Fernando Callero: verdad, belleza y felicidad
Un extracto de (C6 C7)
Lunes 21 de setiembre de 2020
"A contramano del mundo": Martín Maigua, editor en Nudista del poeta entrerriano que acaba de partir, lo despide seleccionando un fragmento de (C6 C7). Callero fue también autor de libros como Al rayo del sol, Soledad Col, Diarios de viaje Bolivia-Perú-Ecuador y Una destrucción muy fina. Habia nacido en Concordia en 1971.
Por Fernando Callero.
PRIMERA PARTE
Hola. Dicen que uno muere varias veces en la vida, por empezar cuando nace, aunque esa fábula del supuesto abandono de una vida anterior, pasada por el limbo amniótico, nunca me sedujo demasiado. Me resulta floja para sostener una narración. Una narración es una forma de verdad, o por lo menos de búsqueda, y yo sigo confiando en las formas del relato para apuntar soluciones que sirvan a otros a simplificar el camino hacia la felicidad. Verdad, belleza y felicidad. A contramano del mundo.
Yo no nací de nuevo. Yo nunca vi la luz y volví. Tuve un accidente yendo por una calle oscura donde una constructora instaló una pileta de desagüe sin señalizar. Yo iba a verte con mi bici y de pronto el ground del mundo terminó; di de cara contra el borde opuesto y, agarrado con los brazos de ese montículo de tierra, extrañé mis piernas. Giré la cabeza y las vi, estaban donde siempre, solo que lejísimo. Ahora estoy entrenando para que vuelvan a conectar con mi patrón nervioso. Las extraño. Puse fotocopias con su foto en la balanza de todos los almacenes.
4. Pendejo
Un pendejo castaño al pie de una máquina de electro. Una forma de luz que entra por los ventanales del gimnasio le da brillo. Rolo al ras del piso sobre una pista de colchonetas. Las piernas espásticas traban el giro, el tronco se las arregla con una dinámica de brazos que aprendí hace unos años en unas clases de danza. Supero una rampita que improvisó la kinesióloga. En la terapia las trampas son el principio de todo. Hay que darse maña para reeducar y devolverle al cuerpo los patrones estándar. Salud equivale a norma. El final del proceso es parecerse lo mejor posible al ser humano, es decir a los otros.
El pendejo desapareció, o quizás ya no le presto atención. El pendejo real. Pero continúa en mi mente en forma de tres preguntas completamente inútiles. ¿De quién será? ¿Qué lo distingue de un cabello? ¿Por qué está ahí? Cada pregunta tiene su respuesta igualmente insignificante. La primera: sin lugar a dudas de uno de los veinte y pico de pacientes que estamos entrenando en el turno mañana (ningún pelo escaparía a la exhaustiva limpieza diaria del personal). La segunda: su zigzag lo hacen inconfundible. Tercera: esta es una pista de rolar y es natural que alguno se escape de entre la ropa interior por efecto de los tirones del elástico de los buzos.
El pensamiento inútil es una forma de meditación, a la que contribuye la enorme comba vidriada que da al paisaje. Una frontera de pinos y álamos soplados por la brisa caliente de febrero. Los vuelos rasantes de los teros en estado salvaje y las lechuzas que se reproducen en nidos enterrados en las lomadas de pasto. El cielo marmolado en su punto incandescente en contraste con las máquinas físicas y electrónicas con que nos disciplinamos. Las variables son: ACV, fractura de vértebras, contusión y lesión medular, amputaciones y otras enfermedades cerebrales complejas. El hardware del cuerpo colapsado que hay que rectificar con pronósticos de recuperación inciertos.
Espasmos, Espasticidad, Cuadri, Hemi y Paraplejia. Cuadriparesia. Escaras. Mutilaciones.
El arsenal de drogas para los tratamientos. Clexsane, Heparina, Corticoide, Diazepam, Clonazepam...
Las máquinas: bicicletas fijas, colchonetas, camillas, sillas de rueda, barras, camas de bipedestación, electro-estimuladores, pelotas, pileta, flotadores, escaleras. Todo un complejo equipo de simulación para forzar desde afuera la arquitectura y dinámica original de los cuerpos. Y por supuesto, el corazón del asunto: el equipo de kinesiólogos, terapistas, médicos, camilleros, enfermeras, psicoterapeutas, fonoaudiólogas, terapistas ocupacionales, cuidadores nocturnos; cada uno con su función, pero esencialmente su contacto cercano. Sin humanidad todo lo otro resultaría una maquinaria sádica para una persona que transita un estado agudo de necesidad.
