Escribo esta carta que no sé a dónde te voy a mandar
Por Nona Fernández Silanes
Jueves 11 de agosto de 2022
"Hace rato que intento comerme un plato de garbanzos que preparé. Ha sido difícil porque el teléfono suena y suena y, como no tengo nada mejor que hacer, contesto todas las llamadas". Leé el arranque de Avenida 10 de Julio (Eterna Cadencia Editora).
Por Nona Fernández Silanes.
I
Ordenando cosas viejas encontré este recorte de diario. Es del invierno del ochenta y cinco, un poco antes de que cumpliéramos quince años. Las letras del reportaje están casi borradas, pero la foto se ve bien todavía. Estamos en el techo del liceo, ¿te acuerdas? Mirando a la calle con esa tremenda bandera chilena, viendo cómo la gente se amontonaba en el frontis mientras mostrábamos el lienzo que tú y yo pintamos la noche anterior en el patio de mi casa. Mira la cara que tenemos. Estábamos felices. Ni siquiera se nota el frío que hacía esa mañana. Nunca se nos pasó por la cabeza que alguien nos tomara una foto. Pensábamos que algún periodista iba a llegar si todo salía bien, esa era la idea, pero la verdad es que nos pilló por sorpresa el ruido de las cámaras cuando nos fotografiaron desde la calle. Días después, cuando los pacos nos soltaron, mi papá me fue a buscar y me pasó este recorte. Yo lo guardé y con el tiempo se destiñó, por poco se deshizo. Pero aquí está todavía, resistiendo. Seguro que si no lo hubiera encontrado lo olvido todo. ¿Lo olvidaste tú?
El del pañuelo rojo en la cara soy yo, estoy casi seguro. La del pasamontañas es la Chica Leo. El que sale de lado, con la boina y el linchaco en la mano, es el Negro. Los que sostienen la bandera son los hermanos Ubilla y la que mira a la cámara con la lengua afuera eres tú. Greta. Tienes puesto mi abrigo y llevas esa bufanda larga con la que jugaba a amarrarte.
Mírate el pelo. Qué largo lo tenías. Mírate los ojos. Sí sé que apenas se ven, pero de recordarlos grises, grandes, con esa línea negra dibujada en el párpado, puedo imaginarlos otra vez en la foto.
Te echo de menos, Greta. A ti y a los demás. Seguro que si me encontrara en la calle con alguno de ustedes no me reconocerían. A veces ni yo mismo me reconozco. No sé qué tengo que ver con ese niño de cara cubierta que me mira desde el recorte. Obsérvale los ojos. Es el único que está viendo a la cámara.
¿Qué estaría pensando en ese momento? ¿Acaso sabría que veinte años más tarde tú y yo lo estaríamos espiando en este pedazo de papel? A ratos creo que quiere decirme algo. No sé qué. Demasiado tiempo y tinta desteñida nos separan. Pendejo de mierda. Seguro que por su culpa te escribo esta carta que no sé a dónde te voy a mandar.
II
Hace rato que intento comerme un plato de garbanzos que preparé. Ha sido difícil porque el teléfono suena y suena y, como no tengo nada mejor que hacer, contesto todas las llamadas. Primero fue el tipo del crédito bancario. Manuel Urrutia, ese dijo que era su nombre. Me hizo la última oferta del banco con tasas de interés imperdibles, esa palabra ocupó. Si yo tomo el crédito ahora, un crédito de consumo de un millón de pesos, o algo así, puedo empezar a pagarlo en seis meses más, con una tasa de solo un cero punto nueve por ciento de interés. La otra mujer, Gloria Díaz, llamó a continuación y me estuvo conversando sobre una estadía en Buenos Aires, en pleno barrio Recoleta, con todos los gastos pagados, que supuestamente me gané respondiendo una encuesta callejera hace unas semanas. El detalle de los pasajes es lo único que tendría que cubrir y que ella misma y su agencia podrían venderme a precio módico. Andrés Leiva me ofreció un servicio de banda ancha en una promoción increíble en la que por los tres primeros meses se paga solo uno. Y ahora Carmen Elgueta me cuenta de un seguro de vida fantástico y muy rentable que no solo me cubre a mí en caso de tragedia, sino que también a toda mi familia, siempre y cuando mi núcleo familiar no sobrepase las cuatro personas.
