Grandes historias antes de que alguien las escriba
Por Pablo De Santis
Jueves 28 de enero de 2021
Compartimos el prólogo a La mesa del olvido y otros cuentos de amor, de Marcelo Birmajer, publicado por Edhasa.
Por Pablo De Santis.
Cada sábado, Marcelo Birmajer publica en el diario Clarín un relato para su sección “Se me hace cuento”. A lo largo de los años ha levantado un monumento narrativo, pródigo de ingenio y de imaginación. En sus páginas los géneros se alternan: la crónica, el humorismo puro, el apunte autobiográfico, la sátira política, el cuento fantástico. En los relatos que recoge este volumen se advierte que Birmajer es uno de los grandes cuentistas de la literatura argentina: experto soñador de personajes, maestro del diálogo, agudo inventor de finales.
Para construir estos cuentos el autor ha inventado un Birmajer personaje, en ocasiones protagonista y en otras testigo de los relatos. En Las mil y una noches, la excusa para la ficción es la amenaza de muerte que pende sobre Scheherezade; en los mil y un sábados de Birmajer, lo que desencadena la ficción es la pasión por contar de este “yo”, que vive las historias o las escucha (lo que es también un modo de vivirlas). En la vida real, cuando Marcelo visita escuelas, siempre hay un chico que le pregunta “¿Cómo se le ocurren las historias?”. La respuesta invariable: “No se me ocurren. Me ocurren”. Este “me ocurren” es el secreto de su arte: contar las cosas en primera persona, como si le hubieran pasado; así el lector encuentra en el escritor a un semejante. Mientras nosotros leemos, el autor —que finge no inventar— escucha. Parte de su arte narrativo consiste también en no reclamar historias a sus interlocutores. A menudo, Birmajer las escucha (o mejor, las oye) con fastidio, impaciencia, resignación. Cuando trabajábamos en un periódico de corta vida, largos años atrás, y él me hacía algún comentario imprudente, yo le pedía que bajara la voz; él estaba seguro de que susurraba, cuando en realidad su vozarrón se dejaba oír en los confines lejanos de la redacción. Esta misma voz poderosa domina los cuentos, de principio a fin.
El país de buena parte de sus narraciones es el Once, el barrio de su infancia. Pero también los viajes (y los contratiempos de los viajes) y los trabajos ocasionales sirven como excusa para el relato. A menudo se produce una chispa cuando la historia pasada se cruza con el presente, para mostrar el efecto perdurable de las viejas decisiones y los antiguos deseos. Esa chispa sobresalta al lector y a la vez ilumina el cuento. Aunque este conjunto de relatos se llame La mesa del olvido, bien podría declarar, como el poema de Borges: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”. Muy a menudo los cuentos de Birmajer no se limitan a contar una historia; su arquitectura, más compleja, deja lugar para ver de qué modo esa historia modifica el presente del relato, o continúa más allá de su provisorio final. Así ocurre en “El testigo”, donde el autor declara su incomodidad por los finales felices (a pesar de que, al menos en este caso, cumple con el happy end).
En el panorama de la literatura argentina, Birmajer ha remado siempre contra la corriente. Ignoró todas las devociones y los lugares comunes de la intelectualidad progresista. Su paso por la universidad —el lugar donde los intelectuales en ciernes se descubren miembros de la clase trabajadora, sin necesidad de trabajar— fue tan breve e insignificante que en treinta años de amistad jamás le escuché una sola mención a clases o aulas. Lector impredecible, ha sido fiel a su canon personal: William Somerset Maugham, las historietas de Tintín, Adolfo Bioy Casares, Astérix, Isaac Bashevis Singer, Patricia Highsmith, Cayetano Bollini (Carlos Brocato). El matrimonio obligatorio entre intelligentsia e izquierda siempre lo fastidió. Escribió en contra del Che Guevara, recordó en artículos las atrocidades del maoísmo, se burló de los intelectuales dispuestos a justificar cualquier acto de violencia en cualquier lugar del mundo por razones siempre abstrusas. En cuatro de los cuentos de este volumen practica la sátira contra las veleidades de los intelectuales de clase media o alta que en los años setenta se soñaban pobres, campesinos chinos o combatientes vietnamitas: “La obrera millonaria”, “El duelo”, “Volvió una noche” y “El sentido de la vida”. En este último la sátira cede a la melancolía de la reflexión final. Un apunte sobre el humor de Birmajer: es habitual, en el humor literario, el uso de la parodia, como lo prueban la Antología apócrifa de Conrado Nalé Roxlo, los cuentos de Roberto Fontanarrosa o las ficciones policiales de Bustos Domecq. Pero en nuestro autor la parodia ha estado completamente ausente. No recuerdo un solo texto suyo que se haya apoyado en las convenciones de un género o en un estilo para hacer humor sobre él. Su humor no es una premisa, es un resultado de ciertas frases, de ciertas escenas; el humor surge como un efecto del relato, pero jamás como un destino fijado de antemano. No es algo que “se le ocurre”: es algo que ocurre.
