Glaciares
Un cuento de Marina Yuszczuk
Viernes 29 de marzo de 2019
Tomado del libro ¿Alguien será feliz?, reciente publicación de Blatt & Ríos.
Por Marina Yuszczuk.
Se trata del olor a neoprén, del viaje por la ruta. De los costados del camino, tan desérticos que las ciudades aparecen de pronto enfrente tuyo como milagros. Del mar más azul, y un espectáculo menos espectacular por estar arrojado a un mundo árido, semivacío. De la luz cuando es tan plena y la tierra no tiene con qué ofrecerle resistencia, crear sombras, refugios, huecos. La Patagonia es una piedra y yo la atravesé en un auto, pero al volante iba mi padre.
¿De qué se puede hablar con un papá? La primera vez armamos algo práctico: vivíamos en Bahía Blanca, en la misma casa todavía. Yo iba a un congreso de literatura en Río Gallegos, él a trabajar a Comodoro Rivadavia y, para que yo pudiera ahorrarme diez de las veinticinco horas de ruta que me esperaban, compartimos el viaje hasta Comodoro. Dormimos en un hotel lujoso, moderno, un bloque con ventanas enormes y cuadradas. Lo primero que dijo al llegar, frente al conserje, fue “Vengo con la piba mía que tiene que ir a un congreso”. Casi apurado: tenía miedo de que el tipo pensara que éramos amantes.
Tienen que entender que mi papá se plancha las camisas, se lustra los zapatos, se moja el pelo para pasarse el peine con cuidado.
La habitación era enorme, con dos camas de una plaza y media y las sábanas más suaves que toqué. Enorme y vacía. Un ventanal que ocupaba toda la pared nos dejaba mirar hacia la costanera, desde donde me parece recordar que estatuas de soldados nos apuntaban.
Yo tenía el pelo corto y un tapado negro, pero él consideró que necesitaba una camisa para leer en el congreso y me dio plata para que fuera hasta el centro a buscarla. Nunca me había comprado una camisa, no sabía cuáles me gustaban porque en realidad no me gustaba ninguna. Recorrí un par de cuadras de una zona comercial pueblerina y me metí en Etam porque me sonaba la marca. Miré las camisas, todas iguales, celestes o blancas, con mínimas variaciones. Elegí una celeste, con mangas hasta el codo. Cuando mi padre la vio dijo que parecía una camisa de colectivero. Al otro día cuando me desperté me había dejado los borceguíes recién lustrados al pie de la cama, y estaba cepillando mi saco.
Antes habíamos atravesado la ruta en silencio, por momentos con música y charlas con respecto a esa música, o respecto a lo poco que ofrecía el paisaje, ciudades, carteles, pequeños relieves, acá y allá. El auto de mi padre es una cabina a presión en la que muchas veces estuvimos solos. Mejor dicho: creo que las únicas veces que estuvimos solos fueron en el auto. Incómodos, tratando de buscar conversación, y al mismo tiempo ayudados por el hecho de no estar el uno frente al otro, digamos en la mesa de un bar. Como esos tipos que en las películas se cuentan cosas porque están compartiendo la barra mientras toman un trago, los dos mirando la nada que tienen enfrente, protegidos en cierta forma por ese campo visual que los hace invisibles el uno para el otro.
¿De qué podés hablar con tu papá, qué tenés para decirle? Al padre se lo piensa mucho pero apenas se le dice nada. Las cosas que pensás sobre tu padre, en realidad, se las querés decir a otros. Pero alguna verdad nos confesamos mientras el auto avanzaba a toda velocidad, consumiendo despacio esa meseta interminable que es la Patagonia. Especialmente cosas sobre mi mamá, sobre creer los dos que ella estaba equivocada en algo cuando en realidad siempre habíamos creído que el otro pensaba que ella tenía razón, y por eso nos peleábamos. Quiero decir que una alianza con mi padre nunca fue posible; siempre eran ella y él, o ella y yo. No era un triángulo del todo. Durante demasiados años mi papá fue una figura construida por una mujer, que era la suya. Atravesada por todo tipo de peleas.
