El último prólogo de Juan Forn
Tatiana en el cielo con mosaicos
Jueves 03 de febrero de 2022
La contratapa de Forn dedicada a Tatiana Tolstáia fue incluida a modo de prólogo en Mundos etéreos, el último libro de la colección a su cuidado en Tusquets, "Rara avis".
Por Juan Forn.
Aunque en nuestro idioma la han hecho esdrújula, los italianos pronuncian Ravenna con acento en la e, y prolongan la ene como si quisieran quedarse a vivir en esa sílaba. En cambio todos los turistas que llegan a Ravenna quieren huir de la ciudad en cuanto esa doble ene se les extingue en los labios. Tatiana Tolstáia es una más de esas visitas que han venido a admirar los famosos mosaicos de los tiempos romanos pero se topan en cambio con el calor y el polvo, y maldicen el momento en que se les ocurrió malgastar ahí un día que bien podrían haber usado para quedarse en Venecia, o seguir hasta Rímini y ver como dios manda el turquesa del Adriático. Me explico: Ravenna estaba junto al mar, fue construida sobre pilotes, como Venecia, era famosa por sus aguas cristalinas, pero las tierras se fueron anegando a causa de los ríos que desembocaban ahí hasta volverlas pantanos, y el mar se fue retirando espantado casi ocho kilómetros hacia el este. A los romanos, esas ciénagas les servían para frenar a los bárbaros, y de hecho, cuando Roma peligró, trasladaron hasta allá la capital imperial, pero la idea no prendió: Roma era Roma, y a falta de Roma estaba Bizancio; además, Ravenna tenía muchos mosquitos. De su breve esplendor, la ciudad solo capitalizó los formidables mosaicos que dejó Honorio, el emperador responsable de aquel traslado de la capital.
Son únicos en el mundo, esos mosaicos. Hay unos en particular que son el secreto mejor guardado de Ravenna, y Tatiana Tolstáia sabe que están en el mausoleo que hizo construir Honorio para su hermana Gala Placidia, que tanto padeció en vida: secuestrada por los visigodos de Alarico, Placidia se enamoró perdidamente de aquel bárbaro, pero su hermano tuvo la mala idea de pagar el rescate y la recuperó, para casarla con sucesivos nobles y generales romanos, que iban muriendo uno a uno en la guerra contra Alarico.
Placidia quiso dejarse morir cuando supo que su amado había perecido en batalla y el ingenuo Honorio creyó que con ese mausoleo le levantaría el ánimo. La muerte de Alarico no significó el advenimiento de buenos tiempos para el Imperio: según los historiadores, a Honorio le interesaban más sus mosaicos que la seguridad de sus súbditos. Solo zafó de pasar a la Historia como el causante de llevar al Imperio al derrumbe porque su enemigo murió antes que él, y porque esos mosaicos son en verdad únicos. En particular ese mausoleo, cuyas paredes y techo conforman la más cercana experiencia a la idea del cielo que nos es concebible imaginar, según dicen los que saben.
Gala Placidia yace mirando ese espléndido cielo estrellado desde el año 450, y no parece pasarlo nada mal. Pero me faltaron decir dos cosas. La primera es que el famoso mausoleo parece una caja de ladrillos desde afuera: es retacón, no tiene ventanas, da un poco de asfixia entrar. La segunda es que en la Edad Media, hartos de las inundaciones y de las pestes que causaban esos pantanos, las gentes de Ravenna armaron una red de canales que desviaron los ríos creando un amplio cinturón de tierra fértil alrededor de la ciudad. Donde caminaban los cangrejos hoy pastan burros; donde crecían algas hoy hay viñedos y rosales y olivos. Pero el calor en la ciudad no ha cambiado, las calles siguen siendo tan angostas como en el medioevo y Tatiana Tolstáia lo está pensando dos veces antes de sumarse a la fila de visitantes que se apretuja para entrar en el célebre mausoleo de Gala Placidia.
Los turistas son mayormente norteamericanos y japoneses pero Tatiana es rusa de pura cepa: bisnieta de Tolstoi, criada en la URSS, escritora desde la Perestroika en adelante, y este breve relato suyo en Ravenna demuestra qué clase de escritora. Tatiana está ahí, a los sesentipico, porque cincuenta años antes, desde ese mismo lugar, su padre le envió una postal de ese cielo de mosaicos que contempla Gala Placidia dentro de su mausoleo. La postal sobrevivió a dos sistemas altamente inefables en sus servicios, el correo italiano primero y el soviético después, para llegar, con las puntas machucadas y tiznada de sellos pero aún legible, hasta las manos de la quinceañera Tatiana en su departamento de Moscú: «¡Hijita! ¡No he visto nada más hermoso en mi vida (mira el dorso)! ¡Dan ganas de llorar! ¡Oh, si estuvieras aquí! ¡Tu padre!».
