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Juan Rulfo, señor del silencio

Por Guillermo Schavelzon

"La voz de Juan Rulfo sonaba como si siempre estuviera masticando algo. ¿Habrían sido las palabras?". El agente literario del maestro mexicano comparte la intimidad de ese vínculo en este texto, tomado de El enigma del oficio (Ampersand).

 Por Guillermo Schavelzon.

 

 

 

 

“Acérquese, Willie, que le cuento; estos están demasiado borrachos”, me dice Rulfo haciéndome lugar a su lado en una larga mesa de madera. Me acerco y me siento, para lo que tuve que pedirle el sitio a una robusta latinoamericanista alemana, que desde el día anterior se le había pegado, y Rulfo no sabía cómo alejar. 

Estábamos con un grupo de escritores y editores mexicanos, cenando Eisbein mit Sauerkraut (codillo de cerdo con chucrut), en un restaurante alemán para turistas, una noche de la Feria del Libro de Frankfurt del año 1980. Cuando estaba por comenzar a contarme, llegaron los brindis, y las copitas de aguardiente se sucedían una tras otra, dificultando que se reanudara nuestra conversación. Rulfo levantaba los ojos y miraba a todos: era el único que solo bebía Coca-Cola. 

A Juan Rulfo le gustaba viajar, aunque aceptaba muchas menos invitaciones de las que le hacían. Lo que quería, me dijo en cuanto pudo retomar la conversación, era estar lejos de su casa. Me contó por qué le gustaba tanto ir a la Argentina, donde cada año lo invitaba la Feria del Libro, que lo trataba con una deferencia especial: tenía que estar dos días en la feria, y luego lo dejaban desaparecer un par de semanas. Pero el entusiasmo del grupo mexicano alemán nos impidió continuar. 

Unos cuantos años después, yo pude ir a la feria de Buenos Aires y coincidí con él. Pasé a verlo por el hotel Dorá, en la calle Maipú. Entonces retomó, con su parsimonia habitual y como si hubiera sido ayer, lo que había comenzado a contarme la noche de la cena alemana: la verdadera razón por la cual le gustaba tanto ir a la Argentina. 

Juan Rulfo, “como su tierra, prematuramente envejecido, ojeroso, descarnado”, como escribió Luis Harss, tenía un antiguo amor en Tucumán, en el norte del país, un amor secreto desde hacía muchos años, que protegía con uñas y dientes. La única forma de verse, de vez en cuando, era aceptar las invitaciones de la feria, estar dos días y tomarse el avión a Tucumán. 

Cuando terminó de contarme la historia (habló de ello conmigo una sola vez en más de diez años de relación), un brillo especial apareció en su mirada. No era una mirada de complicidad –como hubiera sido en un porteño– sino de discreto sentimiento. Una mirada rulfiana. 

 

 

El secreto alemán 

Pasaron unos años y otra vez estamos en Frankfurt. Rulfo va poco a la Feria. Como cuando viaja a Buenos Aires, aquí también desaparece durante horas sin que nadie sepa dónde está. 

Un día me dice que me quiere enseñar su secreto alemán, como lo llama. Me pide que al día siguiente, por la mañana, lo pase a buscar por su hotel. Lleno de curiosidad, e inevitablemente pensando en la latinoamericanista alemana, al día siguiente estoy temprano en el viejo hotel Palmenhof, donde Michi Strausfeld, su editora, se ocupaba siempre de que estuviera bien. Rulfo ya estaba abajo, esperándome en la puerta. Me toma del brazo, cruzamos la calle, y me muestra el lugar secreto a donde iba cada mañana: el jardín botánico de la ciudad de Frankfurt. 

Rulfo lleva muchos años bebiendo únicamente Coca-Cola, una atrás de otra. Se le hincha la barriga y a cada rato se levanta para ir al baño. Quienes lo conocen de siempre dicen que es el precio por haber dejado el alcohol. 

