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Editorial

El viaje de invierno

Por Georges Perec

Compartimos el arranque de la novedad de Eterna Cadencia Editora. En torno a este breve relato de Perec se fue conformando una frondosa “novela colectiva” en OULIPO.

Por Georges Perec. Traducción de Eduardo Berti.

 

 

Nota introductoria

En 1979, Georges Perec publicó un relato breve titulado El viaje de invierno (Le Voyage d’hiver). Allí narraba cómo un joven profesor de literatura, Vincent Degraël, descubría un libro fascinante, llamado precisamente El viaje de invierno, y cómo este libro alteraba por completo la mirada que se tenía sobre los poetas franceses de finales del siglo xix, pues estos ahora aparecían como simples plagiarios de la obra de un joven autor, tan genial como desconocido: Hugo Vernier. De inmediato, sin embargo, el libro de Vernier se hacía humo y Degraël se esforzaba en vano por recuperarlo.

En 1992, Jacques Roubaud sintió la necesidad de aportar una serie de correcciones y complementos de gran importancia al relato de Perec y lo hizo con un texto titulado El viaje de ayer (Le Voyage d’hier).1 Pronto lo imitó Hervé Le Tellier, que en El viaje de Hitler (Le Voyage d’Hitler)2 introdujo nuevos elementos en la historia. Con el paso de los años, numerosos integrantes del grupo Oulipo hicieron lo mismo y cada uno trató de llevar la misteriosa historia de Hugo Vernier por caminos inesperados.

De esta manera se fue conformando, en torno al breve relato de Perec, una auténtica y frondosa “novela colectiva” de una especie totalmente nueva.

 

 

El viaje de invierno (Le Voyage d’hiver). Georges Perec  (Inicio)

En la última semana de agosto de 1939, mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de literatura, Vincent Degraël, fue invitado a pasar unos días en una propiedad en los alrededores de Le Havre que pertenecía a los padres de uno de sus colegas, Denis Borrade. La víspera de su partida, mientras exploraba la biblioteca de sus anfitriones en busca de uno de esos libros que desde siempre nos prometemos leer, pero que por lo común no hacemos más que hojear distraídos al lado de una chimenea, antes de sumarnos a una partida de bridge, Degraël se topó con un delgado volumen titulado El viaje de invierno, cuyo autor, Hugo Vernier, le resultaba totalmente desconocido, pero cuyas primeras páginas le causaron una impresión tan fuerte que apenas se tomó el tiempo de disculparse con su amigo y con los padres de su amigo antes de subir a leer en la habitación.

El viaje de invierno era una suerte de relato escrito en primera persona, ambientado en una región semiimaginaria cuyos cielos densos, bosques oscuros, colinas mullidas y canales cortados por esclusas de color verdoso evocaban con insidiosa insistencia los paisajes de Flandes o Ardennes. 12 El libro estaba dividido en dos partes. La primera, la más sucinta, narraba en forma críptica un viaje de iniciación donde cada etapa parecía marcada por un fracaso; un viaje a cuyo término el héroe anónimo, un joven, según todos los indicios, llegaba al borde de un lago oculto tras una niebla espesa; allí lo esperaba un pasante para conducirlo hasta una isla muy escarpada, en medio de la cual se erguía un edificio alto y sombrío; en cuanto el joven ponía pie en el estrecho pontón, que era el único acceso a la isla, acudía un pareja extraña: un anciano y una anciana, los dos envueltos en amplias capas negras, parecían nacer de la niebla y se colocaban a ambos lados de él, tomándolo por los codos, apretándole los flancos con toda la fuerza posible; casi fundidos, los tres escalaban por un camino inclinado, entraban en la casa, subían por una escalera de madera y llegaban a un dormitorio. Una vez allí, de un modo tan inexplicable como su aparición, los ancianos se evaporaban dejando al joven a solas en medio de la habitación. El sitio estaba someramente amueblado: una cama cubierta con una cretona floreada, una mesa y una silla. Un fuego ardía en la chimenea. En la mesa lo esperaba una comida: una sopa de frijoles, una porción de carne. A través de la alta ventana de la habitación, el joven veía asomar la luna llena entre las nubes; después se sentaba y empezaba a comer. Y con esa cena solitaria concluía la primera parte.

