Kazuo Ishiguro: un Nobel clásico y contemporáneo

Se le entregó el premio en Estocolmo
Jueves 07 de diciembre de 2017
"Debo seguir adelante y hacerlo lo mejor que pueda", dijo en su discurso de aceptación el escritor británico de ascendencia japonesa que sucedió a Bob Dylan. El premio: ocho millones de coronas suecas y una carrera disparada al cosmos lector. "Ishiguro posee la maestría formal de un clásico y la ironía y amargura de un contemporáneo", dice Martín Libster en este repaso por su obra, y deja dos libros recomendados.
Por Martín Libster.
Empecemos por la cuestión “política”: el Premio Nobel de Literatura 2017, concedido al escritor británico de ascendencia japonesa Kazuo Ishiguro, constituye una vuelta a la normalidad después de dos años en que los premios fueron otorgados a una cronista (Svetlana Alexievich) y un cantautor (Bob Dylan). Desde este punto de vista, Ishiguro es una apuesta segura: un escritor reconocido, en una lengua “mayor” (la Academia Sueca viene mostrando una preferencia excesiva por el inglés: en lo que va del milenio, siete de los diecisiete premiados escriben en ese idioma), con credenciales impecables y respeto casi unánime de la crítica, sobre todo en la primera parte de su carrera. Casi cada una de sus siete novelas recibieron algún premio literario, y las dos más conocidas (de las que hablaremos en un momento) fueron respectivamente ganadora y finalista del Premio Booker, el más importante de las letras británicas, en 1989 y 2005.
Vamos ahora a la cuestión literaria, la única realmente relevante. Es tentador decir que Ishiguro escribe siempre el mismo libro, pero, más discretamente, podemos decir que sus libros comparten ciertas características; una escritura clásica, formalmente rigurosa, elegante aunque sin estridencias; la preferencia por las corrientes subterráneas, por aquello que, más que decirse, se sugiere; la utilización de narradores que no son fiables ni siquiera para sí mismos. Exteriormente, tanto Los restos del día (1989) como Nunca me abandones (2005) se inscriben en la tradición de la novela británica del siglo XIX y se sirven de algunos de sus personajes y locaciones; el mayordomo de una mansión campestre en el primer caso, la cuidadora de un internado en el segundo. En la primera, Stevens, jefe del servicio de Darlington Hall, una casa que en el presente de la narración se encuentra en manos de un norteamericano, sale a pasear por su país, después de haber “tenido el privilegio de ver lo mejor de Inglaterra” sin abandonar su puesto de trabajo, y recuerda los acontecimientos ocurridos antes de la Segunda Guerra Mundial, en los años en que la mansión pertenecía a Lord Darlington. La elección de un mayordomo como personaje principal se acomoda perfectamente al lenguaje de Ishiguro. La asepsia y la formalidad del narrador pueden ser desesperantes; prueba de que el truco funciona. Cuando el lector ya está asfixiado, preso (al igual que el protagonista) entre las cuatro paredes herméticas de un discurso medido hasta la claustrofobia, este empieza a resquebrajarse y la pesadilla de la historia, una pesadilla a la que el mayordomo trata desesperadamente de no despertar, empieza a manifestarse; es ahí donde la verdad (y la tragedia), eficazmente velada durante muchas páginas, muestra su rostro. El narrador de Ishiguro no es confiable, pero no porque, como el de Nabokov, intente (y consiga) engañar al lector, sino porque logra engañarse a sí mismo para no enfrentar una realidad demasiado dolorosa. No es que este sepa cosas que el lector ignora y utilice esta ventaja en su favor; es más bien el lector el que asiste al derrumbe que el protagonista nunca termina de percibir.
Nunca me abandones también se sirve de esta estrategia de “develamiento progresivo”, aunque la técnica utilizada es ligeramente distinta. La narradora rememora la vida que pasó en el internado de Hailsham, primero como alumna y luego como cuidadora. La estructura biográfica esconde durante unas cuantas páginas la clave de lectura de la novela; pero los lectores asisten a esta revelación al mismo tiempo que la narradora. Una vez más, no se trata de un narrador que compite en inteligencia con el lector, sino de un relato sosegado donde la contracara atroz de una realidad acolchada deja al narrador sin capacidad de respuesta. Lector y narrador descubren la verdad al mismo tiempo; el resultado es una tragedia sin posibilidad de redención alguna. Pero el develamiento, que sirve al mismo tiempo para trastocar genéricamente el texto (y transformarlo de una bucólica novela de aprendizaje en una distopía biopolítica), modifica para el lector el sentido de la historia que acaba de leer. Se trata de un golpe demoledor administrado con suavidad; un dispositivo típico de Ishiguro. A diferencia de Stevens, Kathy es perfectamente consciente de la tragedia que ha vivido, pero la revelación llega demasiado tarde y ya no puede hacer nada.
Más que una poética de la memoria, la de Ishiguro es una poética de la imposibilidad, de la inmovilidad y de la ausencia de redención. Tomando como modelo la novela decimonónica, opera un desvío del modelo original y lo resignifica para adaptarlo a estos tiempos aciagos. Ishiguro posee la maestría formal de un clásico y la ironía y amargura de un contemporáneo. La lectura de sus novelas no es una experiencia sencilla; se trata, sin embargo, de un ejercicio plenamente gratificante.