Segunda parte
El oro es un mineral de origen extraterrestre. Como todos los metales pesados que se encuentran en la tierra, el oro procede de la colisión de estrellas de neutrones que caen en forma de lluvia de meteoritos y pasa a integrar la materia terrestre.
La materia inerte se combina en procesos fortuitos, discontinuos, que en ocasiones despuntan algún grado de sensibilidad o conciencia. La electricidad, fenómeno del cielo y de la estática, modela seres con diversa estructura y formas de autonomía. Pero ningún sistema puede darse aislado de otros órdenes.
El Sistema Nervioso Central de los humanos es, dicen, la más compleja de estas formas, un paradigma de evolución, y quizás por eso mismo un artefacto tan delicado. Un golpe certero puede desarmar la máquina perfecta, reducirla a partes desintegradas de inteligencia.
En el mundo algunas inteligencias son ignoradas, otras seleccionadas y estimuladas de acuerdo con su rendimiento para el desarrollo de la especie. Una suerte de higiene, una economía, para sostener las culturas en términos discretos, estables, comunes, aunque la mutación y el caos que se filtran en su lógica continúan sirviendo nuevos e inesperados cubiletazos. La destrucción es inevitable. Y al oro que tanto codiciamos, quizás por la atracción del que llevamos secretamente en el cuerpo en pequeñas dosis, lo vamos a heredar para el futuro una vez que volvamos a la tierra.
24. Chau
Me desperté de frío a las cinco y media, me tapé y seguí hasta las siete y cuarto. Voy a llegar tarde a pileta, pero no me importa, quiero ver la lluvia y fumar antes de entrar, se viene el frío y tengo que aprovechar a pleno las escapadas al parque. Para el invierno tengo pensado pedir uno de los consultorios vacíos que están en el fondo. Tienen una ventana que da al patio interno y se puede fumar tranquilo. Bueno, resultó que no hay pileta. “Alguien se pasó” (cagó) ayer a la tarde y hubo que cambiar el agua, así que voy a tomar un par de mates más y volver a la cama. El playón de salidas de ambulancias está aceitoso y sucio de puchos. Mi cabeza está un poco así, con resabios de un sueño que no se deja pescar. Hoy tengo que acomodar la pieza, tengo todos los bolsos de viaje en la cama, de El Capitán, que vuelve esta noche, El Capitán es un tipo muy pulcro, no hace nada dentro de la habitación más que dormir. Mi lado de la cómoda es una explosión de yerba, libros y el constante papagayo en la mesa de luz. Muchas veces despierto y veo en el piso al pie de la silla, huellas de tierra, agujas de pino secas, como si sonámbulo hubiese salido a campear el bosque. Este cuaderno se va a terminar, y cuando se termine va a terminar la historia. Quedan todavía algunas páginas para llenar y no se me ocurre con qué. Ya dije todo. La rutina detiene el tiempo y conduce a la insignificancia. Un estado de hartazgo y purificación. Me faltan un par de anécdotas graciosas, como la del nuevo gaucho entrerriano a cuya mesa me acerqué anoche a cenar de puro curioso. Un hombre lleno de pelos negros en los brazos, lentes cuadrados y un bigote típico de los de tierra adentro. Desde que llegó se lo escucha cotorrear, otro parlante vivo circulando en una silla. El hombre se puso a contarnos que yendo borracho en bicicleta por el descampado trabó la rueda en una alcantarilla y dio con la cabeza en el suelo. Todos callamos pensando que por eso había caído en desgracia, pero enseguida dice que retomó la bicicleta para contarnos de otro episodio. A cuarenta quilómetros de Villa Guay lo topó un Ford Falcon de frente y terminó arriba del parabrisas
–¿Y entonces? –le dije–, ¿te rompiste la médula?
–¡No!, eso fue otra vez que estábamos cosechando. El que manejaba el guasuncho desde arriba lo paró sin avisar. Estaba a tope de granos y se había trabado. Cuando yo vi que el guasuncho se empezó a caer, lo agarré de abajo y no lo solté. El armatoste cayó y yo salté por el aire y di de cabeza, como a diez metros. Cuando me recordé no sentía las piernas, y enseguida le dije a los otros:
–No me toquen que me partí el espinazo.
Sofi sigue siendo amiga. Tuvo visitas de un ex paciente que vino a control y pasó tres días haciendo de novio. Los dos fumando en sus sillas hasta tarde. Después el muchacho partió.