Esta vez me sorprendieron algunas cosas de la vida de él que no me había imaginado en esos años en que fui una nena, sola en casa con la mamá y los hermanos, esperando la llamada que les diera la tranquilidad de que estaba todo bien, de que papá volvía. Por ejemplo, que mi padre conversara con todos los empleados del hotel, de las estaciones de servicio, los bares y restoranes. Les hablaba de igual a igual, sin condescendencia, como si no se olvidara ni por un segundo que él también era un empleado a pesar de que viajaba con comodidad, cargando todos los gastos a la cuenta de la empresa. Pero eso sí: los varones eran “jefe”, “querido” o “ñato”; las mujeres, “chiquita”. Esa vez, en el restorán del Hotel Lucania, guiada por él, probé centolla. Mi papá conversó bastante con el mozo que nos atendió, mientras yo elegía una marquise de chocolate para el postre y entre los dos decidían que mejor no, que era demasiado empalagosa. Me la cambiaron por frambuesas con crema. Mi padre le explicó al mozo, como le explicaba a todo el mundo, que yo tenía que ir a un congreso de literatura para presentar un trabajo. La palabra “congreso” le generaba algo especial; no era que se hubiese reconciliado con mi carrera, que siempre le pareció un desacierto (no iba a ganar plata), pero podíamos estar lejos de casa y él podía decir la palabra “congreso” y mirar a su hija y hacer algo así como el gesto de mandarse la parte. Funcionaba perfecto, todos volvían la mirada hacia mí complacidos y asentían con aprobación cuando mi papá pronunciaba frente a ellos la palabra “congreso”.
Después me fui unos días a Río Gallegos, y a la vuelta él me esperó en Comodoro para volver a casa. A cuatrocientos kilómetros, cerca de Las Grutas, el auto se rompió, y una grúa tuvo que remolcarlo todo el trayecto hasta Bahía Blanca. Nuestro viaje se rompió también: mi papá estaba enojado, y es la clase de persona a la que no se la puede tocar con la punta de un dedo cuando está enojada porque estalla, se pone colorada, se enfurece. Me sentí mal, culpable, como si la responsabilidad de que el auto se rompiera fuese en parte mía por desviar a mi padre de sus planes, su recorrido habitual como viajante por el sur, su rutina de varón solo.
Al poco tiempo me fui de casa. Dije que era porque me estaba llevando mal con él, pero no. La razón es que ya era tiempo. A la distancia nos empezamos a llevar mejor, se volvió más demostrativo los domingos cuando iba de visita a comer un asado. Me empezaba a extrañar y se desvaneció de entre los dos la constante molestia de la presencia del otro: yo, que ocupaba toda la mesa de la cocina con mis libros y papeles, él que ocupaba toda la casa con un vozarrón del que no había escapatoria.
Con los años hice un curso de buceo, quise ir a hacer otro en Puerto Madryn y, como mi papá tenía que viajar, quedamos en ir juntos. Compartiríamos el auto y el hotel, alguna cena, y el resto del tiempo cada uno se dedicaría a sus cosas. En el auto escuchamos música, folklore, brasileño, todo lo que elegía él. Los discos que llevaba en un estuche con cierre, entre los cuales yo tenía mis preferidos, como cierta canción de Benito de Paula que dice “Adeus amor, eu vou partir”, o esa otra que estalla en un estribillo donde Jorge Rojas cuenta que por fin vuelve a su casa. O la de Inti Illimani que dice “Samba landó, qué tienes tú que no tenga yo”, y también dice que el padre a pesar de ser pobre dejó una herencia fastuosa, cosa que siempre me hacía pensar en mi abuelo. Aunque no sé si puede decirse que la herencia que dejó fuera fastuosa, sí dejó la posibilidad de que sus hijos y nietos vivieran en casas y no en conventillos de paredes de chapa, como él.
A mi izquierda mi padre manejaba seguro, incluso en las maniobras más osadas, que me hacían para el corazón o directamente pegar un grito. A la derecha el paisaje se ofrecía como una posibilidad de no mirarlo, de pensar en otras cosas. Y también como tema de conversación, tan bienvenido. Le cebé mate, le alcancé los anteojos. Le discutí cuando pasaba algún camión de alguna manera que a mí me parecía arriesgada y a él perfectamente calculada. Son incontables las veces en que viajando con mi padre al volante pensé que la muerte podía encontrarnos en cualquier momento y no atiné a hacer otra cosa más que cerrar lo ojos, agarrarme a la manija de la puerta y dejarme llevar, como si hasta a la muerte misma mi padre pudiera conducirme con firmeza.
Al mismo tiempo, nunca vi alguien tan soberbio –excepto, supongo, la mayoría de los padres de esa generación–, tan convencido de su capacidad para no cometer ningún error en la ruta. De que si alguna vez había un incidente con otro auto era porque el conductor de ese otro auto era un pelotudo, o un hijo de puta, y mi padre puntualmente se lo hacía saber gritando a través de la ventanilla baja, o con gestos exagerados del brazo para que desde afuera resultaran muy visibles.
En más de treinta y cinco años de andar solo por la ruta como viajante de comercio nunca tuvo un accidente, excepto la vez en que, por esquivar a un auto que venía de frente por el mismo carril, se fue a la banquina y chocó contra un poste el Chevy naranja que manejaba por entonces. No se hizo nada.