–No tengo familia, Carmen. Mi mujer me dejó.
Carmen guarda silencio.
–Bueno… Si es así, usted podría asegurar a las personas que quisiera. Tal vez a un amigo.
–No tengo amigos.
Carmen vuelve a silenciarse un momento.
–Podríamos considerar su situación y hacer una tarifa especial para usted solo.
–No tengo plata, Carmen. Dejé mi trabajo.
–Entonces, entiendo que no le interesa el servicio.
–No.
–Muy bien, gracias por su tiempo.
–Me sobra, no se preocupe.
Carmen cuelga. Parece que un hombre abandonado y sin trabajo ahuyenta a la gente. A mis amigos, a mis colegas, a las vendedoras de seguros. Yo me voy a mis garbanzos y los recaliento en el microondas. He tratado que queden blandos, pero no es fácil. Los garbanzos tienen un tiempo de cocción definido. ¿Media hora? ¿Cuarenta minutos? La verdad es que no lo manejo, por eso esta vez me quedé al lado de la olla probándolos hasta que estuvieran a punto. Después un poco de crema y un aliño que encontré en el mueble. Estragón se llama. También queso rallado. Mi mamá los cocinaba así. Recuerdo ese olor golpeándome la nariz cuando llegaba del liceo. Corría a la mesa y me comía por lo menos un par de platos. Desde entonces que no los pruebo. Con Maite nunca comíamos garbanzos. Nos íbamos a puro sándwich y cuando queríamos variar pedíamos pizza, normalmente de pepperoni, o alguna otra porquería que nos trajeran a la puerta de la casa. No teníamos tiempo para cocinar. A duras penas teníamos tiempo para comer.
El teléfono suena. Yo lo dejo insistir seis veces mientras pienso si contesto o no. De verdad tengo hambre, no quiero hablar. Siete veces. Ocho. Nueve.
–Juan, soy yo otra vez, Carmen, la del seguro.
–¿Qué pasa, Carmen?
–¿Qué le pasa a usted?
–¿A mí?
–Sí. No anda bien, ¿no?
Estoy preparado para recibir ofertas, no para que pregunten sobre mis problemas.
–¿Por qué la pregunta?
–Tengo su ficha aquí, sus datos bancarios, sus datos personales. Por lo que veo hasta hace poco las cosas le iban bastante bien. Me impresiona que de un día para otro su situación haya cambiado de esta manera.
–¿Está preocupada por mí?
–Un poco.
–¿Por qué?
–Es un gesto humanitario, nada más. Si le molesta…
–No, para nada. Pero… ¿quiere que le cuente, Carmen?
–Solo si a usted no le incomoda.
–¿Tiene tiempo?
–La verdad es que no mucho.
–Entonces dejémoslo para otra oportunidad. Cuando tenga tiempo, llame.
Carmen corta sin decir nada.
¿Para qué pregunta si no tiene tiempo de escuchar? Una tragedia como la mía no puede explicarse en dos minutos. O tal vez sí, pero no con ese pie forzado.
Un día me fundí. No pude seguir adelante y frené en seco. Fue hace algunos meses, una mañana. Maite y yo salimos de la casa muy temprano para empezar con el circuito diario, pero como para variar íbamos tarde, tuve que apretar el acelerador y tomar todos los atajos conocidos para cumplir a tiempo con la agenda.
8.30 horas: Agencia Pronto Viaje, una agencia de turismo donde Maite se dedica a organizar paquetes para señoras que pasean por Europa o África u Oriente Medio.
9.00 horas: Banco de Chile, oficina Tobalaba, trámites varios.
9.30 horas: reunión con mi editor en el diario hasta mediodía.