A María Emilia le sacaron la traqueo y siguió pidiendo todo el tiempo, por favor la espalda, la mano, ¡Héctor! ¡Héctor, no puedo más! Me duele la nuca. Braian, por favor. Titi, llamá por teléfono.
El Capitán desapareció de improviso.
Berga fue dado de alta con una locura galopante.
Néstor se vuelve el viernes finalmente a su casa. Se lo ve muy triste.
Fernando se alejó una vez que volvió la madre a ocupar la cabaña y empezó a hacer frío y a oscurecer temprano.
Carmen viene cada día a las siete, a las doce, y a las diecinueve para darle de comer a Norbi, su eterno bebé. El chaqueño es mi compañero de mates en terapia ocupacional.
El Pibe sigue echado en la camilla. Sus progresos son muy lentos. Vende porro a los gritos por wasap, en sociedad con su primo, que roba y vende en Santa Fe para venir con porro y plata.
Sandoval se extingue con el centro.
A Coca le cortaron el pelo y le hicieron un naranja espantoso. Hoy me senté a su mesa, estaba con la vieja asesina que le decía:
–¿Dónde dejó la muñeca, usted? ¿Acostada?
Coca no le respondía, simulaba limpiarse la boca con una servilleta para ladear la cabeza y hacerle ojitos a Otto, el camarero jovencito de la mañana
–Usted, yo, ¿y quién más vamos a dormir la siesta?
Silencio.
–¿Quién estaba hoy a la mañana durmiendo con nosotras?, ¿Quién, a ver?
Nada.
Yo sigo saliendo al parque tres o cuatro veces al día. A primera hora de la mañana, antes de la siesta, al finalizar la jornada en el gimnasio. Si me queda algo por quemar, hago una última incursión después de la cena y me voy a dormir.
Hace unos días me quedé sin tabaco, estoy fumando unos Marlboro horribles que desarmo y vuelvo a armar como cigarros. Así me gustan.
25. Otoño
(a.m.) Lo más complicado de salir al frío de la primera hora es que no puedo rolar bien mis cigarros. La escritura y el dibujo también me cuestan mucho, los dedos se encogen como ganchos y las palabras tardan en salir a la escena de la página.
El parque se va revelando, por suerte están todas las señales de que va a hacer un día luminoso. Ya voy a encontrar momentos para escaparme a mirar.
Ahora me acuerdo que anoche tuve un instante de plenitud intensa: logré eyacular. Esto quizás a algunos les pueda resultar un detalle indecoroso, porque yo fui sano y se cómo los sanos reaccionan ante los tabúes del cuerpo. Pero un orgasmo, completado con eyaculación, es un bombazo de estímulos para todo el sistema nervioso. Incluso las piernas se despegan como liberadas repentinamente del rigor perverso de la espasticidad.
(p.m.) Cuando ya me había acostado la siesta, escucho que en el pasillo alguien pregunta por mí. No reconozco la voz, pero enseguida grito: ¡acá estoy! Abren la puerta y es un viejo y un joven que a quienes tardo en reconocer por lo imprevisto. Es el viejo pendenciero Ricardo Ballera, caminando sin bastón, y detrás su nieto, un muchacho que nos prometió un lechón que nunca cocinó.
El viejo está viejo, yo me había quedado con el ardor de su mirada. Esta vez estaba emocionado, se acercó a la cama y nos dimos un beso estrechados en un fuerte abrazo.
–¿Viniste a control?
–Sí.
–¿Te fuiste a San Luis, o todavía estas en San Lorenzo?
–No, todavía no me fui. Mi mujer allá sigue internada con complicaciones, tiene osteoporosis.
Silencio en el que no podemos dejar de mirarnos a los ojos.
–¿Y vos como estas?
–Mucho mejor. Me manejo solo
–Recuperaste la voz también
–Sí
Nos agarramos de las manos y continuamos la charla. Él se rehabilitó siendo anciano, de varios ACV. Con mucha menos ventajas que yo, o a lo mejor, por eso mismo. No está tan elegante como cuando las enfermeras lo ponían pituco. Es que en las casas la vida te pasa por encima, no podes parar. Todos al trabajo. La comida a cualquier hora, cualquier milanesa de despensa, etc.
Los que queremos salir sabemos de eso y estamos secretamente ansiosos por volver a la destrucción. Se fue Ballera, dormí dos horas y volví al gimnasio. A las seis corté porque no me quería perder la caída del sol. Tendrían que correr los horarios.