La segunda parte ocupaba, ella sola, el ochenta por ciento del libro y muy pronto resultaba evidente que la breve historia que la antecedía funcionaba como un pretexto anecdótico. Era una larga confesión, de un lirismo exacerbado, mezclada con poemas, máximas enigmáticas y conjuros blasfematorios. No bien empezó a leer, Vincent Degraël sintió una inquietud imposible de definir con precisión, la que no hizo más que acentuarse a medida que 13 pasaba las páginas del libro con sus manos cada vez más temblorosas: era como si las frases que tenía ante sus ojos le resultaran de pronto familiares y le recordaran algo de manera irresistible; era como si frente a su lectura se impusiera, o más bien se superpusiera, el recuerdo preciso y al mismo tiempo vago de una frase casi idéntica que él había leído antes, en otra parte; como si esas palabras, más tiernas que las caricias o más pérfidas que el veneno, esas palabras a veces claras, otras veces herméticas, obscenas o ardientes, deslumbrantes o laberínticas, se mecieran sin tregua, como la frenética aguja de una brújula, con una violencia alucinada o con una calma fabulosa, hasta configurar un dibujo confuso en el que parecían mezclarse Germain Nouveau y Tristan Corbière, Villiers y Banville, Rimbaud y Verhaeren, Charles Cros y Léon Bloy.

Vincent Degraël, cuya área de interés abarcaba justamente a estos autores (llevaba años preparando una tesis sobre “la evolución de la poesía francesa, de los parnasianos a los simbolistas”) creyó al principio que quizás ya había leído este libro, al azar de una de sus investigaciones; después pensó, con más lógica, que era víctima de una ilusión de déjà vu o incluso, como cuando el simple gusto de un trago de té nos hace viajar treinta años atrás a Inglaterra, que había bastado un detalle, un sonido, un olor, un gesto (tal vez ese momento de vacilación antes de sacar el libro de la estantería, donde estaba ordenado entre Verhaeren y Vielé-Griffin, o la avidez con la que había recorrido las primeras páginas) para que el falso recuerdo de una lectura anterior viniera a sobreimprimirse y a perturbar la lectura que ahora él intentaba, hasta volverla imposible. Sin embargo, las dudas se disiparon muy pronto y Degraël tuvo que aceptar los hechos: tal vez su memoria le jugaba malas pasadas, tal vez era una casualidad que Vernier 14 pareciese tomar prestado de Catulle Mendès su “chacal que acecha los sepulcros de piedra”, tal vez había que considerar los encuentros fortuitos, las influencias explícitas, los homenajes voluntarios, las copias inconscientes, el pastiche, el gusto por las citas, las coincidencias felices, tal vez cabía pensar que expresiones como “vuelo del tiempo”, “brumas de invierno”, “horizonte oscuro”, “cuevas profundas”, “vaporosas fuentes” o “luces inciertas de la salvaje maleza” pertenecían, por derecho propio, a todos los poetas y, por lo tanto, resultaba muy normal encontrarlas tanto en un párrafo de Hugo Vernier como en una estrofa de Jean Moréas, pero era absolutamente imposible no reconocer al hilo de la lectura, palabra por palabra o casi palabra por palabra, un fragmento de Rimbaud (“Veía claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida por unos ángeles”) o de Mallarmé (“Invierno lúcido, estación del arte sereno”), algo de Lautréamont (“Contemplé en un espejo esa boca mutilada por mi propia voluntad”), de Gustave Kahn (“Deja que la canción caduque… mi corazón llora. / Un sepia se arrastra por los claros. Solemne. / El silencio asciende lentamente, asusta. / Los ruidos familiares de la corriente personal”) o, apenas modificado, un pasaje de Verlaine (“En el interminable tedio de la llanura, la nieve brillaba como arena. El cielo era cobrizo. El tren se deslizaba sin un murmullo…”) y etcétera.

1 Todos los añadidos al relato de Perec fueron publicados, en primera instancia, en el marco de la Bibliothèque Oulipienne (en adelante, BO), una colección de pequeños libros o “fascículos” con tirada reducida que Oulipo puso en marcha en septiembre de 1974 con Ulcérations, de Georges Perec. Desde entonces, la BO ha editado alrededor de 250 títulos, incluidos los fascículos vinculados con El viaje de invierno. Más allá de los textos que incluye este libro, se añadieron recientemente cuatro textos que aluden a El viaje…: se trata de La vérité sur le Voyage d’hiver (Michèle Audin, número 216 de la BO), Pastiche avant-coup du plagiat par anticipation, de l’origine du Voyage d’Hiver (Olivier Salon, número 226), Les voyages dispersent, appendice final (Eduardo Berti, número 228) y de una suerte de reescritura por antonimia a cargo de Jacques Roubaud, Un été à la campagne (número 231). [N. del T.]

2 La traducción al castellano no permite conservar la relativa homofonía que hay, en francés, entre los títulos de los distintos textos. [N. del T.]

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