Igual nunca me abandonó la sensación difusa de que algo podía pasarle cada vez que se iba, y cuando llamaba a mi mamá desde cualquier ciudad para decirle que estaba bien, algo que estaba tironeado se acomodaba, volvía a su lugar. Es raro porque no había ningún aspecto práctico en que la presencia de mi padre modificara sustancialmente mi vida cotidiana. Al contrario, por lo general estábamos más tranquilos cuando él no estaba en casa. Pero a la vez, la sensación de desamparo cuando no estaba era palpable para mí, como si nuestra casa se hubiera quedado sin techo, lista para levantar vuelo y fusionarse con el negro de la noche.
De todos los amores imposibles no hay amor más imposible que un padre, pero muy literalmente. Al padre no se lo puede amar. No de alguna forma que no sea un desgarro por lo menos, porque los padres no están disponibles para nada. Muchas veces cuando mi mamá nos quería explicar la dureza de mi papá, su falta de disponibilidad para el afecto, nos recordaba la infancia que había pasado como hijo de inmigrantes que trabajaban en una fábrica, personas secas, prácticas, poco comunicativas, que incluso en una época, cuando el hijo tenía unos nueve años, lo dejaban solo todas las mañanas para irse al trabajo. Él se despertaba con la casa en silencio, se distraía con alguna cosa y después se preparaba el almuerzo antes de ir al colegio. Una cosa entretenida que se le ocurrió fue acompañar al sodero a hacer la ronda en su carro. “De paso me ganaba unos mangos”, dice, hasta que un sifón de vidrio que estalló le lastimó la pierna, lo tuvieron que llevar al hospital, y cuando mi abuela se enteró le prohibió volver a salir de ronda con el sodero.
Era tímido cuando era joven, dice él. Tenía la cara redonda y los ojos muy verdes, lo llamaban “el ruso”. Le tocaron dos años completos de colimba en Puerto Belgrano, lo pasó bastante mal, pero hizo amigos. A mi mamá la conoció en una oficina donde trabajaban juntos. Estaban contentísimos cuando se casaron, nunca vi novios tan radiantes como ellos en las fotos, sin conciencia todavía de tener por delante más de cuarenta años de dificultad. Mi abuelo Fiodor se murió poco tiempo después, cuando mi hermano mayor era bebé. Yo no pude jamás, aunque hubiera querido, consolar a mi padre por la muerte de su padre.
No sé por qué: se ve que en algún lado esa potencia de él se tensa con una fragilidad enorme, o con mi percepción de que todas sus heridas están vivas como no lo están las de mi madre, que también fue perdiendo a los suyos, uno por uno. Pero ella puede hablar y mirar una foto, contar una historia. Mi padre solo puede encerrarse a escuchar música en ruso, como única forma de duelo o de homenaje o comunión que conoce, en esa lengua que fue la de su padre. A veces sale con los ojos vidriosos y un vaso de vino en la mano, como si a pesar de no quererlo no pudiera dejar de pagar tributo a la tradición rusa y melancólica de la familia, para la cual la tristeza y el alcohol eran lo mismo. O quizás no es solamente eso: yo acecho la debilidad de mi papá, la recojo como un elemento precioso cuando aparece, la persigo. Debo haber pasado la vida pensando que por esa fisura, por fin, podría meterme, pero no estoy segura de que sea tan así. Mi padre no se deja consolar, es como es. Está.
En ese viaje a Madryn me compró un traje de buceo. Antes me preguntó mil veces, “¿Estás segura de que lo vas a usar?”. Y claro que yo estaba segura, como había estado segura a los quince de que iba a usar para toda la vida ese piano con el que pensaba practicar hasta hacerme concertista, y que vendí después de diez años.
Estrené mi traje durante una mañana helada. El mar estaba planchado y la playa vacía, como casi todos los lugares a los que fuimos. Era invierno. Con el instructor rubio que parecía un surfer varado en la Patagonia, canchero para nadie, hicimos un buceo profundo para rodear al Miralles, un buque hundido a veinticinco metros de profundidad. Vi ese naufragio a través de un agua blanquecina, que era el mar pero como si le hubieran echado un chorro de leche. Volví tiritando en la lancha, con los pies paralizados por el frío. Cuando pisé la playa mi papá me estaba esperando y me miró, en toda mi plenitud de mujer aventurera con el pelo salado y al viento, con el traje nuevo que él había pagado, como si me admirara por una proeza que, en realidad, poco tenía que ver conmigo.
