de todas maneras hay en esas anécdotas tan coditianas y tan rutinarias como una experiencia de la vida muy particular, de la vida como algo deslumbrante, como algo luminoso no en el sentido de que sea positivo, o estimulante sino deslumbrante”, diría Alberto Chimal. “Era un perfecto caballero, generoso, leal, sabio, viril (las señoras y señoritas caían a sus pies con solo verlo, aunque fuera un gordo pelado, o con solo escuchar su voz baja y grave), involuntariamente carismático, muy divertido y sí, tal vez, algo excéntrico y siempre dispuesto a reírse de sus excentricidades. Era duro. Era firme. Era insobornable. Y a la vez misteriosamente tierno”, escribió Polleri.