Gógol
Por Juan Villoro
Miércoles 12 de octubre de 2016
"La vida es corrosiva. Gógol no entiende el arte como una esfera apartada de lo cotidiano y sus bajezas". Un extracto del prólogo de Juan Villoro a Roma, de Nikolái Gógol, en la bellísima edición de Almadía con traducción de Selma Ancira.
Por Juan Villoro.
La literatura ha ocupado casi toda mi existencia.
Éste es mi pecado principal.
GÓGOL, carta del 10 de enero de 1843.
Todo en Nikolái Gógol suscita perplejidad. Publica en forma torrencial durante dieciocho años, juzgando que no hay vida fuera de la escritura, y de pronto guarda silencio. Descifra las psicologías de sus personajes, pero casi no tiene relaciones amistosas e ignora el trato amoroso. Aunque se siente aislado en un país sin tradición literaria, recibe un apoyo que casi ningún autor ha tenido: Pushkin, fundador de la literatura rusa moderna, le sugiere los temas de sus mejores obras, El inspector general y Las almas muertas. Corteja la fama y, cuando la obtiene, siente una presión insoportable que lo impulsa a exiliarse. Lleva la ironía a un nivel superior y se arrepiente de los efectos sociales de la comicidad. Quema el manuscrito de la segunda parte de Las almas muertas: la Obra codiciada se convierte para él en algo que debe ser destruido. Preconiza la libertad y, arrepentido de sus logros, encomia la represión. Su mesianismo lo lleva a juzgar a sus amigos de la manera más injusta (Mijaíl Petrovich Pogodin, crítico que lo apoyó y le dio alojamiento, pierde a su mujer y se encuentra agobiado por el dolor; para “apoyarlo”, Gógol le escribe: “Esto te ayudará a convertirte en caballero, lo que no eres por nacimiento ni por inclinación”; ante sus pocos amigos el humorista que desconfiaba de la risa muestra la piedad de un torturador). En 1848 viaja a Jerusalén y vuelve a Rusia en estado de exaltación religiosa. Va a todas partes con una maleta en la que guarda recortes de periódicos que resumen su carrera literaria. Ha tenido éxito de un modo que no le satisface. Agobiado por la culpa, es incapaz de prever que en el futuro la risa podrá ser entendida como una variante de la inteligencia. Pasa por un calvario de ayunos y oraciones que liman sus facultades, y muere en 1852.
El autor de Roma nació en Ucrania en 1809. Sus primeros cuentos se ubican en esa región. Ahí, las fiestas y las ceremonias juegan un papel predominante. En medio de lo cotidiano, hay atisbos sobrenaturales. Los rasgos carnavalescos que tanto interesarán a Mijaíl Bajtín ya están presentes en esos relatos. Poco después, su novela Taras Bulba amplía la exploración de lo pintoresco y consolida la figura del cosaco en la misma medida en que Don Segundo Sombra consolida la del gaucho y Los de abajo la del revolucionario mexicano.
Pero la original imaginación de Gógol adquiere mayor soltura en escenarios que no conoce tan bien. Las almas muertas se ubica en un paisaje que sólo ha visto desde la carretera, y sus relatos de burócratas en oficinas donde trabajó durante un breve lapso pero a las que otorga sugerente fantasmagoría. El desplazamiento del realismo a la fantasía —o, mejor dicho, la inmersión de lo fantástico en lo real— define su trayectoria. Para acentuar el valor simbólico de sus fabulaciones, rechaza la exactitud. Pocos autores han repudiado en forma tan consistente los números redondos: sus personajes recorren diecinueve verstas o tienen dos minutos y medio de descanso. Este gusto por enrarecer lo real se perfecciona con incoherencias ambientales: describe un día de calor y abriga mucho a sus personajes.
