Escribir de oído
Por Antonio Jiménez Morato
Miércoles 01 de agosto de 2018
"Los músicos, como las sirenas de Kafka, saben que es con su canto con lo que atraen a los marineros a su perdición, pero son plenamente conscientes de que su verdadero poder radica en su silencio. Por eso debiera entenderse ese silencio de Sánchez como la más osada, la más poderosa de todas sus decisiones como compositor".
Por Antonio Jiménez Morato.
Un buen poeta interrumpe en medio de la conversación para informar a su interlocutor que, de modo premeditado o no, ha soltado un endecasílabo, o un octosílabo, acaso un alejandrino, perfecto. Los poetas, esos extraños escritores que atienden al sonido y no sencillamente combaten con la lengua, tienen una relación personal con la música. Saben ver, por así decirlo, la pauta rítmica, la respiración, que a veces se diluye en el habla hasta pasar totalmente desapercibida. Los poetas, aún, se aferran a la oralidad, a la cadencia hablada. Los poetas hacen música con las palabras. Es un cliché, sí, pero no por ello deja de ser cierto. A veces los poetas se visten con la piel de los narradores, pero no dejan de ser poetas. Por ejemplo, es el caso de Saer. Cualquiera que haya leído a Saer sabe que no se trata sólo de contar una historia, ni de plasmar en demoradas descripciones que parecen dilatar la experiencia y tornarla trascendente lo que persigue. No, en los textos donde llegó más lejos (La mayor, Nadie nada nunca), sentimos el latido de un poeta, la cadencia del habla, la voluntad de transcribir, de transportar, de transmutar la palabra en escritura.
No es eso lo que pretendía Néstor Sánchez. A Sánchez le vino mal (bien a efectos de carrera literaria, pero mal porque generó ciertos malentendidos) que se lo relacionase siempre con Cortázar. Incluso los que han creído ver en el Sánchez enloquecido, vagabundeando por las ciudades norteamericanas, una suerte de réplica del Oliveira de Rayuela. Resulta evidente cuando uno transita por Nosotros dos lo que le fascinaba a Cortázar de la escritura de Sánchez: que era jazz. No era ritmo, o no sólo, era algo más, era locura y desenfreno, era la vocación liberada, tonal, improvisación mil veces ensayada, del mejor jazz. Todos saben que el jazz tiene ritmo, pero está difuminado. Todos saben que el jazz juega con melodías, pero las descoyunta y recompone. Todos saben que el jazz juega con las armonías de modo libre y asociativo, pero siempre uno puede entender las ligazones que permiten que cuando uno escucha un ensemble jazzístico tengamos la sensación de estar escuchando una canción y no una superposición de instrumentos que tocan simultáneamente. Hay gente que sí tiene esa sensación, obvio, pero esa gente no puede escuchar jazz. Ni siquiera el más clásico, los temas pertenecientes al swing, al cool, nada. El jazz puede parecer sencillo, pero nunca lo es. Es, pretendidamente, de modo intencionado, acaso fatal, sofisticado. Esa es la única condición del jazz. El jazz, que como es sabido nació en New Orleans del choque de los ritmos africanos con las melodías de la música occidental, fue y será, siempre, sofisticado. No puede no serlo. Y eso mismo sucede con la escritura de Néstor Sánchez, el negro que publicó Nosotros dos en 1966, Siberia blues en 1967, El amhor, los orsinis y la muerte en 1969 y Cómico de la lengua en 1973. Cito así, de carrerilla, la bibliografía de Sánchez porque sólo leyendo la secuencia, entendiéndola causalmente, melódicamente (en la melodía el orden de los factores altera el producto), puede comprenderse su desaparición. Porque sí, Sánchez desapareció durante quince años para emitir, como en el poema de Elliot, un suspiro, antes de un nuevo silencio, ya absoluto, en que se envolvió hasta su muerte y del que sólo ahora, en la necrófila y devota distancia, lo van sacando sus feligreses, convencidos de que a Sánchez hay que leerlo. Cuando, en realidad, hay que escucharlo.