Mi relación con él era muy afectiva, pero no íntima. Nos encontrábamos en la cafetería de El Ágora, una librería del sur de la Ciudad de México, cercana a su casa, que Rulfo usaba como refugio vespertino. Era una librería importante; en el primer piso tenía una cafetería con grandes ventanales soleados. Allí era huésped permanente de Pepe Taylor, el librero, que con sus 140 kilos ocupaba una oficina a la que se entraba atravesando el baño. 

Por las tardes, Rulfo se sentaba en una mesa del fondo, de espalda a la entrada, para que nadie lo viera. 

Cuando llegaba a verlo, me recibía con un “Hola, Willie” un poco mascado, dicho con una boca que movía poco, como si al hablar no tuviera dónde colocar la lengua. Su voz era baja, su hablar tranquilo y espaciado, pero había algo extraño. La voz de Juan Rulfo sonaba como si siempre estuviera masticando algo. ¿Habrían sido las palabras? 

Jamás hablaba de él ni de su obra, en cambio prefería contar lo que estaba leyendo. Siempre estaba actualizado, y ya había leído a cada nuevo escritor mexicano. Le apasionaba leer. Creía –como muchos años después dirá Ángeles Mastretta– “que los libros solo existen si alguien está dispuesto a perderse en ellos”. Rulfo conseguía perderse dentro de sus lecturas. ¿Quizás también dentro de su obra? 

Sabía mucho de música clásica, un tema para el que nunca fui un buen interlocutor. Entre los intelectuales mexicanos tenía sus amores y sus odios. Quería como a hermanos a los Rojo (Vicente el pintor, y su esposa Alba, en cuya casa comía todas las semanas). Se reía con ironía de Octavio Paz, porque era, en todo, lo opuesto a él. En la época de estos hechos, Paz conducía un programa de televisión semanal, con gran despliegue de producción al que iban renombrados escritores extranjeros. Rulfo decía: “Octavio es mal entrevistador, jamás deja hablar a sus invitados”. 

En esas tardes de charla, me contaba una y otra vez historias de los cronistas de la conquista de México, uno de sus temas preferidos. Se entretenía diciéndome qué había en ellas de real y qué de imaginario. Su conocimiento de la historia de México era enorme. Por entonces, trabajaba como editor del Instituto Nacional Indigenista, donde cada día cumplía un horario de 9 a 15, como todo funcionario público. 

Me dio para leer, en la Historia verdadera de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, una descripción aterradora, llena de paradojas: la del incendio de la Biblioteca de Texcoco. En ese principado cercano a la ciudad de México existía, a la llegada de los españoles, la mayor colección de códices que hubo en la historia. Grandes libros lujosamente encuadernados, dibujados a mano por los aztecas a lo largo de varios siglos, donde estos registraban su historia, sus mitos, sus guerras, su memoria. 

El oficio de escriba (tlacuilo en náhuatl) se trasmitía de padres a hijos con orgullo. Al llegar a México Fray Juan de Zumárraga, el primer arzobispo de América, mandó quemar los 4.000 códices, por ser libros profanos. La biblioteca, cuyo tamaño debía ser imponente, “ardió durante cinco días con sus noches”, cuenta Bernal Díaz, “con llamas tan altas que se veían a gran distancia”. 

Solo se salvaron cuatro códices, probablemente por desobediencia de unos pocos soldados. Son ahora piezas de un valor incalculable, que forman parte de bibliotecas selectas: un códice está entre los tesoros del Vaticano, otro se encuentra en la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia, el tercero en una institución holandesa y el cuarto en manos de un coleccionista privado desconocido. 