Fiel a una estética de las paradojas, Las almas muertas lleva el subtítulo de Poema. Hay varias formas de entender esto. Por un lado, el autor busca dignificar un género donde el lenguaje puede alcanzar la musicalidad y la alusión metafórica de la poesía (el pasaje final es una elegía en la que toda Rusia se fuga en un carruaje). Por otra parte, al subrayar la misión poética del libro, lo aleja del realismo. No busca reflejar el pálido cielo de su patria, sino convertirlo en signo, cifra del alma y la identidad.
Gógol publica su primer poema en 1927, a los dieciocho años: Hanz Kuchelgarten, con el seudónimo de V. Alov. Aunque más tarde repudia esta pieza cargada de lirismo y retira personalmente los ejemplares de las librerías, ahí aborda temas que recuperará más tarde. “¿Debo perecer espiritualmente aquí?”, se pregunta el personaje. Kuchelgarten anticipa la inquietud de Rimbaud y siente que la vida está en otra parte. El poema narra un desplazamiento. El protagonista se busca a sí mismo en Grecia y se decepciona: “tristes son las antigüedades de Atenas”. Nadie escapa a su propia piel. Muchos años después, éste volverá a ser el asunto principal de Roma, novela breve escrita al mismo tiempo que Las almas muertas. En Hanz Kuchelgarten la solución a la errancia sin brújula consiste en aceptar una vida humilde, ascética, en “hallar sosiego en la familia modesta/ y no atender al clamor mundano”. Esta reconciliación piadosa con los milagros de la normalidad recuerda a la “Oda a la vida retirada” de fray Luis de León. El mundo es para el joven escritor un estruendo que debe ser acallado.
Con la exitosa publicación de Las veladas en una finca cerca de Dikanka y Mirgorod, que reúnen relatos de tinte costumbrista nimbados de un aire inefable, Gógol asume el desafío de producir lectores. Para él, la creación literaria pasa por la creación de un público. Esto resulta especialmente urgente en una nación atrasada y autoritaria. Después de la invasión napoleónica, el zar Alejandro I, que había tenido escarceos liberales, se asumió como el brazo de Cristo y gobernó con intolerante despotismo. Nicolás I extremó esta opresión con purgas y deportaciones a Siberia, amparadas en el explicativo lema “Ortodoxia, Autocracia, Nación”.
A principios del sigo XIX, el panorama cultural ruso era un yermo sujeto a la censura, donde el nacionalismo significaba una celebración de la superioridad eslava y una negación de la individualidad, y donde el ministro de educación nacional decidía el gusto literario. A propósito del contexto en que maduró Gógol, Sergio Pitol escribe en La casa de la tribu:
En esa atmósfera nació, se desarrolló y creó el más enigmático de los escritores rusos, a quien, según el testimonio de su abundante correspondencia y de las memorias de sus amigos, jamás le conmovió de manera especial el destino de aquella multitud aprisionada y embrutecida, a la que sólo parecía considerar como fuente inagotable de lenguaje pintoresco, capaz de crear giros a menudo sorprendentes.
Sin embargo, fue él quien produjo el testimonio más intenso y de más largo alcance contra la servidumbre.
Los primeros relatos gogolianos se concentran en seres muy distintos a los que encomia la cultura oficial (antihéroes que se dignifican por sus extravagancias). Sin embargo, estos cuentos son aceptados por el mérito antropológico (“nacionalista”), de introducir en la literatura rusa escenarios y tradiciones hasta entonces ignorados.
En ese ambiente restrictivo, el renovador de la narrativa se convence de que la libertad literaria depende de ampliar el número de los lectores. Detesta el periodismo y las labores editoriales, pero desea ser un escritor profesional. Pushkin dice por la misma época que su oficio es “una rama de honrada industria, que me da sustento e independencia doméstica”. En cartas a los críticos, Gógol sostiene que el arte puede afectar por igual a la gente ilustrada que a los legos. El lector no debe poner en juego conocimientos especializados para disfrutar de una obra, sino mostrar una disposición afectiva: abrir su alma (palabra decisiva en su vocabulario, incluida en su obra más célebre y que anuncia un concepto esencial para los autores de la siguiente generación: el “alma rusa”).
Curiosamente, en su llamado a ampliar el público, no hace referencia a uno de sus principales instrumentos, el sentido del humor. Cuando ocurre con eficacia, la ironía no parece algo buscado con esfuerzo, sino una consecuencia natural de los sucesos. Resulta difícil encontrar un texto gogoliano completamente desprovisto de humor, pero muy pocas de sus obras dependen por entero de ese recurso. Su registro dominante es la superación del realismo a través de la ensoñación, la fabulación fantástica, lo irracional y el absurdo. Esto se muestra en cuentos tan tempranos como “Iván Sponka y su tía”. En “El retrato” habla del “insondable abismo que media entre la creación y la mera copia de la naturaleza”. El auténtico artista no imita la realidad, le agrega algo.
En sus mejores piezas (Las almas muertas, El inspector general, “La nariz”), el alejamiento del realismo está determinado por el sentido del humor. Aunque minoritarias respecto a la bibliografía total, estas obras representan lo que hoy conocemos como lo “gogoliano”.
Entre sus plurales incursiones en la literatura rusa, Sergio Pitol se ocupó del autor que le reveló el tono de Domar a la divina garza. ¿Por qué Gógol cala tan hondo? La respuesta yace en una página ejemplar de La casa de la tribu:
En la tragedia clásica se produce siempre una alteración del orden universal […] Se ha violado un orden moral que afecta la armonía del universo entero. Después de una cadena de violentas convulsiones se logra corregir aquel desarreglo de la naturaleza […] Otro orden, con nuevos personajes, va a instaurarse. En Gógol, el caos se introduce, pero, en cambio, la expiación final, esa renovación de la armonía universal, nunca llega a producirse; sólo vislumbramos su parodia entre risas burlonas y muecas de escarnio.
La vida es corrosiva.
Gógol no entiende el arte como una esfera apartada de lo cotidiano y sus bajezas. Lo culto y lo popular se mezclan en su representación de la fiesta, su idea del cuerpo, los apetitos básicos de sus personajes. Una fauna variopinta se integra a la ronda del deseo, unida por la risa.
Por excelso que sea, el espíritu depende de un organismo que suda y orina. El humorista sabe que el cuerpo es grotesco. Sólo la muerte produce una liberación definitiva del alma. Mientras ocupa un sitio en el mundo material, el hombre puede decir cosas sublimes y sufrir un retortijón. En sentido inverso, las criaturas más burdas pueden darse ínfulas. En Las almas muertas, las moscas entran en escuadrones a una habitación donde abunda el azúcar, pero no lo hacen para comer sino para lucirse.
Tener cuerpo nos convierte en criaturas cómicas. La enfermedad produce una nivelación de todos los estratos: el zar y el más humilde de los mujiks estornudan con la gripe.
El humorismo es un elíxir delicado y puede intoxicar. Lo hilarante no siempre goza de prestigio. Las carcajadas que se profieren en carnaval desentonan en el aula. El humor tiene un componente crítico que no siempre se acepta. Los adaptados no hacen bromas. ¿Por qué se concibe un disparate? Las ocurrencias pueden venir de circunstancias locas,patéticas o retorcidas. Por lo tanto, el propio humorista tiene algo risible. No sólo nos reímos de su ingenio sino de él. Dostoievski advirtió con agudeza la ambigua atracción del humor gogoliano en un artículo publicado en 1861 en la revista Tiempo: “Se burló toda su vida de sí mismo y de nosotros, y todos nos reíamos también de él”. La grandeza de Gógol tiene para Dostoievski algo indescifrable y al mismo tiempo inconfundiblemente ruso. En ese mismo texto agrega: “Era un demonio tan colosal como Europa nunca ha tenido y a quien, quizá, nunca habrían permitido existir”.
La risa lo acercó a su tiempo, le permitió tener un público y al final de sus días lo llevó a su más compleja crisis de conciencia.
El presente extracto fue tomado de Roma, de Nikolái Gógol, en edición de Almadía. Agradecemos al sello el permiso de publicación.