Señora presidenta: cambie la hora en los centros de rehabilitación.
Ahora, entre que fui al baño, preparé el mate y busqué abrigo para salir, el sol se cae. Pero me queda la emoción tibia como una caricia de la visita de don Ricardo.
Estuve en casa todo el fin de semana largo, a solas con mi hijo que se ocupó de todo.
Mi madre pasó el viernes a preparar una salsa, charlamos un rato y se fue. Mi hermano está de viaje, por eso tuve que recurrir a los traslados en ambulancia que ofrece IAPOS, que están muy mal organizados. De los cinco días, dos me emborraché con mis amigos del barrio y los otros hice reposo, cosas que no son buenas para el cuerpo, pero las necesitaba.
Cada vez se me hace más necesario armar un gimnasio mínimo en casa para poder moverme un poco fuera de la silla y de la cama. Con una camilla o colchoneta, más una pelota, estaría hecho. Pero por ahora hay que pagar el colchón.
El fin de semana pasado también me dieron salida, y vino a visitarme mi ex mujer, la madre de mi hijo. No nos veíamos desde hacía tres meses, cuando fue a visitarme al sanatorio. Esta vez llegó, hicimos unos mates y enseguida nos tiramos al piso a hacer yoga. Mi hijo se puso molesto y se encerró en la habitación a ver tele. Al rato volvió y nos tomó dos fotos con el teléfono. En una estoy con los ojos cerrados, sentado en el piso con los brazos en cruz y la madre detrás marcando el movimiento. En la otra, ella me sostiene los brazos extendidos hacia arriba y yo tengo los ojos abiertos. Parece una secuencia de animación de un muñeco.
Toda la visita fue en el piso. En un momento estábamos los tres charlando a los gritos, como en otra época. Pero esta era distinta, mejor. Entonces pensé que las personas pasamos todo el tiempo por procesos de cura, rehabilitándonos del pasado.
Pero ahora amanece, otro día en otro lugar y yo tengo que desayunar y entrar a la pileta. La ausencia de Néstor se hace notar. Ya no hay silbidos en los pasillos. Pero otros personajes han cobrado protagonismo, como por ejemplo Guille, que volvió de una estupidez babeante a una lucidez mediana que lo integró al grupo de los no críticos. Pasó de pantalla. Ascendió de clase. Ahora deslumbra con sus chistes y se escapa a fumar con nosotros. Nosotros somos Sofi, yo, y a veces, Fernando. Pide secas. Le damos. Tiene muchas ganas de fumar, como pasa con los que empiezan a despertar y descubrir el tiempo.
Guille tiene un repertorio de chistes que alguien le enseñó. Con ellos conquistó primero al turno del gimnasio. Buena jugada. Todos comenzaron a pedírselos.
–A vos te dicen abuelo asusutado.
–¿Por qué, Guille?
–Porque te encerrás en una pieza con dos trabas.
Ése es, lejos, el más aplaudido.
El Capitán y Carlos le enseñan a chupar concha. Guille saca la lengua y practica.
–¡Tenés que practicar pelar una uva con la lengua!
Ahora que aprendió a manejarse, ya no es objeto de burlas, o por lo menos no tanto. Yo le prometí bajarle chistes nuevos de Internet. Todavía no lo hice.
En el verano me lo cruzaba en el parque a la hora de las visitas. Yo estaba solo bajo el árbol y él llegaba con su madre y su padrastro, hacían pic nic a unos metros, contra el asador, desde donde podía escuchar pedazos de sus conversaciones. La entonación de Guille era siempre resignada y quejosa. Su madre le hablaba en susurros mientras que su padrastro trataba de levantar los ánimos poniendo cumbia fuerte en el teléfono.
Resignación. Re-signación. No suena tan mal. Pienso en cómo será la mía. Hasta ahora mi signo fue el jocker, una figura que resiste con el humor y se cuela en distintos juegos. Cuando bajo la guardia y me enojo, pierdo; todo se desmorona a mi alrededor, se me vuelve en contra. Tengo que elegir con mucha cautela mi nuevo signo. Los reyes quedan descartados, no sé sostener el poder. La espada me la clavaría a mí mismo. El oro me arrastraría hacia el fondo, y yo solo sé nadar en la superficie. El basto me transformaría en un primate violento; la ruina, dadas mis limitaciones físicas. La sota, se me ocurre, me queda bien. La sota no es un palo, solo un valor. De hecho un 10 perfecto, pero que no paga. Hacerme el sota. Esa es la que va.