El profeta nómade
Gombrowicz, disertante de café.
Witold Gombrowicz
Miércoles 11 de mayo de 2016
Una lectura de Diario argentino (El Cuenco de Plata), escrito por el polaco con las boleadoras más extravagantes de todos los tiempos.
Por Valeria Tentoni.
“Mi diario quiere ser lo contrario de la literatura comprometida, pretende ser literatura privada”, aclara, para arrancar. “Publico esto para que me conozcan en la intimidad”. Witold Gombrowicz llenó algunas de las más de mil páginas de ese diario, traducido a veinte idiomas ya, mientras vivió en Argentina, entre 1939 y 1963. Aquí llegó, a bordo del barco “Chrobry”, una semana antes de que estallara la guerra.
El autor de Ferdydurke, además de eso, aclara otra cosa: que no es cierto que el “Parnaso local” lo hubiera despreciado mientras permaneció en esta pampa salvaje –pampa sobre la que escribió, como no podría ser de otro modo, con salvajismo a su turno. Borges confesó públicamente que nunca lo leyó, y en este libro se detalla una cena del polaco con Silvina Ocampo, Bioy Casares y el autor de Ficciones, al que, dijo, mucho no le entendió porque hablaba “rápido y poco comprensiblemente”. Lo resume de un sablazo: “A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto”.
“Yo preferí voluntariamente no mantener relaciones estrechas con el Parnaso, los medios literarios de todas las latitudes están integrados por seres ambiciosos, susceptibles, absortos en su propia grandeza, dispuestos a ofenderse por la cosa más mínima”. Párrafos así se encuentran al por mayor en este diario de Gombrowicz, resbalando en la tercera persona maradoniana aquí y allá. Predicador de sí, escribiendo “algo como yo no les sucedería todos los días”, tan ambicioso y susceptible como cualquiera. Ni más, ni menos. Gombrowicz visitando La Falda, paseando por San Isidro, huésped en Necochea (¿de ahí salió Cosmos?), bajo una tormenta en Mar del Plata, vagabundeando en Punta Mogotes, navegando el Río Paraná, aburriéndose como un hongo en el centro de una siesta en Santiago del Estero. Gombrowicz como cualquier mortal autóctono. “En este minuto entra el Año Nuevo 1955. Voy caminando por la calle Corrientes, solo y desesperado”, leemos en el primer lunes de las entradas.
Una década después de la edición de Adriana Hidalgo, el Diario argentino sale ahora, detrás de Cosmos, por El Cuenco de Plata, sello que desde la gestión de Edgardo Russo se propuso, con éxito, disponibilizar y relanzar su obra hacia las librerías nacionales. Estamos ante un magnífico ejemplo de su libertad en la escritura: es un diario, sí, pero puede recibirlo todo. Mangífico vertedero que se consigue para arrojar reflexiones sobre el “papel del literato”, así como reflexiones sobre el mundo (“la violencia revela algo que no estaba nombrado ni formado”), sobre sus procesos creativos e intereses. Sobre la juventud, figura capital en su literatura. Sobre sí mismo como escritor (“¿Para quién escribo? ¿Si tan sólo para mí, por qué lo mando a imprenta?”). Hasta para despachar relatos completos, del modo más inesperado posible: ir para eso directo a la entrada “Diario de campo”, o ir directo a su tarde en la playa de Necochea, con los escarabajos. Una visita al Teatro Colón, por caso, puede dispararle cuatro páginas maestras, donde leemos: “Pensé en aquel mundo en el cual el hombre se adora a sí mismo a través de la música, me convence más que el mundo donde el hombre adora la música”. O cosas como:
“El arte me impresiona casi siempre con más elocuencia cuando se manifiesta de un modo imperfecto, casual y fragmentario, como si sólo así me señalara su presencia, permitiéndome intuirlo tras la torpeza de una interpretación. Prefiero a Chopin cuando me llega en la calle desde lo alto de una ventana al Chopin perfectamente ornamentado de una sala de conciertos”.
Como un sobrecito de polvo efervescente, vemos a Gombrowicz caer en distintas aguas y burbujear. ¿Cómo describir, si no, su desembarco, por ejemplo, en una ciudad como Tandil? Lugar al que llegó para convertirse en el ojo de un remolino de escritores jóvenes que se le pegaban como a un oráculo.
El diario fue el proyecto de escritura que mantuvo hasta sus últimos días de vida: “Lo escribía en hojas de resma blanca, nunca tenía cuaderno, nunca tenía lapicera, nunca tomaba notas, nunca tenía diccionario. Escribía con una parker en esas hojas blancas”, le contó Rita, su última pareja, a Mauro Libertella. El autor de Mi libro enterrado agregó, líneas después: “Hay un punto en el que Gombrowicz podría entrar en sintonía con Luca Prodan: dos extranjeros que llegaron un poco de casualidad y, con un idioma endeble, casi nonato, entendieron algo de lo argentino que a todos se nos escapa. Nos enseñaron a leernos”.
En estas páginas, en efecto, hallamos una radiografía argentina cuya actualidad causa estupor. Una caracterización del votante promedio local que absorbemos como cómica porque no nos queda otro modo de admitir el escándalo de su precisión. “Argentina es un país de forma precoz”, dice en cierto momento. ¿Será eso lo que sedujo al autor de Ferdydurke hasta estacarlo en nuestras tierras durante años? Este hombre, que caminaba bajo las luces naranjas del microcentro, en medio de la oscuridad y el frío. Alucinado con Retiro, con ese escenario nocturno, persiguiendo muchachos: viene la imagen de su perfil, canoso, el cuello del gabán en alto, chocando contra la brisa, ¿qué cuernos hace Gombrowicz caminando por Retiro, de noche? Inexplicable, en esas secuencias, un extranjero total. Viene la pregunta de si será la personalidad alguna otra cosa además de ese corrimiento degenerado de lo que nos fascina. “El arte es ante todo un problema de amor; si queremos conocer la verdadera posición del artista debemos preguntar: ¿de qué está enamorado?”, parece darnos lección.
Sin embargo, Gombrowicz arranca el diario con una advertencia: “No encontrarán aquí una descripción de la Argentina. Quizás incluso no reconocerán sus paisajes. El paisaje es, aquí, un ‘estado de ánimo’. (…) Argentina es tan solo mi aventura, y nada más (…) Escribo sobre mí, no sobre Argentina; a veces resulta que escribía sobre mí en Argentina”. Ocurre que a veces, también, la única manera de dar cuenta de un lugar es pasar sus arenas por el tamiz de la experiencia personal, someterlo a la mirada extraña y extrañada. Y, además, ¿qué es un país sin nadie que lo ande, en recorridos más o menos caprichosos? Sin nadie que se le ponga dentro y lo convierta, como se convierten en vino las uvas, con la brutalidad de un peso descalzo y roñoso de vida anterior y ardor de vida futura.
Apenas más que un mapa.
Mientras tanto, nunca habremos agradecido bastante la insolencia de una mirada y de una literatura como la de Witold Gombrowicz.
“¿Por qué debo reírme? Sencillamente porque aprovecho la conciencia para vivir. Me río porque me deleito con la angustia, me divierto con la nada y juego con la responsabilidad; por lo demás, la muerte no existe”.