Encontrarse a Aira en una librería extranjera
Por Gabriela Adamo
Miércoles 27 de abril de 2022
Sobre César Aira, una librería en Seattle y las lentas historias de amor. "Fui con un objetivo específico: encontrar libros traducidos de autores argentinos para regalarle a una amiga que no lee en castellano", cuenta Adamo en esta crónica de un hallazgo libresco.
Por Gabriela Adamo.
Las traducciones, ya se dijo muchas veces, son historias de amor. Las protagonizan los traductores y sus relaciones íntimas, atentas, obsesivas –amorosas– con los textos. Pero hay otras figuras que rondan a esa pareja principal y que son fundamentales para que el amor prospere. Figuras que suelen pasar tan desapercibidas como los traductores y que a veces, además, cargan con el cartel de villanos: los editores. Olvidamos que para que un libro emprenda el largo viaje hacia otra lengua y llegue a ella con relativo éxito, es imprescindible la atención entusiasta, confiada y optimista –amorosa– por parte de quienes lo van a publicar y distribuir.
No me refiero, claro está, a esos libros que son números puestos: los de autores consagrados y títulos bestsellers que se compran y venden en los círculos más altos de unas pocas editoriales multinacionales. Tampoco a esos que se contratan con una convicción tibia, sin haberlos leído, para llenar casilleros en un catálogo (intuyo que, crisis mediante, esta categoría debe haberse reducido bastante). Hablo de otros: de esos libros cuyos autores son poco conocidos fuera de su zona de influencia, pero que generan recomendaciones calurosas, a veces casi secretas, que llegan a oídos de editores atentos. Libros que luego esos editores leen y aprecian y no se los pueden sacar de la cabeza mientras piensan si les gustarían también a los lectores de su editorial. Libros para los que empiezan a buscar mentalmente al traductor más adecuado, imaginan posibles títulos en sus propios idiomas y se plantean una y otra vez la pregunta del millón: ¿venderían? Y esa otra pregunta, la más importante: si no venden, ¿valdrían la pena igual?
¿Estarían orgullosos de tener esos libros en sus catálogos?
Recordé todo este proceso hace unos días, cuando entré a la fabulosa librería Elliot Bay Books en el barrio Capitol Hill de Seattle, Estados Unidos. Fui con un objetivo específico: encontrar libros traducidos de autores argentinos para regalarle a una amiga que no lee en castellano.
Me acerqué a la librera sintiéndome bastante ridícula; no creo que exista la categoría “translated authors from Argentina”. Para mí sorpresa, la mujer no sólo no me miró mal, sino que chequeó algunos datos en su computadora, anotó una lista bastante larga de autores en un papel (no eran Borges ni Cortázar) y me explicó que los encontraría por orden alfabético en la sección general de ficción. Fui directo a la A de Aira y ahí había ¡catorce títulos del argentino! Repito: en una librería independiente en una ciudad del noroeste americano, más cerca de Alaska que de Nueva York. Compré Aira –estaba mi preferido, Birthday– y también Enríquez, Cabezón Cámara, Piñeiro, Schweblin: fue como encontrarme de sorpresa con un montón de buenos amigos.
Cuando volví a casa, entré a la página web de New Directions y vi que la editorial lleva publicados diecinueve libros de Aira. La mayoría fue traducida por el australiano Chris Andrews; los demás, por Nick Caistor y Katherine Silver. Chris, Nick y Barbara Epler –editora histórica y actual presidenta de ND– participaron de la aventura que fue la Semana de Editores de Fundación TyPA, allá lejos y hace tiempo (en la primera década del siglo). Verlos a todos juntos y relacionados con los catorce libros traducidos de Aira que había visto en la librería de Seattle me hizo sentir una alegría especial: traducir es nomás una historia de amor; una historia de largo aliento, que involucra a muchos participantes y requiere una enorme paciencia. Es un juego de movimientos lentos, cuyos efectos tardan mucho en dejarse ver, donde pueden darse las carambolas más impensadas si se sostiene, con tenacidad infinita y enorme tolerancia a la frustración, el hilo rojo del entusiasmo por una escritura en particular.
Le escribí a Barbara –con quien no hablaba desde hacía muchos años– para preguntarle qué había detrás de esos diecinueve títulos: ¿tanto vendía Aira en inglés como para seguir invirtiendo de esa manera en su obra? La respuesta fue rápida y directa: no pierden plata con este autor, pero el “entusiasmo no se basa en las ventas. Es que amamos su trabajo, y todo su proyecto nos parece tan quijotesco y tan atravesado por el genio que lo seguimos”. Cuenta, también, que algunos títulos se convirtieron en buenos libros de fondo y se siguen vendiendo, como Episodios en la vida de un pintor viajero y Fantasmas. Un respaldo nada desdeñable llegó vía Patti Smith, que incluso escribió un prólogo para la versión en inglés de El divorcio. Pero el apoyo más importante, insiste la editora, es el de los libreros que no dejan de encargar sus libros –la foto que acompaña este texto lo confirma– y el de los reseñistas que le dan un lugar bastante destacado en la prensa.
Al día siguiente, Barbara me volvió a escribir con una joyita histórica: fotos de algunos mails que habíamos intercambiado en otra era, el 2007, mientras organizábamos su viaje a Buenos Aires como invitada de la Semana TyPA. Hablábamos de cuestiones prosaicas como el hotel y la cena de bienvenida, y de otras mucho más divertidas, como el programa de actividades que incluía lecturas en el Centro Cultural Rojas, paseos hasta Villa Ocampo y visitas a editoriales de todo calibre. Entre los mails fotografiados también había un intercambio con Aira, en el que ella le pedía una reunión y citaba la cálida recomendación de Dominique Bourgois, otra gran editora que participó de la Semana. Más hilos que fueron reforzando la red de referencias cruzadas y entusiasmos compartidos. “Creemos que César es distinto a cualquier otro autor –cierra Barbara– y es maravilloso ser su hogar acá”.
Ser el anfitrión de un autor traducido es hacerle lugar en un catálogo, sabiendo que, a la vez, cada uno de sus libros va a ir dando forma a ese catálogo. Significa dedicar atención a los agentes, los traductores, los libreros y los reseñistas, es decir, mantener los lazos con otros lectores entusiastas para, a su vez, generar nuevos. Muchas veces significa ver que un libro así de querido y cuidado pasa totalmente desapercibido o –igual de doloroso, pero por otros motivos– que años más tarde tiene éxito en manos de otro editor. Significa ser profesional, sin lugar a dudas, y acá cabe hablar de derechos de autor pagados con puntualidad, de honorarios adecuados para los traductores y de todos esos asuntos que, cuando no se cumplen, dan lugar a la imagen del villano mencionada al principio. Pero es, por sobre todas las cosas, ser cómplice clave, confiable y entusiasta de esta larga y compleja historia de amor.