Con los años me fui a vivir a otra ciudad y se terminaron los viajes juntos. Durante el último verano que viví en Bahía Blanca mi papá escuchó en loop “Nena, qué va a ser de ti lejos de casa”, la cantaba a los gritos y nunca me preguntó qué iba a ser de mí. Después tuve un bebé y también se terminaron los momentos de estar a solas en el auto. Aunque hubo raras ocasiones de poder hablar, tan espaciadas entre sí como el paso de algunos cometas por la Tierra. Un día fuimos al cementerio a visitar la tumba de mi abuela, hicimos juntos ese recorrido y el ritual de pararnos frente a la tumba, que en realidad es abrir un tiempo para hablar de la muerte, de la persona que murió, separarlo de la corriente de los días. Mientras volvíamos a la casa de él en auto, yo sentada atrás con mi bebé que tomaba la teta, hablamos de religión y a mi papá le sorprendió una cosa que le confesé. Otra vez, relacionada con mi mamá, y con que yo no la consideraba culpable de una cosa de la que ella sí se creía culpable y mi papá, porque aceptaba la versión de ella, también.
Y después, ya no quedó más tiempo.
Ellos me invitaron a ir de vacaciones a El Calafate con mi hijo, que acababa de cumplir cuatro años, un par de meses antes de saber todos que mi mamá estaba enferma. Llegamos al aeropuerto una tarde soleada y los abuelos nos fueron a buscar con una sonrisa enorme. En ese viaje me tocó ser hija otra vez, una circunstancia extrañísima después de cuatro años de ser madre. Nos alojamos en una cabaña de juguete, una casa de troncos en miniatura con un ventanal enorme que daba al lago. Y pasamos la mayor parte del tiempo juntos, mirando la playa y los arbustos arrasados por el viento detrás de los vidrios. El primer día bajé a la playa con mi hijo, jugamos en las piedras y entendí por qué todo el mundo estaba adentro, en ese pueblo donde salir de paseo era volver con la cara resentida como si te la hubieran golpeado.
En la cabaña tomamos vino, cociné para todos, mi hijo jugó a que vivía en una casita de madera. Hicimos todo lo que hacen los turistas. Durante varios días miramos todo detrás de esa pantalla en movimiento que eran las ventanillas de un auto manejado por mi papá, como cuando era chica. Y lo que vi fue que todo estaba roto.
Desde mi lugar en el asiento de atrás me llamó la atención la parte más baja del bosque, que estaba a la altura de mis ojos. No los árboles fuertes, erguidos, que marcan con la punta de sus copas el límite hacia arriba, sino la capa a medio deshacer de troncos derribados, árboles partidos, pedazos que fueron otra cosa, grises, resecos, en proceso de ser devorados por la tierra con una lentitud que es difícil confundir con la muerte.
Frente al Perito Moreno nos dijeron que el glaciar también está en movimiento. Que se rompe a medida que avanza, con fracturas que en alguna parte, quizás para nadie, deben crujir, producir algún sonido.
Era noviembre y hacía unos meses que mi madre tenía dificultades para hablar, una parálisis leve de la lengua de la que ningún médico ni estudio había podido encontrar una causa. También le costaba caminar, y mi papá le ofrecía el brazo para que pudiera subir y bajar los escalones de las pasarelas en el Parque Nacional Los Glaciares. En un momento ella se adelantó y nos quedamos solos, él y yo. “Tu mamá no está bien”, dijo mi papá, como si yo no tuviera ojos y oídos para notarlo. El diálogo entre nosotros empezó y terminó ahí. Como la mayoría de nuestras conversaciones, consistió en un mensaje que alguno se atrevía a pasarle al otro casi de contrabando, mientras estábamos haciendo otra cosa.
Un par de días después, en las mismas pasarelas, se armó una situación parecida. Mientras mi madre y mi hijo estaban entretenidos de cara al Perito Moreno, esperando algún desprendimiento del hielo, lo agarré del brazo y le dije: “No me parece que esto tenga vuelta atrás”. Como toda respuesta hizo que sí con la cabeza, y ya no nos dijimos nada.
Será por cosas como esas que a pesar de que estábamos en primavera y los arbustos de notros estaban florecidos, lo que me miró desde el bosque y el hielo fue otra cosa. Ese perfil de electrocardiograma del glaciar hecho de puntas de hielo, gigante, desplegado en la naturaleza, al que nos acercamos en un barco. Y los tonos de azul que no eran más que la sombra del hielo sobre sí mismo, lo contrario de un reflejo, fugándose a medida que el barco se desplazaba por el lago.
En los meses siguientes ese viaje me quedó como un recuerdo alucinado, demasiado blanco. También como la sensación de haberme transportado, en una máquina que rugía, hasta un territorio que no tenía ninguna conexión visible con Bahía Blanca, donde vivían ellos, ni con Buenos Aires, donde está mi casa. No sé dónde estuvimos, pero fue la última vez de algo. Incluso cuando todo fue nuevo, cuando un pedazo de hielo, grande como un edificio, se desprendió del glaciar frente a mis ojos y se hundió mansamente en el lago, entonces yo di un salto y grité en la cubierta del barco, entre un montón de desconocidos, “¡No lo puedo creer!”. Como una nena.