Fabio Morábito relee Viaje al centro de la tierra
Volver a los clásicos
Jueves 28 de febrero de 2019
"La grandeza de Verne, en éste más que en sus otros libros, estriba en no amilanarse ante su propia imaginación": Fabio Morábito inaugura una nueva sección en la que invitamos a escritoras y escritores que admiramos a volver a los clásicos que más amaron. Aquí, la proeza de Julio Verne -publicada por primera vez en 1864- en manos del autor de libros como La vida ordenada, El idioma materno o La lenta furia.
Por Fabio Morábito.
No recuerdo quién dijo que hay dos clases de niños, los que juegan con sus juguetes y los que los desarman para ver qué hay adentro. Cabría tal vez una tercera categoría intermedia: la de aquellos que, sin atreverse a desarmarlos por miedo a no poder recomponerlos, buscan alguna fisura o intersticio por donde echar un vistazo al interior y, como no pueden ver gran cosa, suplen esa ceguera con su fantasía. Temerosos de toda descompostura, acercan el ojo a alguna rendija e imaginan la presencia, en el juguete más simple, de cavidades misteriosas, de meandros y bóvedas calladas. A primera vista, Lidembrock, el héroe de Viaje al centro de la tierra, pertenece a la clase de niños que desmontan los juguetes para traer a luz sus mecanismos, pues no duda, en compañía de los fieles Axel y Hans, en colarse por la boca del Sneffels, un volcán de Islandia, cuando descubre que su cráter es el camino de acceso al mundo subterráneo del planeta. Muchos indicios, sin embargo, nos indican que a pesar de ser un científico de cuerpo entero, el profesor de Hamburgo es antes que nada un soñador, alguien que bajó al centro de la Tierra para echar un vistazo, sólo un vistazo, para después, entre despavorido y pasmado, regresar a toda prisa a la superficie.
¿Qué hay adentro del planeta? Esta pregunta sólo se pudo formular cuando el hombre se convenció definitivamente de que la tierra es redonda. Si es redonda como una pelota, y no plana, surge natural el preguntarse qué hay adentro de esa pelota: ¿agua?, ¿fuego?, ¿gases?, ¿seres misteriosos?
Todo esto y algo más contienen las entrañas de la Tierra que visita Lidenbrock, como podrá comprobar el lector que se interne en esas páginas. La grandeza de Verne, en éste más que en sus otros libros, estriba en no amilanarse ante su propia imaginación; si alguna historia le reservó sorpresas mientras la escribía, mostrándole paso a paso toda la riqueza que encerraba, debió de ser ésta, y no es difícil figurárselo, conforme avanzaba en la redacción de la novela, rogando para no echar a perder con un exceso de escrúpulos la emocionante inmersión terrestre que había emprendido en compañía de sus personajes. Nunca como en este libro adivinamos que escribir, para él, era avanzar a tientas con un pie en lo que es y otro en lo que podría ser, siempre en difícil equilibrio entre ambas exigencias; nunca como en éste, su concepción novelística, en la que rigor científico y fantasía hallan una zona profunda de contacto, tienen en la propia historia una suerte de traslación plástica, pues mientras se internan en la médula del planeta, Lidenbrock, Axel y Hans pasan sin cesar de la normalidad a lo extraordinario. Sirva como ejemplo de este difícil camino intermedio aquel que es sin duda el golpe de genio de la trama: el océano interior con que se topan de golpe. Es algo posible, pero también asombroso. La colosal materia impenetrable que parecía representar la única realidad de las entrañas del globo terráqueo, pierde su naturaleza obtusa y repetitiva, se abre y deja paso a un océano cabal, con olas, corrientes, mareas, nubes, tormentas, lejanías y playas, un auténtico respiro dentro de la severa ley de la roca que ha regido hasta ese momento el penoso descenso de los tres exploradores. No es una simple ocurrencia escenográfica, si bien su escenografía es portentosa; es el centro de gravedad del libro, su basamento poético y, me atrevería a decir, la quintaesencia de la concepción ética de Verne, que busca en cada una de sus historias un océano interior, un tesoro sorpresivo de aire y libertad que ensanche nuestra percepción de las cosas. Ya no importa tanto si nuestros héroes podrán o no alcanzar el centro de la Tierra, que era su objetivo principal al emprender el viaje, pues en las playas de ese océano han llegado al núcleo más profundo, a la hondura más heroica, a la mayor inmersión que cabía esperar de ellos poniendo simbólicamente de cabeza el mismo planeta, al descubrir en su duro interior un alma, una altísima bóveda de fantasía. Pero Verne no escribe fábulas infantiles; sus mejores libros exploran nuestras ensoñaciones más persistentes, que provienen, por supuesto, de la infancia; por eso, su respeto a las leyes de la materia lo obliga a resolver sus tramas, aun las más audaces, con una dosis de estricto realismo, planteándose problemas que las fábulas no se plantean. En este caso, una vez alcanzada la mayor hondura posible, queda el dilema para nuestros viajeros de cómo regresar a la superficie o, para decirlo de otro modo, de cómo despertar después de un sueño tan radical y profundo.
Este texto fue originalmente publicado como prólogo a la edición de Viaje al centro de la tierra en la colección Carlos Fuentes de la Universidad Veracruzana en Xalapa, 2004.