Estamos en el año 2015, Tatiana ha podido por fin viajar hasta Ravenna y llegar hasta la puerta del mausoleo de ladrillo de Gala Placidia, pero nada es como se lo había imaginado. El padre de Tatiana ha muerto hace poco, el viaje es un rito, una despedida, un intento maníaco de negar la muerte y mantener el contacto, negarse a la evidencia, recibir un mensaje. Porque alguna vez el padre le había prometido a la hija: «Cuando me muera, si hay algo del otro lado, te avisaré. Me las arreglaré para hacértelo saber».
Por eso está ahí Tatiana, a sus sesentipico, apretada entre japoneses y norteamericanos de tercera edad en ese mausoleo que, por dentro, es aun más chico de lo que parece desde afuera y efectivamente no tiene ventanas, no entra luz. Los turistas pisan sin escrúpulos la lápida de Gala Placidia, cuando se enteran de que solo es una losa conmemorativa (al parecer, los restos de Placidia descansan en Roma) y miran hacia arriba, al techo en penumbras.
Como en cada iglesia italiana, también aquí hay una caja para donaciones, que funciona como en las iglesias: uno deposita el óbolo (un euro) y se enciende un reflector. En este caso es indispensable, pero a Tatiana le ha tocado un contingente de amarretes. Están todos en la penumbra sin moverse, esperando que algún otro ponga el óbolo: ellos ya pagaron el pasaje de avión, el hotel, el tour, el almuerzo y la entrada. «Queremos ver el cielo gratis», así resume mentalmente Tatiana la actitud general. Ella misma niega acercarse a la caja de donaciones; está harta de las avivadas de los italianos. El mausoleo huele a moho, a sudor, a vejez, a desodorante bucal, a incomodidad. Así ha de ser la sala de espera para el cielo cuando uno muere, piensa Tatiana. Le duelen los pies, tiene calor, quiere salir, pero no hay manera de abrirse paso. Hasta que alguien deja caer una moneda en la caja de donaciones y el techo se ilumina de golpe y los colores, el brillo, la profundidad vertical de ese techo, dejan sin aliento a los presentes.
Dura una nada. No alcanza a empezar que ya se ha apagado de vuelta, y en la penumbra vibra un murmullo unánime de desilusión. Pero al instante se oye caer otra moneda y el cielo se ilumina de golpe. Y cuando se vuelve a apagar cae otra moneda y se vuelve a encender, y otra vez, y otra, y así es como el afortunado contingente puede apreciar en toda su dimensión la gloria de ese cielo de mosaicos. Mientras las monedas siguen cayendo y todos los presentes contemplan arrobados el techo, Tatiana mira hacia la caja de donaciones y ve una silla de ruedas, y en la silla un ciego, que tiene entre las rodillas una lata llena de monedas y a su lado una mujer que le va murmurando al oído lo que ve de ese cielo de mosaicos. El ciego asiente locamente con una sonrisa de oreja a oreja y saca otra moneda de la lata y la deja caer en la caja de donaciones, hasta que la mujer frena suavemente su mano cuando va a sacar otro euro, le murmura algo al oído y se lo lleva afuera empujando la silla de ruedas.
Tatiana los sigue. No es fácil salir del mausoleo (no es fácil salir de la tumba, piensa Tatiana), pero por fin logra abrirse paso hasta el exterior y ve la silla de ruedas con el ciego y su acompañante cruzar la plaza hasta un puestito callejero, donde la mujer saca unas monedas de la lata de su compañero y las usa para pagar un pedazo de pizza que entrega al ciego, quien procede a comerlo con gratitud y alegría y torpeza sin par. Sus dedos tocan la invisible comida como si estuviera leyendo su sabor, los ojos apuntan ciegamente a ese otro cielo, hecho no de mosaicos sino de nubes grises que en vano prometen lluvia.
Pero lo que Tatiana Tolstáia alcanza a vislumbrar a su alrededor es otra cosa, más inmaterial. No se trata de un susurro, pero se le acerca bastante: es como si del otro lado del aire algo intentara hacer llegar hasta ella unas palabras inequívocamente rusas, que dicen, o parecen decir: «El roble es un árbol. La rosa es una flor. El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable».