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Enrique Symns: el hombre que volvió del infierno

Por Rodolfo Palacios

"Escribir es más importante que vivir, somos más lo que escribimos que lo que somos", dijo una vez Enrique Symns. Aquí, el prólogo a las crónicas de Fantasmas de luz (Random House Mondadori), del mítico autor de El señor de los venenos.

Por Rodolfo Palacios.

 

Entraba en la Redacción como si caminara por una cornisa, el paso apurado, al borde del tropiezo, el pucho en la boca o colgando de sus dedos largos y flacos, la misma mirada triste de abismo de sus personajes. En cuanto le pedían una nota, ya fuera entrevistar a una celebridad o meterse en las calles calientes de la jungla de asfalto, se iba con el mismo vértigo con el que había llegado.

Conocí a Enrique Symns en Crítica de la Argentina: lo miraba de lejos, su rostro curtido detrás del humo del cigarrillo, con esa actitud defensiva de los tipos que han sufrido. Tipos que no necesitan una pistola para ser duros. Por entonces no me acercaba a hablarle, porque el mito decía que Symns podía ignorarte o patearte como una rata apestosa. Un amigo me contó que un día lo vio sentado en un banco de Parque Lezama y le preguntó por el Indio Solari. Según él, Symns lo mandó a la mierda y siguió mirando las palomas y a los pibes que jugaban a la pelota.

Tiempo después me enteré de que Enrique vivía en Mar del Plata, mi ciudad natal. Yo había leído dos crónicas magistrales sobre la mal llamada Ciudad Feliz: él mostró el lado más oscuro y oculto, el del drama existencial, el de las almas errantes, el de los barcos oxidados y el puerto pestilente, el del invierno que quiebra la piel de los que caminan como zombies de un destino que no existe. Supe que escribía contra el tiempo, que tiene dos libros inhallables (Los Tres y La represión sexual en el franquismo), un libro quemado (con cuentos infantiles, según él) y tres inconclusos (“Adiós mu­chachos”, “Mala suerte” y “El día que mataron a Enrique Symns”), que vivía en hoteles de mala muerte, que a veces comía salteado y que nunca perdió su dignidad. Eso me llevó a recordar una frase que John Cheever plasmó en sus diarios: “El alma del hombre no se refleja en granjas acogedoras ni en monumentos, sino en cuartos malolientes y oscuras pensiones”.

Compartí momentos inolvidables con Enrique. Charlas íntimas, en­señanzas, paseos por bares y restoranes, proyectos en común, vinos tintos y blancos, fernet o campari. Aunque una vez, el día de su cumpleaños, me dijo que no tenía motivos para vivir y que quizá lo mejor sería que la Parca se lo llevara de este sitio inmundo, al rato estábamos brindando porque nunca había dejado de escribir. “Escribir es más importante que vivir, somos más lo que escribimos que lo que somos”, me dijo cuando le conté que me sentía atravesado por una historia policial.

Una vez, Enrique contó que en el sueño más hermoso que había tenido en su vida volaba liviano por un cielo sin nubes. Este libro es parte de ese vuelo.

Más allá de que en sus textos critica a los que se someten a la rigidez del tiempo (“el presente es el recuerdo que el futuro tiene del pasado”, es­cribió), Enrique es puntual y ansioso por naturaleza. Ahora parece temerle a la noche —su vieja amiga de excesos sepultados— y a Buenos Aires, la ciudad de sus historias. Pero vuelve a los lugares donde fue feliz, como si fuese esclavo de lo que escribió una vez: “Siempre hay que volver”. Y reapa­rece en Once o San Telmo. “Cuando regreso a esos sitios inmundos, lo que me acuerdo de mí es cuando yo era yo”, confesó una tarde de confesiones junto a su amiga Julieta Ortega, de quien escribió que “tiene una mirada conmovedora. Hay en sus ojos un fondo de tristeza que es un paisaje que ella adjudica al provincianismo y yo a su esencia”.

Buenos Aires cada vez le duele más. Para él, es una mala ciudad para el dolor. En uno de sus retornos a la Ciudad de la Furia, volvió a monologar como en los tiempos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Subió al escenario con dificultad, pero al recitar sus textos fue invadido por una energía especial. Cósmica, diría él. La música acompañaba y él se desgarra­ba a medida que hablaba, subía la voz, hacía silencios, lloraba, reía, gritaba; porque sentir es una herida.

En otro de sus viajes nos juntamos en un comedero de la avenida Co­rrientes para darle forma a este libro. Y Enrique reveló que había vuelto a los lugares de su pasado: el Bar Británico de San Telmo y Parque Lezama eran algunos de ellos. “El pasado fantasmiza”, dijo con la voz quebrada y los ojos llorosos. Recordar —ha dicho alguna vez— es olvidar. Pero esa melancolía atroz al rato se volvió tibia esperanza cuando salió a la calle a fumar y vio las caras extrañas de los que iban y venían por la avenida que nunca duerme. Enrique ya sentía ganas de escribir sobre esos seres con los que nos cruzamos a diario.