Primero pasé a dejar a Maite a su trabajo. Llegamos con dos minutos de atraso. Después me detuve en la oficina del banco y entré corriendo. Saqué plata del cajero automático, pedí un talonario de cheques nuevo, hice dos depósitos y pagué las cuentas del agua, la luz, el gas y el cable. La del teléfono estaba atrasada por un día, tendría que hacerme un tiempo más tarde y pasar a una oficina especial. Después me compré un café y un sándwich en una estación de servicio y entré rápido al auto para seguir al diario mientras desayunaba. Tenía nueve minutos para llegar. Mientras manejaba llamé a Maite por el manos libres, le dije que se hiciera cargo de la cuenta del teléfono, que yo no iba a pagarla ese día, que no me alcanzaba el tiempo. Traté de comer algo de mi sándwich mientras ella respondía, no recuerdo qué, seguro un garabato porque tampoco le sobraban minutos para pagar cuentas. Conversaba, manejaba, masticaba con dificultad y los segundos corrían y yo aún no llegaba al diario. Cuando me metí en el taco de turno, en pleno Américo Vespucio, comenzó a llover tan fuerte que apenas pude ver a través del parabrisas. Tuve que concentrarme mucho y cortar de golpe el teléfono para manejar entre medio del agua. No pude desayunar, no pude tomarme el café, no pude comer mi sándwich. Maite me llamó de vuelta para seguir discutiendo. Escuché el sonido del celular insistiendo una y otra vez. Maite, se leía en el visor rabioso y urgente. La lluvia golpeaba el techo del auto, tenía hambre, frío, sueño, y no quería estar ahí, quería estar en otro sitio, en otro tiempo, en otra vida. Y entonces, sin pensarlo mucho, en medio del aguacero, me detuve.
Puse el freno de mano, cerré las ventanas del auto, apagué la radio.
No puedo explicar qué me pasó. Tampoco qué fue lo que pensé en ese momento, aunque probablemente no debe haber sido nada brillante. Solo lo hice. Desconecté el limpiaparabrisas, saqué las llaves y ahí me mantuve, comiendo mi sándwich en silencio, tomando el café ya helado. Por un segundo sentí solo la percusión de las gotas cayendo por los vidrios del auto y eso me gustó. Dejé de oír el ruido del teléfono. Dejé de oír la voz del locutor de la radio. Solo la lluvia estaba ahí conmigo.
Mi auto quedó detenido en Américo Vespucio. Los vehículos circulaban por los costados y atrás comenzó a armarse una gran fila. Primero sentí las bocinas, después los gritos. Apúrate, mueve el auto, qué te pasa, ahuevonado. De a poco, por el parabrisas empecé a ver a la gente que se acercaba con sus paraguas. Eran muchos rostros confusos entre la lluvia, una masa de bufandas, gorros, pelos mojados. Golpeaban el vidrio de la ventana. ¿Se siente mal? ¿Tuvo un ataque de algo? ¿Llamamos a una ambulancia? Yo solo los miraba. Sus labios se contorneaban del otro lado. Oía sus voces a lo lejos entremedio del repiquetear de la lluvia. Un par de pacos aparecieron y trataron de poner orden al asunto. ¿Qué le pasa, hombre? Yo me quedé callado. Me arropé con mi abrigo, moví el respaldo de mi asiento hacia atrás y me recosté a descansar, que era lo que necesitaba.
Creo que dormí. Dormí y soñé con un recorte de diario viejo que había encontrado hace poco en la azotea de la casa. Soñé con mi propia imagen estampada en ese papel, la de veinte años atrás cuando yo era apenas un pendejo de quince. Soñé con ese niño que fui. Me miraba a través del parabrisas del auto, entremedio de la lluvia y de la gente, con el rostro cubierto por un pañuelo rojo.
De pronto llegó una ambulancia. Un par de tipos descerrajaron la puerta del auto, me sacaron, y luego me llevaron a la Posta Central. Un grupo de médicos me examinó, pero como no encontraron nada me derivaron a un psiquiatra. No sé qué diagnóstico habrá dado el tipo, pero el caso es que después de responder muchas preguntas abandoné la Posta esa misma noche. Maite me fue a buscar y me llevó en taxi a la casa porque el auto estaba en un taller.