Como estos cuentos hablan muchas veces del pasado, me vienen a la cabeza imágenes sueltas, figuritas en el álbum incompleto del Tiempo: un Birmajer de veinte años lee ante un auditorio un largo poema narrativo, antes de abandonar la poesía; escribe inspirados ensayos —instigado por Juan Sasturain— en la revista Fierro de los años 80 y así divide su yo entre su nombre y Berni Danguto; un Marcelo niño levanta la mano, vencedor de un combate de lucha, en una foto que ilustra un artículo de Fierro; vestido con un abrigo prestado por el capitán Haddock, representa un unipersonal en alguna sala de la calle Corrientes, durante un vago invierno de los años 80; escribe los chistes del chicle Bazooka; cumple el oficio de escritor fantasma (junto con un servidor) para recoger las memorias de un mentalista que ni siquiera era capaz de adivinar el pasado; busca historias —detective sin impermeable— para el programa de televisión El otro lado, de nuestro común amigo Fabián Polosecki, por los rincones oscuros de la ciudad; mezcla recuerdos e imaginación en las páginas de su primera novela, la exitosísima Un crimen secundario, escrita a máquina y corregida a mano, con su letra ilegible.
Mi padre acostumbraba a guardar toda clase de cosas en cajas con rótulos. En una de estas cajas, la etiqueta decía: “Cosas que no se usan, pero no se tiran”. Siempre me pareció una precisa descripción de la cabeza de un escritor. Y Birmajer ha ido juntando en su propia caja estas experiencias diversas que son el punto de partida de sus cuentos, la materia detrás de aquel lema: “Las historias no se me ocurren. Me ocurren”. Ha alcanzado a tener incontables lectores en varias lenguas y siempre a través de los diversos “otro yo” que aceptan trabajos insólitos, sufren percances y pasean su desconcierto en ficciones para chicos y para grandes. En la novela Las nieves del tiempo el narrador es invitado a una pequeña ciudad de la Patagonia como reemplazo de otro escritor, que canceló a último momento. Así es el Birmajer de las páginas de “Se me hace cuento”: el que llega como suplente, o llega un día antes, o un día después, o está en el lugar por error. Tal vez esta es la moraleja secreta de sus historias: no somos del todo nosotros mismos, no somos lo que hemos soñado: somos un reemplazo de último momento. Como en su cuento “El testigo”, tal vez haya un mundo llamado la Otra Mitad donde somos mejores, pero estamos en Esta Mitad.
En esta selección los editores han elegido los cuentos donde aparece el amor, que es, en palabras de uno de los personajes, lujuria más respeto. Quizá todos los cuentos de Birmajer (y hablo de cientos de cuentos) sean relatos de amor, pero al gunos —como los de este volumen— lo son de manera declarada. Repaso unos pocos con apuro, porque sé que un prólogo es invitación a la impaciencia. “El eco” parte de una idea extraordinaria: una gruta que conserva las palabras pronunciadas veinte años antes. Desde que Platón inventó su caverna, las grutas se llenaron de sombras; Birmajer les puso sonido. También “El reencuentro” es un relato fantástico, donde este mundo y el otro se tocan; pero entonces descubrimos que el misterio de la pareja humana es todavía más profundo que el del más allá. Y ya que hablamos de lo fantástico, encuentro que nuestro autor tiene una afinidad con Bioy, porque comparte con él el humor y la presencia central de las mujeres en las historias. En los dos hay también una especie de uso psicológico del género fantástico: cuando aparece un prodigio, no está allí por pura invención, sino para iluminar un aspecto de los personajes. La fantasía viene en auxilio de la realidad, porque esta es indescifrable.
Algunos objetos tienen un valor de talismanes, como “La máquina de coser”, “La caja” y “La pieza”, que recrea el ambiente del bar León Paley en los setenta, y “La llave”, que abre clandestinamente la puerta del pasado. “El cuadro”, uno de los mejores relatos del volumen: es un Birmajer en estado puro, la idea platónica de un cuento de Birmajer.
“La boda” nos enseña a tener cuidado con los chistes (el autor cita a Freud: “El chiste y su relación con el inconsciente que lo cuenta”). Como “La mesa del olvido”, que abre el volumen, “El gran Gabystein” se ocupa de la memoria y sus misterios. En “Parábola” (que podría llevar por título “La planta africana”) hay una emoción contenida que también aparece —como una delicada pincelada final, escondida detrás del humor o detrás de la belleza de las palabras— en todos los cuentos.
Las páginas de “Se me hace cuento” forman ya un desordenado montón de páginas de diario, un Libro de arena donde no hay forma de encontrar aquel cuento que uno busca. Por fortuna, ahora han tomado la forma de libro. El último y perturbador cuento de este volumen (“A media luz”) habla de páginas perdidas de la “biblioteca secreta del universo”. Eso son las grandes historias antes de que alguien las escriba. Estas páginas del universo lo han estado buscando a Birmajer, y en estos cuentos lo han encontrado.