Rulfo contaba una y otra vez esta historia, y al final venía la paradoja doble: la primera, que donde una vez estuvo la más grande biblioteca del mundo prehispánico, ahora había un enorme pantano en el que desemboca el sistema cloacal de la ciudad de México. “¿Se da cuenta, Willie? ¡Con la civilización hemos transformado la mayor biblioteca de la América prehispánica en un enorme pantano de mierda!”. La segunda, que Fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo del Nuevo Mundo, no pasó a la historia como un incendiario, sino como “el introductor de la imprenta en América”. Eso gracias a que poco después de la gran quemazón, hizo traer de España a un italiano llamado Juan Pablos, para imprimir localmente los libros autorizados por la iglesia. 

Cuando Rulfo cuenta estas cosas su tez pálida toma color, vocaliza mejor, y hasta se olvida de la Coca-Cola. Uno de esos días me dice: “Vamos al centro”, y me lleva a conocer el lugar del centro histórico de México donde hacía quinientos años había funcionado la imprenta de Juan Pablos. Ahora había una paupérrima tintorería. 

A Rulfo no le gustaba volver a su casa. Se demoraba todo lo posible, siempre estaba postergando el regreso. A veces, pocas, me sorprendió con un llamado a media mañana, en el que me invitaba a comer. Nos encontrábamos a las tres de la tarde en la Fonda San Ángel, un tradicional comedero que a él le gustaba. Era una vieja casona, alguna vez pintada de azul, con dos grandes habitaciones al fondo convertidas en salón comedor. Allí bebíamos agua de chía, y para comer pedía chilaquiles, y de postre, siempre chongos zamoranos. 

Alguna otra vez fuimos a La Capilla, un restaurante de Coyoacán que había sido la casa de Salvador Novo, poeta, hombre de teatro y cronista de la Ciudad de México. La casa era la representación de la decadencia, la comida casera mediocre, y el público, de otra época, pero el lugar tenía un clima mágico, difícil de explicar. 

Usaba siempre el mismo traje. Algo anticuado, gris oscuro, quizá medio amarronado. Y siempre los mismos zapatos gastados, pesados, con cordones. Unos calcetines cortos, de color claro y elástico estirado, asomaban junto a la piel muy blanca, de unas piernas flacas. Todo Rulfo era menudo, frágil. 

A veces, buscando algo en sus bolsillos, sacaba papelitos y sobres de cartas; jamás hacía comentarios sobre sus remitentes. Nunca encontraba lo que buscaba, y volvía a guardar todo en el bolsillo, hecho un bollo, desordenado. Alguna vez me mostraba fotos, cactus, paisajes desolados, tomadas por él mismo en un campito del que hablaba con afecto, y al que iba algunos fines de semana. 

Rulfo era triste, como sus historias, pero con una fuerza enorme. ¿De dónde venía aquella energía vital que se percibía en él, que tan bien escondía? Yo tenía la sensación de que Rulfo se reía en silencio de todos los que lo rodeábamos, y que una vida interior muy propia, secreta, a la que no dejaba asomarse a nadie, lo mantenía vivo y atento. 

Todos nos preguntábamos si seguiría escribiendo. ¡Hacía treinta años que no publicaba nada! Era un gran misterio. Algunas veces hablaba de unas cuartillas que había tirado, de una novela que no terminaba, y de dos cajones llenos de papeles que no volvió a abrir desde que se mudó de casa. Nunca se sabía qué era verdad y qué no. 

Estoy seguro de que mentía mucho, como hacía Roa Bastos, y se divertía. De todos modos, yo decidí creerle. Muchos años después, le sigo creyendo. 

Seguimos viéndonos durante diez años. De todo ese tiempo queda un recuerdo muy melancólico, y como testimonio un libro que me dio para publicar, su Antología Personal.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, en 1985, enfermo, ya casi no salía de su casa. Se acabaron los encuentros en la librería, las comidas en la Fonda. Se acabaron sus viajes. ¿Qué habrá sido de su amor en Tucumán? En enero de 1986, Juan Rulfo partió tranquilamente para Comala. Sin embargo, sigue ahí, porque como él mismo escribió en Pedro Páramo, “en México nunca muere nadie, o más bien, nunca dejamos que se mueran los muertos”. 

 

 

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