Como Osvaldo Baigorria, que le dedicó una quest personal y desviada donde se desdibuja Sánchez como objetivo para que el propio Baigorria y su búsqueda de su vocación como escritor ocupe el centro del libro (y así Sobre Sánchez es más un libro sobre Baigorria y su aproximación a Sánchez que sobre Sánchez mismo, hasta el punto de que acaso el libro se hubiera podido terminar llamando «Nosotros yo», un título tan válido como el descartado «The Néstor Sánchez Experience», que se deja notar mucho en la estructura del libro; un libro, por cierto, publicado en Argentina por Mansalva en compañía de la recuperación de la seminal Nosotros dos, lo que enfatiza el gesto más reivindicativo de la figura de Sánchez, y más tarde en España por Varasek, dentro de una colección donde queda más inequívoca la vocación del texto de ser bitácora de una vivencia espiritual de Baigorria frente a la parte biográfica o crítica sobre Sánchez), pero donde se acierta de pleno al decir que la desaparición de Sánchez estaba ya anunciada en sus mismos textos. No porque preludiaran su viaje a la locura, sino porque presagiaban su ruptura con la narrativa, con el libro, enfrascado ya en una escritura intransitiva donde lo único que no había desaparecido era la fe en que al escribir algo sucede. Algo se avecina, se precipita, se intuye. Una poética del evento, del milagro, que tras Cómico de la lengua parecía ya clausurada, inaccesible, postergada. Su desaparición, su silencio, roto ya apenas por la edición en 1988 de La condición efímera, un libro que, siendo muy suyo, no lo parece, tiene mucho que ver con eso. La escritura parece haberse disuelto, no hay motivo para poner palabra tras palabra. Es, de hecho, un libro demasiado literario es, pudiera decirse incluso, literatura. Algo que no eran sus cuatro primeros libros, que parecían estar concebidos más para ser escuchados que leídos. Ahí acierta, también, Baigorria (acierta en tantas cosas, no se equivoquen, el libro de Baigorria es muy bueno, sobre todo al desplazar el libro hacia él y evitar el peligro de entender qué sucedió en los años en que Sánchez vagó, silencioso o silenciado, por el mundo, sin publicar, sin dejarse ver, sublimado el escritor en otra cosa que ninguno conocemos) al relacionar la escritura de Sánchez con el jazz. No escribe, frasea, no narra, alude, no cuenta, compone. Sánchez es un músico de jazz que escogió como instrumento la lengua. O que instrumentalizó la lengua en lugar de ser instrumento de ella. Sólo de ese modo puede comprenderse su periplo desde las aguas del jazz modal de Nosotros dos al free jazz desencajado y meramente sugerido de Cómico de la lengua. Pero, lejos de la escritura barroca de coetáneos como Sarduy o Arenas, Sánchez es engañosamente sencillo. Uno puede perfectamente entender sus palabras, sus frases, sus construcciones, sus sentidos. Lo que parece no vislumbrarse bien de la escritura de Sánchez es por qué no termina de construir sentido. Son canciones, claro, sin melodía pero canciones, son temas musicales desarrollados, son operetas sin causalidad, son lieders donde el lirismo está enmascarado pero no deja de latir. Sánchez escapa, huye, en una fuga (no barroca) de la exigencia de sentido que, a la postre, se le exige a la narrativa. Sánchez es un compositor, improvisador con el tema perfectamente memorizado, virtuoso no de un solo instrumento sino de toda la orquesta. Toda una orquesta que él toca a la vez. Sánchez no pretende que el lector recuerde sus tramas, se encariñe con sus personajes o siga pasando páginas tras página acuciado por el suspense. Sánchez quiere que lo escuchen, entrega una partitura para ser interpretada por el lector, y sólo de ese modo puede uno exprimir todo lo que su escritura alberga. Sánchez es, solo accidentalmente y de modo muy epidérmico, escritor. Tanto se ha insistido en eso, tanto se ha repetido por parte de todos los que se deleitan con sus libros, esos que se sumergen en la sonata de amor que es Nosotros dos, en el impromptu de Cómico de la lengua, en la condición afrodescendiente de Sánchez… Tanto se ha insistido en el rumor y la melodía de sus libros que se ha olvidado la principal arma que tiene un músico.
Los músicos, como las sirenas de Kafka, saben que es con su canto con lo que atraen a los marineros a su perdición, pero son plenamente conscientes de que su verdadero poder radica en su silencio. Por eso debiera entenderse ese silencio de Sánchez como la más osada, la más poderosa de todas sus decisiones como compositor. Tras sus cuatro sinfonías llegó el momento del silencio. Eso fueron sus años perdidos, los que sólo podemos conjeturar y, acaso, musicalizar desde fuera con los tintes de la más lacrimógena y efectista banda sonora. Pero Sánchez no compuso esas convencionales piezas destinadas a magnificar su gesto, a hacerlo comprensible, a dotarlo de un sentido asumible para esta sociedad que quiere entender hasta el por qué de los silencios. Nada más pretencioso que pretender desentrañar el por qué un escritor deja de publicar, o incluso de escribir. Ni las experiencias traumáticas, ni las frustraciones, ni siquiera el éxito imposible de superar. Es tan vacuo y absurdo preguntarse por qué hay una cofradía de silenciosos, llenar de ruido y teorías el vacío que ellos dejan, que pasma que se haya llegado a convertir, como tema, en un cliché recurrente y haya sido bautizado de modo, incluso, poco afortunado. Bartleby dejó de copiar, dijo que prefería no hacer actividades no relacionadas directamente con su trabajo de copista, ojo, pero no se niega a trabajar sino que establece una huelga, y por eso no abandona su puesto de trabajo. Ni siquiera cuando la empresa se muda a otras oficinas. Del mismo modo, Sánchez no dejó de componer su escritura, de trazar sus pentagramas sintácticos, lo que sucede es que hizo un uso del silencio único, hiperbólico, mayúsculo. Y eso pone muy nerviosos a los lectores, a los críticos, a los otros autores. Si los cuatro minutos y treinta y tres segundos de Cage ponen tan nerviosos a los espectadores imaginen la expectativa de quince años sin libros, una breve pieza y otros quince años de silencio. Pero sólo alguien muy ingenuo pensaría que eso no es intencionado, que Néstor Sánchez, ese hombre con un troqueo por nombre, no estaba componiendo SU silencio.