Symns está dispuesto a vivir para escribir. Y sabe que escribir es no hablar: es como gritar en silencio. Se escribe para olvidar o ser olvidado. O para recordar. El que escribe se libera o se desangra. Escribir es un camino de ida: después de la primera frase, uno nunca vuelve a ser el mismo; puede ser desesperante o esperanzador. Porque, como escribió William Burrou­ghs, “has de estar en el Infierno para ver el Cielo”. Porque hay instantes en que las palabras brotan como pecados que caen unos sobre otros. “No pue­do escribir sin sexo, ni cocaína ni alcohol”, me dijo una vez. Pero el tiempo demostró que su escritura podría existir sin ningún artificio, antídoto o veneno. La chispa de Enrique está intacta, y en el ritual de la creación los espectros del olvido son asesinados cada día por una pistola invisible que se dispara en silencio.

Este libro demuestra que su escritura late. Aquí hay textos publicados en Crítica de la Argentina, en las revistas C, La Mano, Rolling Stone, Mavirock, THC, Orsai. También se incluyeron notas de El Porteño y El Cazador.

Además de escritor, Enrique es un periodista multifacético. En la mí­tica Cerdos & Peces fue capaz de escribir con varios seudónimos, y no pocos lectores creyeron que se trataba de autores distintos, hombres o mujeres. En C demostró otro de sus fuertes: su talento para entrevistar. Ante los entre­vistados se vuelve un espejo que refleja las miserias y las virtudes del otro. Es como si los reporteados hablaran solos, o lo hicieran para sus adentros. Y en ese juego surgen confesiones impensadas, que Symns logró con el simple oficio de escuchar, en un mundo donde cada vez se escucha menos. O, como él dice, se dialoga con los oídos. Y en esas partidas de ajedrez, el otro se desnuda ante el grabador, cuenta lo inconfesable, habla a través del inconsciente vuelto lenguaje. Y Symns no los delata: los muestra tal cual son. Sin caer en la moral barata de muchos entrevistadores que preguntan desde lo políticamente correcto.

Y en esa charla que parece entre amigos, es capaz de querer saber si Pettinato labura por la guita, o decirle a Pergolini que tiene los ojos tristes que vio en psicópatas y asesinos; preguntarle a Capusotto si a su mujer no le jode que se masturbe, o en medio de una entrevista confesarle a Cecilia Roth: “Vos en mi percepción más íntima seguís siendo una hembra. Algo de mí calcula tu culo o mensura tus tetas. Los hombres somos depredadores sexuales o en todo caso mendigos del deseo”.

Symns conoce los senderos que conducen al abismo. Viajó al infierno y pasó allí más de una noche porque no conseguía pasaje de vuelta. Olfateó la cobardía de seres miserables, y la valentía de los que preguntan dónde está el miedo para ir a buscarlo. Saló sus heridas y saltó al indómito vacío con piruetas del olvido. Sin rumbo, ni fe ni esperanza. En este libro se reproducen crónicas inolvidables sobre territorios calientes: el Once mun­dano, el Soldati heavy, la noche después de Cromañón, los panaderos, los libreros y los buscadores de oro. Enrique se va del otro lado. Se mezcla con los protagonistas. Escucha y vive lo que le cuentan. Y después vuelve a este lado para contar la historia. Una historia en la que mete el cuerpo y el alma. Hay oscuridades que son imposibles de atravesar sin salir oscurecido. Y la angustia, a veces, no es más que la desesperación en cámara lenta.

Hay aquí laberintos que habitan los personajes extraviados del uni­verso Symns: locos soñadores, sabios pistoleros, jóvenes con los ojos enve­nenados y miradas de araña, parias sin refugio, poetas malditos incurables. Marginales —como dijo alguna vez— que se desarrollan como plantas en lugares oscuros y baldíos abandonados de la cultura. La alcantarilla también puede ser una visión del mundo.

En tiempos en que las redacciones se volvieron grises oficinas y los periodistas cada vez salen menos a la calle a buscar historias, o pasan el día en las redes sociales, Symns nos invita a seguir soñando con el periodismo. Zamarrea nuestro letargo. Nos ordena que dejemos de calentar sillas. Que nos embriaguemos con el maldito aroma del maldito mundo. Que escu­chemos y escribamos como si viéramos los hechos por primera vez. Que no guardemos secretos. Los nuestros.

La leyenda de Symns sigue vigente. Ese hombre de mirada huidiza, de ojos grises saltones que infunden respeto, ese hombre hosco que puede echarte de su mesa con un grito, no es más que un niño. Un niño perdido en el cuerpo de un hombre. Una víctima, como todos, del sistema que asesina la niñez. En el fondo, Symns sigue siendo el niño que juega con el barco de papel. Escuchemos a ese niño. Escuchemos los secretos que nos revela al oído.

 

 

 

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