Al día siguiente boté mis relojes. También mis celulares, mi agenda y mi beeper. Los metí en una bolsa negra y los dejé irse en el camión de la basura. Después llamé al diario y les conté que tendrían que prescindir de mis servicios. Mi editor no quiso soltarme y ofreció aumento de sueldo, peleó por mantenerme en el equipo, pero no acepté. Maite quiso que viera a un psicólogo, que tomara alguna terapia, que hiciera yoga. Incluso dijo que me organizaba un paquete económico para viajar a Oriente, a Europa, o a la playa, por lo menos, y así relajarme un poco, pero me negué a todo. Nadie entendía que estaba cansado, que solo quería parar. No necesitaba vacaciones. Simplemente tenía que frenar en seco y no dar un paso más hacia adelante.
Dos meses después, Maite me dejó.
Ahora hago lo que quiero, que no es mucho. Me levanto a la hora que se abren mis ojos. Como cuando tengo hambre. Ordeno, lavo platos, sigo ordenando, cocino, saco a pasear a Dalí, mi perro. No trabajo, no hago vida social, no converso. Ya ni me baño. Antes leía un poco. Siempre me ha gustado leer. Recuerdo una colección de revistas viejas que mi mamá guardaba en el sótano de esta misma casa cuando yo era un niño. Pasé tardes enteras leyendo reportajes pasados de moda bajo la luz de esa ampolleta subterránea. Después llegó la enciclopedia Salvat que se ganó en la rifa de pascua. La puso en el mueble grande del comedor. Leí desde la A hasta la Z, todo cuanto había en esas páginas. Recuerdo la palabra hecatombe. No sé por qué, pero se me viene a la cabeza. En ese tiempo no sabía lo que significaba y por alguna razón hasta el día de hoy tengo memorizado lo que leí ahí. Hecatombe: Cualquier sacrificio solemne con muchas víctimas. // Matanza de personas en una batalla, asalto, etc. // Desastre con abundancia de víctimas. Después de enterarme de qué se trataba la palabra, me dio miedo y como cábala nunca la nombré. La pensaba, pero no la decía. Creo que no sirvió de mucho. Hecatombe. Hecatombe. Hecatombe.
Ahora ya no tengo enciclopedias ni nada para hojear. Maite se llevó todos los libros que teníamos. También el televisor y el equipo, así es que tampoco puedo matar las horas escuchando música o viendo idioteces. Echo de menos a Maite, no puedo negarlo. A veces miro las sacarinas que dejó en el mueble o los restos de una crema de manos que todavía está sobre su velador. O su paraguas, sus llaves marcadas con esmalte de uñas, o las medias rotas que quedaron bajo la cama, y me entra una pena negra que no se me pasa en días. Me habría gustado que me siguiera en esto, pero sé lo difícil que es. A ratos la llamo, hablamos un poco, y finalmente terminamos discutiendo. De todas formas me gusta escucharla. Es por eso que aún mantengo el teléfono y esa línea endemoniada. Con él por lo menos tengo la posibilidad de su voz una vez a la semana.
No sé cuánto tiempo llevo así. Podrían ser años o meses. Tengo la idea de que las cosas se detuvieron en algún momento. Ahí me quedé yo suspendido y todo se fue a pasar a otro lado. A uno mejor o peor, no lo sé, pero a un lado que no tiene que ver con esta casa y conmigo. Es como si me encontrara en un tiempo muerto, girando en banda entre estas cuatro paredes. Me dedico a escuchar el silencio, que en este lugar hay mucho. Fumo un poco de hierba, pienso, recuerdo cosas. Sobre todo eso: recuerdo cosas. Cosas que creía olvidadas, personas, situaciones. Es una verdadera estupidez cómo uno va desechando tanto material del disco duro. Se necesita tiempo y mucha concentración para recordar las cosas que de verdad quieres. Mi mamá, mis amigos del liceo, los garbanzos, las enciclopedias. Greta.